sábado, 7 de julio de 2012

EL TROTSKISMO(I)-Crítica del programa de transición




Progamme communista-octubre de 1972





Introducción



“La premisa económica de la revolución proletaria ha llegado hace mucho tiempo al punto más alto que le sea dado alcanzar bajo el capitalismo. Las fuerzas productivas de la humanidad han cesado de crecer”.

Tal es la famosa afirmación que retumba como un trueno desde las primeras líneas del documento programático que Trotsky redactó en 1938 para la conferencia de fundación de la Cuarta Internacional.

Las fuerzas productivas han alcanzado el punto más alto que les sea dado alcanzar bajo el capitalismo; las masas tienden a volverse cada vez más revolucionarias, pero son frenadas por direcciones oportunistas; dado que el capitalismo está en crisis permanente, ya no se trata de elevar más o menos el nivel de vida de las masas. Tal es el diagnóstico de los tres primeros capítulos de este programa que lleva a la conclusión que en adelante, para toda la etapa de decadencia del capitalismo, el papel de los marxistas será el de proponer a las masas un programa de transición.

“La tarea estratégica del próximo período –período prerrevolucionario de agitación, propaganda y organización– consiste en superar la contradicción entre la madurez de las condiciones objetivas de la revolución y la falta de madurez del proletariado y su vanguardia (confusión y desmoralización de la vieja dirección, falta de experiencia de la joven).”

“Es preciso ayudar a las masas, en el proceso de la lucha, a encontrar el puente entre sus reivindicaciones actuales y el programa de la revolución socialista. Este puente debe consistir en un sistema de reivindicaciones transitorias, partiendo de las condiciones actuales y de la conciencia actual de amplias capas de la clase obrera para llegar a una sola y misma conclusión: la conquista del poder por el proletariado.

Nadie podría resumir mejor la demostración que el mismo Trotsky.

Antes de exponer en detalle los objetivos, tanto económicos como políticos, que constituyen el “sistema de reivindicaciones transitorias” propiamente dicho, el jefe de la Cuarta Internacional, en forma totalmente consecuente, ha querido presentar los fundamentos;

sólo después desarrolla punto por punto el contenido de su programa:

nosotros seguiremos el mismo método, tampoco abordaremos el estudio detallado del programa antes de habernos asegurado de la solidez de las tesis que lo fundamentan. Y procederemos, así, con el mismo espíritu metódico de Trotsky aunque en un sentido

bien diferente.





La decadencia de las fuerzas productivas



Es necesario comprender correctamente la afirmación fundamental de Trotsky según la cual “las fuerzas productivas de la humanidad han dejado de crecer”; no se trata para él de constatar una crisis particular en un momento determinado de la historia del capitalismo, sino de sostener la tesis según la cual este modo de producción ya

ha agotado sus posibilidades y ha entrado en una etapa de decadencia continua e irremediable. Sin ir más lejos, el título del programa: “La agonía del capitalismo y las tareas de la Cuarta Internacional” ya es suficientemente explícito.

Los programas marxistas clásicos comenzaban generalmente, de una u otra forma, por definir a la sociedad capitalista descansando sobre el trabajo asalariado, y trazaban así el marco en el cual debían enfrentarse los protagonistas hasta que el proletariado, instaurando su dictadura, destruyera la vieja sociedad aboliendo el trabajo asalariado.

El programa dejaba abiertas todas las situaciones y no se pronunciaba sobre la táctica a seguir en cada caso particular. El programa de transición, en cambio, comienza por definir una situación: la de la “crisis sin esperanza” del capitalismo, y es a partir de esta teoría de la crisis permanente que se construye el sistema de reivindicaciones transitorias, considerado como el que debería conducir a las masas a la revolución. Si el procedimiento no es habitual, es precisamente porque para Trotsky el capitalismo ya no puede conocer otras situaciones: se hunde poco a poco en su agonía.

La idea según la cual el capitalismo progresa regularmente hacia un apogeo para precipitarse luego, a partir de un cierto límite misterioso de su historia, en una decadencia irresistible, está muy difundida entre los seudomarxistas adoradores del progreso económico.

La misma fue calurosamente sostenida por el coro de ideólogos del Estado ruso, los que, comparando sus victorias industriales con el espectáculo que ofrecían las economías occidentales antes de la guerra, deducían de allí que la “producción socialista” conocía una curva ascendente, y el capitalismo una descendente. Esta tesis es extremadamente simple y totalmente compatible con la creencia de la existencia de un cierto tipo de socialismo en Rusia, lo que aseguró su éxito absoluto en una época de contrarrevolución.

Ahora bien, la misma no tiene nada que ver con el marxismo.

Para esta doctrina, el capitalismo no es ni una ciudad pecadora condenada a hundirse un buen día al son de trompetas angelicales, para expiar sus vicios, ni una idea sumergida en el discurso filosófico al encuentro de su negación dialéctica, sino un modo de producción determinado que obedece a leyes determinadas.

Y a esas leyes Marx las estudió con el mayor celo; desde el Manifiesto de 1847 sostuvo firmemente que el capitalismo no puede existir sin revolucionar incesantemente la producción, y por esto mismo celebra su papel revolucionario. Al mismo tiempo proclama esta verdad verificable empíricamente: el capitalismo es víctima de una maldición extraordinaria; tiene “el diablo en el cuerpo”, está condenado a no estancarse.

El conjunto del capital social actúa como una potencia que trasciende los diferentes capitales individuales y que les dicta sus leyes con una necesidad de hierro: o acumular en proporciones siempre crecientes, o morir; o avanzar siempre más rápido, o hundirse. Y de esta carrera perpetua de los diferentes capitales entre sí y del capital social consigo mismo, verdadera “huida hacia delante”, es de donde nacen las crisis en el curso de las cuales el capital choca contra sus propios límites. La enorme masa de mercancías donde se había encarnado, no puede transformarse en dinero, la producción se frena e incluso se detiene hasta que encuentre un nuevo equilibrio que prepara una nueva expansión. Tal es el mecanismo descripto por Marx. Y este mecanismo continúa trabajando las sociedades civilizadas, aunque el siglo XX, que ha visto la organización por parte de los capitalistas de ramas enteras de la industria, y a veces de la industria en su totalidad por medio del Estado capitalista, haya dado al fenómeno formas nuevas: ya no son sólo las mercancías de los capitalistas que quedan sin vender, sino que son las mismas carteras de pedidos de los trusts las que permanecen vacías; en lugar de capital-mercancía inutilizable, tampoco puede utilizarse capital productivo. El resultado es el mismo: estancamiento de los negocios, despido de una parte de los trabajadores, explotación agravada de los restantes y preparación de una nueva expansión. El movimiento pendular de la producción se perpetúa: expansión, contracción; diástole, sístole.

El capital es un valor que se incrementa en la búsqueda del valor, de la riqueza social abstracta, y que no puede dejar de hacerlo. La idea de una decadencia irremediable o de un estancamiento definitivo está en contradicción con el concepto mismo del capital y el movimiento de la producción capitalista, en el curso del cual la masa de los valores producidos crece prodigiosamente, es un movimiento ascendente sólo interrumpido por las crisis.

La misma historia del desarrollo capitalista, de conformidad con la teoría marxista, le respondió a Trotsky: sobre las ruinas de la segunda guerra mundial, el capitalismo se levantó, rompiendo las trabas para su desarrollo, que él mismo había erigido. Se apropió de masas cada vez mayores de trabajadores asalariados; aglutinó más y más las actividades sociales aún dispersas por el mercantilismo, y se expandió cada vez más sobre la superficie del planeta. Una sola cifra bastará para ilustrar su fantástica expansión: el producto bruto interno de los EE.UU., el más grande mastodonte estatal contemporáneo, era de 300.000 mil millones de dólares en 1952; veinte años después,se había más que triplicado: alcanzó el billón de dólares.

Así como las fuerzas productivas capitalistas no pueden cesar de crecer en forma permanente, la premisa económica de la revolución proletaria tampoco podría haber “llegado desde hace tiempo al punto más alto que pueda alcanzar bajo el capìtalismo”. ¿Qué entiende Trotsky, de hecho, por premisa de la revolución proletaria y que –dicho sea de paso– es más bien la premisa del socialismo que de la revolución proletaria en sí? Es la socialización del trabajo efectuada por el capital, que se concentra cada vez más y crea frente a él un ejército siempre creciente de trabajadores asalariados. Luego, esta

socialización del trabajo, que hace depender cada vez más la actividad de cada rama industrial de la actividad de las otras, creando entre todas las actividades sociales lazos de interdependencia universal, progresa día a día: la acumulación de capital sólo puede producirse a condición de acrecentar la división del trabajo y el número de trabajadores asalariados; de tal manera que, abstracción hecha de los períodos de crisis en que el capital prepara las condiciones de nuevos progresos, y en los que más que nunca corre el riesgo de ser destruido por la revolución comunista, el capitalismo jamás ha sido otra cosa que una superación perpetua del “punto más alto” anteriormente alcanzado de las premisas de la revolución proletaria.





El proletariado y su dirección



Habiendo inscrito en su programa una tesis que contradice el conjunto de la concepción marxista, Trotsky está llevado a plantearse los problemas en términos tales que los vuelven insolubles en el marco del marxismo: ¿cómo es posible que las condiciones de la revolución estén más que maduras, y que la revolución tarde en llegar? La respuesta

de Trotsky es simple y radicalmente idealista: “La crisis de la humanidad se reduce a la crisis de la dirección revolucionaria.” O aún: “El principal obstáculo en la vía de la transformación de la situación prerrevolucionaria en situación revolucionaria es el carácter oportunista de la dirección del proletariado, su cobardía pequeño burguesa frente a la gran burguesía, los lazos traidores que mantiene con ésta, aún en su agonía.”

Trotsky llenaba el abismo entre sus deseos y la realidad de dos maneras: por un lado, atribuyendo a las “burocracias” obreras tradicionales el extraordinario poder de frenar la historia con sus solas fuerzas, por el otro, imaginando que las masas, a escala mundial, estaban a punto de emprender el camino de la revolución: “En todos los países el proletariado está sobrecogido por una profunda inquietud. Grandes masas de millones de hombres vienen incesantemente al movimiento revolucionario”.

Esta extraordinaria capacidad para forjarse ilusiones revolucionarias aparece en todo su esplendor en la interpretación que Trotsky hace de las huelgas de junio de 1936: “En Francia, la poderosa ola de huelgas con ocupación de fábricas, particularmente en junio de 1936, mostró bien a las claras que el proletariado estaba dispuesto a derribar el sistema capitalista. Sin embargo, las organizaciones dirigentes, socialistas, estalinistas y sindicalistas, lograron bajo la etiqueta del Frente Popular, canalizar y detener, por lo menos momentáneamente, el torrente revolucionario”.

Así nacía la contradicción entre la “madurez de las condiciones objetivas de la revolución” (las fuerzas productivas estancadas) y la inmadurez de las condiciones subjetivas (las masas, potencialmente revolucionarias, eran frenadas por las burocracias).

La tesis que proclama el estancamiento definitivo de las fuerzas productivas constituye el fundamento de la visión política de Trotsky que, en 1938, creía que la revolución mundial aún estaba a la vuelta de la esquina de la historia. La cosa es paradójica pues, no solamente el marxismo no establece una relación mecánica entre crisis económica y lucha revolucionaria sino que, de manera más general, postula que sólo revolucionando en forma incesante y espasmódica las fuerzas productivas –entre las cuales debe considerarse en primer lugar a los mismos productores y sus necesidades– el capitalismo

“crea sus propios sepultureros”, es decir, una clase obrera que ya no considera “las exigencias de ese modo de producción como leyes de la naturaleza”, sino que aspira a la emancipación socialista. Si por lo tanto, la tesis del estancamiento es nada menos que una justificación teórica, aunque poco convincente, de la creencia de Trotsky en un esfuerzo revolucionario inminente, la misma se funda en un sentido que ha confundido completamente a su autor sobre la contrarrevolución que siguió rápidamente a los sobresaltos de la inmediata posguerra, y que Trotsky no supo reconocer. Y si, mientras que todos los fuegos encendidos por el incendio de Octubre estaban desde hace rato extinguidos, y mientras el capital se preparaba a lanzar en una segunda guerra mundial a un proletariado políticamente liquidado, Trotsky continuaba proclamando que la revolución estaba cerca, es porque él creía no solamente en este estancamiento, sino también en no se sabe cuál ley trascendente de la historia que habría encomendado al proletariado ya no liberarse a sí mismo de la opresión burguesa sino liberar a las fuerzas productivas materiales aprisionadas en las tenazas del capitalismo por medio de un nuevo esfuerzo económico, concepción del “socialismo” calcada de la misión burguesa que incumbía a la revolución rusa.

He aquí porqué la revolución se le presentaba como lava incandescente recubierta apenas por la camarilla estaliniana en Rusia, cuya caída inminente Trotsky preveía, y por las burocracias obreras de Occidente. Un pequeño esfuerzo revolucionario bastaría para reencender la hoguera. Y esto sólo podía hacerse “superando la contradicción” entre la madurez de la revolución y la crisis de la dirección revolucionaria.

Agitándose desesperadamente en plena contrarrevolución, y él mismo víctima de la contrarrevolución, Trotsky contribuía a demoler todavía más el bagaje doctrinal del marxismo, sugiriendo que podían existir situaciones revolucionarias, o más aún, una situación mundial revolucionaria, sin que esto implicara el reagrupamiento de por lo menos una fracción de las masas obreras en torno del Partido. El Partido, en lugar de ser el producto necesario de las luchas de clase, devenía así en un deus ex machina histórico que con sus solas fuerzas debía superar finalmente la crisis histórica de la humanidad. Una concepción semejante se hundía en el idealismo más disparatado. Al

no haber comprendido que eran las mismas masas proletarias quienes habían sido irremediablemente derrotadas con la desbandada oportunista de la Tercera Internacional, y que los partidos estalinianos finalmente no eran más que la expresión de sus ilusiones democráticas y nacionalistas, Trotsky se volvía un obstáculo para la reorganización de las escasas fuerzas revolucionarias que habían sobrevivido al desastre, al defender una concepción completamente voluntarista del partido.

Las fuerzas productivas han cesado de crecer; las masas son pues potencialmente revolucionarias y sólo se trata de crear un partido.

Ese partido defenderá un programa de transición que se ha vuelto necesario por el carácter particular del período de decadencia del capitalismo. “La Internacional Comunista ha entrado en el camino de la socialdemocracia en la época del capitalismo en descomposición, cuando a éste no le es posible tratar de reformas sociales sistemáticas, ni de la elevación del nivel de vida de las masas, y cuando la burguesía retoma siempre con la mano derecha el doble de lo que diera con la izquierda (impuestos, derechos aduaneros, inflación deflación, aumento del costo de vida, desocupación, reglamentación policíaca de las huelgas, etc.); cuando cualquier reivindicación seria del proletariado y hasta cualquier reivindicación progresiva de la pequeña burguesía, conducen inevitablemente más allá de los límites de la propiedad capitalista y del Estado burgués”.

Defendiendo a las masas contra la decadencia que el capitalismo les impone, la Cuarta Internacional cumple al mismo tiempo su tarea revolucionaria, para Trotsky, la simple defensa intransigente de las masas conduce “inevitablemente más allá de la propiedad capitalista” porque el capitalismo ya no puede otorgar nada más.

Esta concepción tiene evidentemente su lógica, pero parte de premisas falsas y entra pura y simplemente en contradicción con los hechos. El capitalismo contemporáneo, lejos de no poder conceder a las masas nada más, se vuelve él mismo reformista y trata, en tanto que la prosperidad lo permita, de remediar los males más insoportables que él mismo engendra. ¿Cuándo sino, en la historia del capitalismo, el régimen se ha vanagloriado de una “legislación del trabajo” tan progresista en materia previsional (seguridad social), asistencial (desocupación, vivienda, maternidad, etc.) y reglamentación de las relaciones entre empresarios y asalariados (preavisos, contratos de todo tipo, comprendida... la escala móvil de hecho), si no es en la época de Trotsky, en la Alemania fascista y, después de la segunda guerra mundial, en la mayoría de los países avanzados? Aquí no se trata de embellecer todas estas medidas de “protección social” que, dirigidas esencialmente a proteger al mismo capital de los asaltos de la clase obrera, llevan la marca de la irremediable mezquindad y estrechez burguesas. Mucho menos se trata de olvidar su carácter contrarrevolucionario en tanto que contrapartidas materiales de la renuncia de los obreros a su libertad de librar la lucha económica (por no decir nada de sus aspiraciones revolucionarias) y por lo tanto como pilares de la dominación burguesa.

Solamente se trata de establecer que la definición del capitalismo de la era imperialista como un régimen que, después de la edad de oro del reformismo coincidente con la fase democrática e idílica del ciclo burgués, se caracterizaría por el abandono puro y

simple de la clase asalariada a la sed de plusvalía absoluta de los patrones, a los caprichos del mercado y a los vaivenes de la existencia, es falsa y antihistórica.

Es por lo tanto, sobre la base de esta visión general de la historia del capitalismo, que Trotsky propone su programa de transición. No solamente las premisas son totalmente falsas, sino que el mismo razonamiento es completamente ilógico, y revela más bien una paradoja: en el momento en que afirma que el capitalismo está viviendo sus últimas horas, forzado a oponer un rechazo categórico a las reivindicaciones obreras en general, Trotsky propone un programa... intermedio! Es necesario pensar que el mismo Trotsky era víctima de esa impaciencia histórica que había denunciado como la característica del oportunismo, y que lo impulsaba entonces a buscar éxitos inmediatos a cualquier precio, y por lo tanto a plantear un programa de reivindicaciones “transitorias”. De otro modo, el autor de Terrorismo y Comunismo, jamás se hubiera deslizado a esta falta de lógica: invocar la crisis final del capitalismo para proponer un programa de... transición! Es justo preguntarse qué hubiese sido necesario para que el jefe de la Cuarta Internacional se decidiera a adoptar de una vez por todas el programa máximo.

La polémica de los revolucionarios contra los reformistas es bien conocida: unos luchan por la conquista del poder político por el proletariado como condición sine qua non para la transformación social; los otros proponen reformas políticas que presuntamente facilitarían el acceso al poder de partidos supuestamente decididos a aplicar en el seno de la sociedad capitalista, un programa económico y social que la conduciría paulatinamente al socialismo.

El programa de transición da muestra de una cierta originalidad: no le propone al proletariado luchar por reformas constitucionales, sino establecer, en un primer momento una situación de doble poder. Y su vocabulario tiene poco que ver con el del reformismo socialdemócrata: no cesa de hablar de piquetes de huelga, de milicia obrera, de soviets, etc..., y baja directamente de los congresos de la Tercera Internacional. Sin embargo, los marxistas saben por experiencia que las palabras más sonoras pueden esconder los pensamientos más vacíos, y el vocabulario revolucionario, las intenciones más moderadas.

Por lo tanto conviene tomar distancia de las declamaciones revolucionarias y considerar fríamente el razonamiento político.

“Es necesario ayudar a las masas, en el proceso de sus luchas cotidianas a encontrar el puente entre sus reivindicaciones actuales y el programa de la revolución socialista”, dice Trotsky en el pasaje que ya hemos citado. Y este puente, entre las reivindicaciones actuales y el programa de la revolución socialista, Trotsky pretende construirlo proponiendo un “sistema de reivindicaciones transitorias”. La imagen es seductora; pero detrás de la imagen está este razonamiento político: el programa de transición se sitúa “entre” las reivindicaciones inmediatas y el programa de la revolución socialista. Se encuentra entre las reivindicaciones inmediatas y el objetivo final. Si bien el vocabulario poético podría calificarlo de puente, el vocabulario político tradicional del marxismo lo designa como un programa intermedio. Y si necesitáramos una imagen para designar los programas intermedios, más que la de puente, preferiríamos la de barrera.

Nuestra crítica se ubicará alrededor de dos puntos: uno, el programa de transición no es el programa de la revolución socialista, más bien silencia los aspectos fundamentales del programa comunista y leyéndolo es imposible hacerse una idea del objetivo final de los comunistas; y dos, las reivindicaciones planteadas por Trotsky para elevar la conciencia de las masas, lejos de facilitarles la tarea, las extravían en caminos secundarios, y siembran en ellas ilusiones nocivas para la revolución.





La escala móvil de salarios



Para elevar el nivel de conciencia de las masas, los trotskystas se proponen hacer propaganda permanente sobre la “escala móvil de salarios”. ¿En qué sentido puede ayudar a las masas, esta reivindicación, para “hacer de puente” entre sus reivindicaciones inmediatas y el objetivo final? Lo menos que se puede decir es que esto no está para nada claro. ¿Se pretende explicar a los obreros que ninguna reforma de la sociedad capitalista los pondrá a cubierto de las perpetuas fluctuaciones del salario que constituyen su ley ineluctable?

Pero entonces, el medio elegido parece poco propicio. ¿Se pretende demostrar al obrero, cada vez más claramente, que su situación es insostenible no porque el capitalismo tiende periódicamente a hacer bajar los salarios sino por el hecho mismo de la existencia del asalariado? ¿Se quiere demostrar que el único desenlace lógico de la lucha por los salarios es la lucha por la abolición del asalariado? Pero entonces la propaganda parece muy poco apta. ¿Se los quiere deslumbrar con la irreductible oposición entre el partido del proletariado comunista y todos los otros partidos de la sociedad burguesa? Pero entonces, ya que los partidos obreros burgueses tradicionales, preocupados por las “anomalías” que pueden perturbar la seguridad de la explotación, reclaman, ellos también, la escala móvil de salarios, la receta no parece la más indicada, tanto más cuanto que la legislación burguesa que prevé tal o cual porcentaje de incremento anual de salarios por adelantado, es decir sin que la presión sindical de los asalariados se haya manifestado a través de huelgas, constituye una forma de escala móvil cuya eficacia a los fines de la paz social es más que innegable.

La escala móvil de salarios que le garantizaría a la clase obrera un statu quo permanente en la sociedad burguesa, que le prometería de conjunto una explotación sin sobresaltos, triste y continua, no solamente es imposible: es una cínica condena de todas las aspiraciones pasadas y sobre todo futuras (sino presentes) del proletariado a la emancipación por el socialismo.

La propaganda de los comunistas no solamente debe tender a persuadir a los obreros que el nivel de su salario depende de la relación de fuerzas entre su clase y la clase enemiga y por lo tanto de su combatividad y que, en tanto que resultado de esa relación, será tanto más fácilmente cuestionado cuanto más confíen en el Estado para forzar a los patrones a reajustar los salarios en función del costo de vida. La propaganda de los comunistas debe agitar, detrás de las reivindicaciones inmediatas, la reivindicación suprema de la abolición del asalariado y no formular las primeras de manera contradictoria con la segunda. Ahora bien, la propaganda por la escala móvil de salarios que levantan ciertos partidos obreros burgueses tiende a los efectos contrarios: deja entrever la posibilidad de que el Estado capitalista pueda garantizar el nivel del salario independientemente de la presión que las luchas reivindicativas ejercen sobre él, e incluso independientemente de la coyuntura económica; luego, esto significa que en la lucha inmediata que opone a patrones y asalariados, el Estado podría por principio y de manera constante, tomar partido por los asalariados, mientras que en realidad sólo lo hace en la medida en que esto es indispensable para la paz social y sólo en las fases de expansión. Bajo el ángulo que se la considere, la reivindicación de la escala móvil, invento especial creado con el objetivo de “elevar” la conciencia de las masas, no tiene otro resultado más que el de sembrar la confusión, y aunque considerada como la vía al doble poder y situada por encima de las luchas inmediatas, tal reivindicación puede perfectamente ser admitida por obreros que no estén dispuestos todavía a lanzarse a las luchas inmediatas.

Es inútil agregar que la reivindicación de la escala móvil de salarios, reivindicación defensiva en un período de decadencia capitalista, tal como es concebida por Trotsky, pero suficiente para movilizar a las masas por el hecho mismo de esta crisis, se vuelve simplemente reaccionaria en un período de expansión.





El control obrero



Entre las reinvidicaciones “transitorias”, Trotsky inscribe además la del “control obrero”. No más que la precedente, esta reivindicación difícilmente puede servir para ayudar a las masas a “hacer el puente” entre sus reivindicaciones inmediatas y el programa de la revolución socialista. Al contrario, la reivindicación del “control obrero”, que tiene su historia, siembra la más lamentable confusión. Entre las reivindicaciones inmediatas y el objetivo final, el control obrero no constituye de ninguna manera una transición, sino más bien una vía muerta. La experiencia del movimiento proletario da fe de ello: los gobiernos burgueses jamás vacilaron en legalizar los comités de fábrica o los “soviets” reducidos a tareas administrativas: en las épocas de explotación pacífica, los burgueses, evidentemente, no son entusiastas defensores del control obrero, pero están dispuestos a plegarse a esta reivindicación en los momentos de tormenta social porque saben que la misma es un freno a la revolución.

Cuando se desencadenan huelgas de cierta envergadura, y los obreros ocupan en masa las fábricas, la consigna de control obrero revela verdaderamente su contenido reaccionario. Con la máquina productiva paralizada, los proletarios deben encargarse por sí mismos de organizar el aprovisionamiento, este es un aspecto; un segundo aspecto es que pueden verse obligados a poner en marcha

tal o cual instalación, por razones de seguridad o de higiene.

Pero cuando un partido proletario, y este es un tercer aspecto absolutamente diferente de los dos primeros, inscribe en su programa el control obrero de las empresas, como reivindicación proletaria que supuestamente debería conducir a la revolución, se trata de una traición pura y simple a la revolución.

Todo burgués sabe perfectamente que en las épocas de crisis le es posible tolerar las más grandes conmociones en la vida ordinaria de las empresas y del aparato económico en su conjunto. Las conferencias gerenciales, los discursos sobre la producción obrera no le hacen olvidar que aún tiene en sus manos una garantía decisiva, el Estado, y éste está listo para apoyar y alentar todas las iniciativas capaces de desviar a las masas de la insurrección. Los marxistas, por su parte, saben perfectamente que su deber es el de excitar la

energía revolucionaria de las masas y el de permitirles alcanzar su

objetivo: la destrucción del aparto del Estado. Toda ilusión sobre la

posibilidad de gerenciar o de reorganizar la sociedad antes de la conquista

del poder político debe ser combatida con la mayor energía:

primero la insurrección, y todo para la insurrección.

“La elaboración de un plan económico, así sea el más elemental,

desde el punto de vista de los intereses de los trabajadores y no de

los explotadores, es inconcebible sin control obrero, sin que la mirada

de los obreros penetre a través de los resortes aparentes y ocultos

de la economía capitalista. Los comités de las diversas empresas

deben elegir, en reuniones especiales, comités de trusts, de ramas de

la industria, de regiones económicas, en fin, de toda la industria

nacional, en su conjunto. En esa forma, el control obrero pasará a ser

la escuela de la economía planificada. Por la experiencia del control,

el proletariado se preparará para dirigir directamente la industria

nacionalizada cuando la hora haya sonado”.

¿Cómo puede pensarse que escuchando las quejas de sus patrones

o descubriendo pequeñas estafas en el seno de la gran estafa

histórica que es el capitalismo, los obreros aprenderán a administrar

la economía planificada? Administrando las fábricas capitalistas, los

obreros no pueden aprender nada que sea preparatorio para el socialismo,

pues el socialismo no es otra cosa que la destrucción de la

economía por empresas y él mismo liquidará, precisamente, los

mecanismos económicos que supuestamente deberían aprender.

Como lo testimonian los “estatutos” de la Cuarta Internacional,

Trotsky creía resumir en su plataforma “la experiencia internacional”

del movimiento comunista, “particularmente la que deriva de las

conquistas socialistas de Octubre”. Es cierto que el control obrero

figuraba entre las medidas inmediatas tomadas por el partido bolchevique

después de la victoria de la insurrección en Rusia.

Trasplantar pura y simplemente esta medida a un programa válido

para un período preinsurreccional, por un lado, y para países de capitalismo

avanzado, por el otro, significaba, no utilizar la grandiosa

experiencia revolucionaria de los bolcheviques, sino hacer de ella un

doble contrasentido de los más groseros. En primer lugar en la revolución

bolchevique, el control obrero entra en un programa general

de reorganización de la industria y del comercio (sindicalización obligatoria),

de requisas y confiscaciones y sobre todo de tentativa de

reglamentación del conjunto de la economía que, siendo modestos

respecto de los objetivos socialistas supremos no le va en zaga al

programa del poder proletario y tampoco al de no se sabe que inestable

“doble poder”. En segundo lugar este programa define no los

objetivos socialistas inmediatos sino los objetivos limitados de la

revolución doble, que al no poder destruir las relaciones capitalistas

de producción, se propone simplemente “controlarlas” de manera de

“conjurar la catástrofe inminente” a la espera del refuerzo que brindaría

la revolución internacional. En Rusia, el “control obrero” iba a

la par con el mantenimiento de los empresarios a la cabeza de las

empresas por un lado y, por el otro, con un centralismo estatal al

menos de principio que impide considerarlo como un “socialismo de

empresa” a la manera anarcosindicalista. Desaparecida la necesidad

de mantener a los empresarios al frente de las empresas como en

Rusia; borrado, además el principio centralista que constituye un

principio del socialismo en cualquier estadio de la evolución económica

en que se encuentre, pero que halla condiciones de aplicación

tanto más favorables cuanto más avanzado esté ese estadio, como

en Occidente; disimulado, finalmente, el hecho de que la instauración

de la dictadura política es una condición previa para la aplicación de

la más mínima medida (incluso no directamente socialista) de reorganización

económica, la reivindicación de “control obrero” debía

necesariamente perder consistencia y, peor aún, favorecer las peores

ilusiones sobre las tareas tanto políticas como económicas del proletariado

en los países de capitalismo avanzado, de revolución socialista

pura. Es el triste papel que cumple en el “programa de transición”.





La expropiación



Si hacía falta poner de relieve hasta qué punto es ruinosa la adopción

de un programa de transición y cómo las medidas que parecen

conducir al objetivo final pueden, por el contrario, significar obstáculos

en su camino, no se podría encontrar una mejor ilustración

que el pasaje que Trotsky consagra a “la expropiación de los bancos

privados” y a “la estatización del sistema de crédito”. Como “medida

transitoria” dirigida a elevar la conciencia de las masas, Trotsky

propone reivindicar la “expropiación de ciertas ramas de la industria

entre las más importantes para la existencia nacional o de ciertos

grupos de la burguesía entre los más parasitarios”. En realidad, una

reivindicación semejante no constituye por nada del mundo un

medio para “ayudar a las masas” a comprender la necesidad del

socialismo. Reclamar del Estado burgués que asuma por sí mismo

la administración capitalista de las empresas “más importantes para

la existencia nacional” significa contribuir a todo lo que se quiera

salvo ayudar a las masas a “hacer el puente entre sus reivindicaciones

inmediatas y el objetivo final”. La medida es tan... transitoria que

la misma no sale un ápice del marco ordinario de las reformas burguesas,

o, como dicen esos señores, de la política de extensión del

sector estatizado. Mejor aún: la adopción de una medida tal, acompañada

de las “racionalizaciones necesarias” que organizaría la burguesía,

sería el mejor medio de desacreditar a los ojos de las masas

todo lo que se le hubiera presentado como una reivindicación “transitoria”

hacia el socialismo.

“Sólo el ascenso revolucionario general del proletariado puede

poner la expropiación general de la burguesía en el orden del día. El

objeto de las reivindicaciones transitorias es el de preparar al proletariado

a la resolución de esta tarea”. Cómo puede, el pasaje a manos

del Estado capitalista de ciertas ramas de la industria –pasaje que a

menudo se acompañará de una explotación exacerbada y que sólo

“socializa” el pasivo- “preparar al proletariado” a resolver el problema

de la expropiación general de la burguesía, es algo que no se

puede comprender de ninguna manera. Lo que sí, por el contrario,

aparece claramente, es el peligro que constituye el razonamiento

oportunista que cree inteligente escrachar a “los capitalistas más

parasitarios” con el fin de elevar la conciencia de las masas y que en

realidad no puede tener otro resultado más que el de desembarazar

al capitalismo de sus taras más aparentes (especulación y abusos)

dejando subsistir la explotación.

“Para crear un sistema único de inversión y de crédito, según un

plan racional que corresponda a los intereses de toda la nación es

necesario unificar todos los bancos en una institución nacional

única. Sólo la expropiación de los bancos privados y la concentración

de todo el sistema de crédito en manos del Estado pondrá en las

manos de éste los medios necesarios, reales, es decir materiales, y

no solamente ficticios y burocráticos, para la planificación económica.

La expropiación de los bancos no significa en ningún caso la

expropiación de los pequeños depósitos bancarios. Por el contrario

para los pequeños depositantes la banca del Estado única podrá

crear condiciones más favorables que los bancos privados. De la

misma manera sólo la banca del Estado podrá establecer para los

campesinos, los artesanos y pequeños comerciantes condiciones de

crédito privilegiado, es decir, barato. Sin embargo, lo más importante

es que, toda la economía, en primer término la industria pesada y

los transportes, dirigida por un Estado mayor financiero único, sirva

a los intereses vitales de los obreros y de todos los otros trabajadores”.

Esta vez, por cierto, Trotsky estima que para la realización de

ese programa extraordinario, la toma del poder por los trabajadores

es absolutamente necesaria.

A fuerza de proponer transiciones intermedias entre las luchas

inmediatas y el objetivo final, Trotsky termina por plantear reivindicaciones

que no sólo no salen del marco del capitalismo sino que

destruyen el análisis de ese modo de producción aportando una

repugnante propaganda de bienestar mercantil y nacional. Esas

medidas de transición hacia el socialismo brindan la imagen del capitalismo

de Estado más acabado, más popular y por consiguiente más

bárbaro. “Para crear un sistema único de inversión y de crédito,

según un plan racional que corresponda a los intereses de toda la

nación...” Nos parece estar escuchando a algún ejemplar de la fauna

política de la sociedad burguesa, cualquiera, salvo un comunista.

Para los comunistas –es necesario repetirlo hasta el cansancio– no

puede existir jamás y en ningún lado “plan racional” alguno que se

apoye en el crédito. El crédito en particular y el dinero en general no

son “herramientas” de las cuales podría servirse el proletariado planificador,

ni siquiera bajo la dirección de un “estado mayor financiero

único”, sino relaciones de producción; la existencia del dinero y

del crédito es absolutamente incompatible con todo plan racional;

esta existencia demuestra que la sociedad no está organizada según

un plan consciente, que los hombres no dominan sus relaciones

sociales sino que son dominados por ellas. Este es un punto elemental

y al mismo tiempo fundamental de la doctrina marxista, pisoteada

por toda la contrarrevolución contemporánea, de la que Trotsky

se vuelve aquí un lamentable compañero de ruta.

Para los comunistas, no sólo no existe ningún plan racional de

empleo estatal del crédito –salvo en la propaganda burguesa de los

Estados modernos democráticos y fascistas– sino que más aún ellos

consideran como una vergüenza pura y simple proponerse realizar

sea lo que sea que corresponda a los “intereses de la nación”. Las

naciones se constituyeron en Europa sobre las ruinas del sistema

feudal y son un producto de la época burguesa. La nación es un conjunto

mercantil cuyos intereses son los de la burguesía y no los del

proletariado. Los intereses del proletariado trascienden los diferentes

intereses nacionales opuestos y hostiles y por esto es internacionalista

y apunta a la destrucción de las naciones. Esto es el ABC del

marxismo. No se le puede asignar al proletariado el papel de “defender

los intereses de toda la nación”, salvo aquél que haya caído hasta

el fondo del abismo del oportunismo.





La alianza de obreros y campesinos



Puesto que la tarea del proletariado es defender los intereses de

toda la nación, nada más natural que el programa de transición consagre

un capítulo a la alianza de obreros y campesinos. Después de

haber establecido correctamente la distinción entre el proletariado

urbano y rural, por un lado y la pequeña burguesía por el otro, aunque

sin sacar las consecuencias de ello, Trotsky agrega: “Las secciones

de la Cuarta Internacional deben, de la manera más concreta

posible, elaborar programas de reivindicaciones transitorias para los

campesinos y la pequeña burguesía urbana correspondiente a las

condiciones de cada país”. El término “transitorio” tiene aquí una

extraordinaria... elasticidad. Esgrimiendo el control obrero y la escala

móvil de salarios, se proponía “transitar” hacia el “socialismo”;

pero proponiendo a la pequeña burguesía un programa de crédito

barato, también se “transita”, salvo que en una dirección completamente

opuesta al socialismo, aunque este no fuera más que un equivalente

de “capitalismo de Estado”. “Mientras el campesino siga

siendo un pequeño productor ‘independiente’, tiene necesidad de

crédito barato, de precios accesibles para las máquinas agrícolas y

los abonos, de condiciones favorables de transporte, de una organización

honesta para la comercialización de los productos agrícolas.

Sin embargo los bancos, los trusts y los comerciantes extorsionan

al campesinado por todas partes. Sólo los mismos campesinos

pueden reprimir este pillaje, con la ayuda de los obreros. Es necesario

que comiencen a actuar comités de campesinos pobres que,

junto a los comités obreros y los comités de empleados de banco,

tomen en sus manos el control de las operaciones de transporte, de

crédito y de comercio”. Decididamente, “hacerse cargo” del crédito

y de las otras relaciones de producción capitalistas para la “democracia

de los productores” parece presentar, a los ojos de Trotsky,

posibilidades fantásticas o, por lo menos, insospechadas para la

doctrina clásica.

Completamente olvidada, o en el mejor de los casos ridiculizada,

la posición tan claramente expresada por Engels en La cuestión campesina

en Francia y en Alemania: “¿Cómo ayudar al campesino, no

como futuro proletario sino como actual propietario rural sin violar

los principios fundamentales del programa socialista general?

(...) Digámoslo francamente: dados los prejuicios que les infunde

toda su situación económica, su educación, el aislamiento de su vida

y que nutre en ellos la prensa burguesa y los grandes terratenientes,

no podemos ganar de la noche a la mañana a la masa de los pequeños

campesinos más que prometiéndoles cosas que nosotros mismos

sabemos que no hemos de poder cumplir. Tenemos que prometerles,

en efecto, no sólo proteger su propiedad a toda costa contra

el empuje de todos los poderes económicos, sino también liberarles

de las cargas que ya hoy los oprimen: convertir al arrendatario

en un propietario libre y pagar sus deudas al propietario agobiado

por las hipotecas. Si pudiésemos hacerlo, volveríamos a encontrarnos

en la situación que ha sido el punto de partida de donde se ha

venido a parar forzosamente al estado de cosas actual. No habríamos

liberado al campesino; no habríamos hecho más que concederle un

respiro en la horca”.

Sería absolutamente imposible a cualquier partido pequeño burgués

renegar de la demagogia que se encuentra en el programa de

transición respecto de la pequeña burguesía campesina: el crédito

barato, las buenas condiciones de venta, el mercado serio y honesto,

nada falta en el arsenal del político ansioso de ganar votos.

Ahora bien, el marxismo siempre ha explicado que la pequeña

burguesía era reaccionaria cuando defendía sus intereses inmediatos

y que sólo podía volverse revolucionaria cuando fuera contra esos

mismos intereses, considerando sus intereses futuros, a raíz de su

paso inminente al campo del proletariado. O bien el crédito barato es

una reivindicación a la que adhiere cualquier pequeño burgués en

cualquier situación, porque la misma es una reivindicación inmediata

de la pequeña burguesía, o bien desconocemos en absoluto qué

son las reivindicaciones inmediatas. En lugar de explicar pacientemente

a la pequeña burguesía que es a causa del mecanismo de las

leyes del mercado y no a la estafa, que ella debe caer en el proletariado,

el programa de transición deja entrever que esto es consecuencia

de la maldad de los trusts; en lugar de luchar para convencerla

–lo que difícilmente tenga éxito si no es en período revolucionario–

de que sólo la destrucción de la economía mercantil puede

representar una solución a las miserias de toda la sociedad al mismo

tiempo que a sus miserias particulares, Trotsky le propone el auxilio

de los obreros para luchar contra la bancarrota! Pero Trotsky no se

dirige solamente al pequeño campesinado; su prodigalidad de crédito

barato, sin duda “popular”, no tiene límites: “...el control de los

obreros sobre los bancos y los trusts, y con mayor razón la nacionalización

de estas empresas, puede crear para la pequeña burguesía

de la ciudad condiciones incomparablemente más favorables de

crédito y de compra y venta, que bajo la dominación ilimitada de los

monopolios”. La lucha contra el capital se ha transformado en lucha

contra los monopolios. Sin embargo, Trotsky trata de blanquearse de

la acusación de antimonopolismo,1 pero lo hace de una manera que

precisamente no puede más que confirmar nuestra condena. “La

alianza que el proletariado propone no a las clases medias en general,

sino a las capas explotadas de la ciudad y el campo, contra todos

los explotadores, e incluso los explotadores ‘medios’, no puede fundarse

en la coacción, sino solamente en un libre acuerdo que debe

consolidarse en un ‘pacto’ especial. Este ‘pacto’ es precisamente el

programa de reivindicaciones transitorias, libremente aceptado por

las dos partes”. Una de dos: o bien las capas medias pasan al programa

del proletariado, al menos en parte, porque están obligadas

por la crisis económica, o bien firman un pacto libremente, fuera de

toda coacción, y en este caso no pueden defender otra cosa más que

sus propios intereses de clase. Un pacto “libremente aceptado por

las dos partes”, entre la pequeña burguesía y el proletariado, significa

de hecho el pasaje del proletariado al programa de la pequeña

burguesía.





El gobierno obrero y campesino



Las propuestas de alianza con las capas explotadas del campo nos

habían llevado al pantano del antimonopolismo. Aquí llegamos a la

ciénaga del frente único: el programa de transición recomienda a los

trotskistas hacer propaganda a favor de un gobierno obrero y campesino

para permitirle a las masas el comprender más fácilmente la

necesidad del comunismo. La lucha resuelta de los obreros contra el

capitalismo obligando a la pequeña burguesía a tomar partido sin

tener en cuenta sus intereses inmediatos, parece resultar demasiado

audaz al teórico del programa de transición. Ahora parece que la

expresión “dictadura del proletariado” le resulta demasiado dura.

Trotsky propone usar en la propaganda la expresión “gobierno obrero

y campesino”. Como ocurre a menudo, la voluntad de cambiar la

etiqueta no es más que la expresión del deseo de cambiar también el

contenido del frasco. “La fórmula de ‘gobierno obrero y campesino’

aparecida por primera vez en 1917 en la agitación de los bolcheviques

fue definitivamente admitida después de la insurrección de

Octubre. No representaba en este caso más que una denominación

popular de la dictadura del proletariado, ya establecida. La importancia

de esta denominación consiste sobre todo en que ponía en primer

plano la idea de la alianza del proletariado y de la clase campesina

colocada en la base del poder soviético”. Que haya sido necesario

una denominación popular para la dictadura del proletariado,

prueba a las claras que se trataba de una revolución doble, en cuyo

curso se realizaba la dictadura democrática del proletariado y de los

campesinos. En consecuencia, escribir que “la agitación bajo la consigna

de gobierno obrero y campesino mantiene en todas las condiciones

un enorme valor educativo”, significa coronar el edificio antimonopolista

de la revolución socialista en general con una una digna

cornisa oportunista. No podríamos hacer nada mejor que referirnos

aquí al discurso del representante de la izquierda marxista de Italia

en el Quinto Congreso cuando criticó la fórmula de “gobierno obrero”:

“La dictadura del proletariado; es deplorable que a esta maravillosa

expresión de Marx se la quiera tirar por la ventana en un congreso

comunista. En estas pocas palabras se expresa toda nuestra

concepción política, todo nuestro programa. Dictadura del proletariado,

esto me dice que el poder proletario se ejercerá sin ninguna

representación política de la burguesía. También me dice que el

poder proletario sólo puede ser conquistado por medio de una

acción revolucionaria, una insurrección armada de las masas.

Cuando digo ‘gobierno obrero’, se puede entender todo esto, si queremos,

pero también se puede entender cualquier otra cosa”.

Como ya lo había hecho la Tercera Internacional, el programa de

transición evidentemente entiende por “gobierno obrero” cualquier

otra cosa menos dictadura del proletariado: la fórmula de gobierno

obrero sirve para introducir el frente único; la fórmula agravada de

Trotsky, gobierno obrero y campesino, le agrega además el antimonopolismo:

“Nosotros exigimos de todos los partidos y organizaciones

que se apoyan en los obreros y campesinos, que rompan políticamente

con la burguesía y se ubiquen junto al campesinado. En

este camino de la lucha por el poder obrero prometemos un completo

apoyo contra la reacción capitalista. Al mismo tiempo desarrollamos

una agitación incansable alrededor de las reivindicaciones

que deben constituir, en nuestra opinión, el programa del ‘gobierno

obrero y campesino’”.

¿Quién, por consiguiente, debe ser obligado a reclamar la escala

móvil, la estatización del capital y el crédito popular? Los partidos

que no son comunistas, es decir, en los países avanzados los diferentes

partidos de la contrarrevolución; se trata de pedir a los diferentes

partidos burgueses que “rompan con la burguesía”! En una

palabra, una vez más es la política de frente único: yo pido a los partidos

contrarrevolucionarios que realicen un programa que no tiene

nada de socialista con el objetivo de elevar la conciencia de las

masas; o incluso, hago como si tuviera ilusiones sobre la naturaleza

de esos partidos a fin de permitirles a las masas disipar más fácilmente

sus propias ilusiones. ¿Y cuál es el resultado de la contorsión?

El partido que se pretende revolucionario es quien termina por

“hacerse ilusiones”. Juzguemos esto, sino: “¿Es posible la creación

del gobierno obrero y campesino por las organizaciones obreras tradicionales?

La experiencia del pasado demuestra, como ya lo hemos

dicho, que esto es, por lo menos, poco probable. No obstante no es

posible negar a priori, en forma categórica, la posibilidad teórica de

que bajo la influencia de una combinación muy excepcional (guerra,

derrota, crack financiero, ofensiva revolucionaria de las masas,

etc...), partidos pequeño burgueses, incluidos los estalinistas, puedan

llegar más lejos de lo que ellos quisieran en el camino de una

ruptura con la burguesía”. Se admite entonces la posibilidad de que

un partido pequeño burgués, es decir un partido que materializa la

influencia de la burguesía en el movimiento obrero, rompa con la

burguesía. ¿Quién se hace ilusiones? Trotsky, el “disipador” de ilusiones.

Toda la historia del movimiento proletario nos muestra claramente

a fracciones enteras de pretendidos “partidos obreros” rompiendo

con el comunismo, pero jamás a partidos obreros burgueses

acercándose a él.





El objetivo de los comunistas



Bajo el pretexto de ayudar a las masas a “hacer el puente” entre sus

reivindicaciones inmediatas y el objetivo final, el programa de transición

de hecho les oculta el objetivo final. Quien lea ese documento

no tendrá la menor idea de lo que será el socialismo; el programa de

“transición”, que tendría que movilizar a las masas, les ofrece la imagen

de un repulsivo capitalismo de Estado. Nada puede subrayar

mejor la ignominia de ese programa que la exposición de las primeras

medidas económicas que adoptaría un partido verdaderamente

proletario después de la toma del poder en un país avanzado, y de las

que aquí citaremos las principales:

a) “Desinversión de capitales”, es decir fuerte reducción de la

parte del producto formada por bienes de producción y no por bienes

de consumo.

b) “Elevación de los costos de producción” para poder, mientras

subsistan el salario, el mercado y el dinero, dar pagas más altas por

un menor tiempo de trabajo.

c) “Reducción draconiana de la jornada de trabajo” por lo menos

a la mitad de su duración actual, gracias a la absorción de los desocupados

y de la población ocupada hoy en actividades anti-sociales.

d) Luego de la reducción del volumen de la producción por un

plan de “subproducción” que la concentre en los dominios más

necesarios, “control autoritario del consumo” combatiendo la moda

publicitaria de los bienes inútiles, voluptuosos y perjudiciales, y aboliendo

al mismo tiempo las actividades que sirven para propagar una

ideología reaccionaria.

e) Rápida “abolición de los límites de empresa” con traslado

autoritario no del personal sino de los medios de trabajo en vista del

nuevo plan de consumo.

f) Rápida “abolición de las jubilaciones” de tipo mercantil para

reemplazarlas por la alimentación social de los trabajadores pasivos,

al menos a un nivel mínimo al comienzo.

g) “Freno a la construcción” de viviendas y lugares de trabajo en

la periferia de las grandes ciudades e incluso de las pequeñas, como

forma de encaminarse hacia un reparto uniforme de la población en

todo el territorio.

Reducción de la aglomeración, la velocidad y el volumen del tránsito,

prohibiendo aquél que es inútil.

h) “Lucha decidida contra la especialización profesional” y la

división social del trabajo por medio de la abolición de las carreras y

los títulos.

i) Más cerca del terreno político, evidentes medidas inmediatas

para poner bajo la sujeción del Estado comunista a la escuela, la

prensa, todos los medios de difusión y de información así como toda

la red de espectáculos y diversiones.

Los adoradores del progreso-económico-en-general que creen

destruido al capital en “el Estado proletario degenerado”, mientras

que todas sus “categorías” y sus “leyes” no han cesado de manifestarse,

pueden seguir perdiendo el tiempo con su dialéctica pseudo

marxista sobre “la propiedad” y “el capital”; aquí, el programa inmediato

de los comunistas se presenta como debe ser, como un trastrocamiento

de la dinámica económica propia al capital. Esto es

precisamente lo que está en la vía del objetivo final –la abolición de

las clases y el comunismo– mientras que todos los programas que

parlotean acerca de la “propiedad de Estado” y la “planificación”, al

mismo tiempo que proponen los mismos objetivos económicos

(aumento de las inversiones, disminución de los costos de producción,

aumento del empleo por medio de la industrialización, aumento

del consumo a través de la baja de precios, política de incremento

de las viviendas, y democracia política!) permanecen encerrados

miserablemente dentro de la visión capitalista y de un trazo definen

a los partidos que no son más que los guardaespaldas del orden

establecido!

Tan larga como sea la vía que conduzca de la sociedad dividida

en clases a la sociedad comunista, en la que aquellas habrán desaparecido,

y las etapas que lleven a ella, dos cosas son seguras: primero,

la reorganización económica no puede comenzar antes de la

toma del poder político por el proletariado, contrariamente a lo que

cree el inmediatismo trotskista y segundo, esta reorganización se

manifestará no por la aparición de no se sabe cuál nuevo “derecho

de propiedad”, sino por el cambio de los imperativos económicos

reales.

Toda la dinámica del capital que, por una parte incrementa sin

cesar el número de los sin reservas2 (ley general de la acumulación

capitalista) y por otra aumenta continuamente la cuota-parte del producto

social destinado no al consumo inmediato sino a la producción

(ley de la reproducción de capital), deriva del hecho que el capital

busca no el valor de uso, sino el valor de cambio; no “la riqueza

verdadera” que “se mide en tiempo disponible”, como dice Marx,

sino la plusvalía que, en tanto que fracción de valor, “se mide en

tiempo de trabajo”.

Dialécticamente, pues, el paso a la economía natural que es el

socialismo en búsqueda del valor de uso (y no del valor de cambio)

y el tiempo disponible para todos (y no la plusvalía y el beneficio)

sólo puede hacerse por medio de una racionalización de la producción

de los medios de consumo, por la disminución de la duración

del trabajo, por la reintegración a la actividad social de todos los

miembros de la sociedad que fueron excluidos por las exigencias de

la valorización del capital, por una redistribución del trabajo social

entre la producción de los medios de consumo y la de los medios de

producción apta para asegurar tiempo disponible para todos (y por

último por la abolición de la democracia política y... cultural!). Dado

que es la búsqueda de valor y de plusvalía lo que impulsa al capitalismo

a diversificar continuamente la producción de los bienes de

consumo a fin de “crear la necesidad de producción” ya que “no produce

para las necesidades”, la ruptura con la búsqueda de valor y de

plusvalía se manifiesta ya en la destrucción de las ramas de producción

inútiles y perjudiciales que el capitalismo ha desarrollado

ampliamente en las últimas décadas y hace que los imbéciles hablen

de “sociedad de consumo”. Dado que es la misma búsqueda de valor

y de plusvalía la que obliga al capitalismo, por un lado, a economizar

al máximo el trabajo vivo aumentando su productividad gracias a

inmensas inversiones de capital fijo y, por otro, a echar a la calle las

fuerzas de trabajo excedente, romper ya con la producción de valor

y de plusvalía, equivale, por una parte, a frenar la monopolización de

una fracción creciente de trabajadores de la rama que produce los

medios de producción, reintegrar a los desocupados en la actividad

social, y determinar la duración del trabajo en función de las necesidades

del consumo y de ahorro de la sociedad, y, por otra, en función

de la productividad del trabajo, en lugar de “invertir” con el objetivo

de “emplear”.

Es así y solamente así que se destruye al capital, su monopolio,

sus categorías y sus leyes. Fuera de estas simples medidas no hay

ninguna marcha hacia el socialismo y la sociedad sin clases ni, por

lo tanto, de salud para la clase proletaria y la especie humana martirizadas

por la dictadura del capital.





Reivindicaciones inmediatas y objetivo final



Si los marxistas rechazan los programas intermedios no es solamente

porque los mismos esconden el objetivo final sino además

porque pretenden constituir un puente hacia ellos, juegan en realidad

el papel de obstáculo. Esto es evidente respecto al reformismo de los

partidos obreros burgueses tradicionales que proponen, entre capitalismo

y “socialismo”, una etapa intermedia en el plano institucional,

etapa hacia la cual la única vía admisible es, por supuesto, la que

pasa por las elecciones. También es cierto respecto al programa de

transición trotskista que pretende fijarse como objetivo, en una primera

instancia, la constitución de un “doble poder” que no podría

tener otros resultados prácticos más que el de frenar la revolución a

través de recetas pretendidamente “hábiles” como asignar a los

obreros tareas que no hacen más que debilitar sus capacidades revolucionarias

y plantear reivindicaciones que sólo siembran la confusión

en sus filas. Los comunistas luchan por la dictadura del proletariado;

son enemigos declarados de todos los buenos apóstoles que

pretenden “facilitar” la revolución y empiezan por dividirla en “etapas”,

es decir, cortarla en pedazos. Ya sea que esta división se ubique

en el plano constitucional, o que pretenda determinar una

“etapa” hacia la toma del poder, el resultado es el mismo, el procedimiento

es simplemente más pernicioso cuando se pretende luchar

en una primera instancia por un “doble poder”, como preparación

para la lucha por el poder propiamente dicho; en todos los casos, la

conclusión consciente o no es la misma: negar la revolución.

El que los comunistas rechacen los programas intermedios, no

significa concluir sin embargo, que se nieguen a plantearse toda

acción que no sea directamente la conquista del poder político.

Rechazar cualquier programa de transición no significa negar las reivindicaciones intermedias, todo lo contrario. Como no son ni utopistas

ni doctrinarios, los comunistas saben perfectamente que la participación

en las luchas inmediatas del proletariado es absolutamente

indispensable a la vanguardia comunista, que no es otra cosa más

que la fracción más avanzada del proletariado, a fin de poder guiar a

la clase en el camino de la revolución. Tampoco son reformistas, que

quisieran contener la acción obrera en los marcos pacíficos de elecciones

bien democráticas y derraman su odio sobre la revolución

cuando ella manifiesta su violencia desordenada; ni “tacticistas”

soberbios como los trotskistas que tratan a cualquier precio de hacer

pasar la revolución por su pasarela transitoria y que están decididos

por ello a extraviarse con equívocas compañías. Los comunistas son

materialistas.

Rechazando tanto “la lucha por el doble poder” como el reformismo

abierto, no excluyen a priori ninguna combinación particular

de las relaciones de fuerza entre burguesía y proletariado, y no se

atan a ninguna previsión particular sobre el curso de la lucha revolucionaria.

La lucha de clase del proletariado que nace de su explotación

puede tomar formas extremadamente diversas, según el medio y la

época, la edad o los hábitos de tal o cual fracción del proletariado, su

calificación profesional, etc... Desde la rotura de máquinas de los primeros

tiempos del capitalismo a los piquetes de huelga; de la lectura

de periódicos políticos a la preparación de la insurrección por los

obreros comunistas, la acción del proletariado puede ser de una

diversidad infinita y utilizar formas de lucha muy variadas.

Los comunistas no eligen un período histórico, de una vez para

siempre, como lo hacen los trotskistas con su control obrero calcado

de la época de la revolución doble, ni una forma particular de

lucha; tampoco concentran su propaganda, para toda una época histórica,

sobre un objetivo supuestamente ubicado entre las luchas

inmediatas y el objetivo final. Tienen en cuenta todas las formas de

lucha reales de la clase obrera, y todos los grados de energía revolucionaria que las mismas traducen, y formulan sus consignas en consecuencia; en este dominio no hay regla absoluta que pueda ser aplicada a todos los casos particulares.

Los marxistas no inventan formas de lucha; se limitan, como dice Lenin, a “generalizar, organizar, hacer conscientes las formas de lucha de clase revolucionarias que surgen espontáneamente en el curso mismo del movimiento”. Por consiguiente, su papel consiste en encontrarse a la cabeza de las masas en lucha en la ofensiva y en la defensiva, sin perder de vista jamás el objetivo final: la conquista del poder político. Su perspectiva por lo tanto es: huelga económica parcial, huelga general, huelga política general, insurrección armada.

En esta línea, puede haber, y de hecho hay, avances y retrocesos, pero jamás la perspectiva puede ser diferente. Proponerse hacer propaganda primero por la institución de un doble poder, significa desviar al proletariado de la vía maestra, sabotear la revolución. Es imposible saber de antemano cuáles serán los ritmos y las peripecias de las revoluciones por venir; pero el proletariado fuera de toda perspectiva gradualista o gestionaria o (¿quién sabe?) de constitución de un gobierno obrero que “rompería con la burguesía sin sacudidas revolucionarias” debe ser educado por los verdaderos comunistas

con el deseo de golpear en el corazón de su enemigo, apuntando a la insurrección.





Partido, insurrección y dictadura del proletariado



Ahora bien –un programa es a menudo tan interesante por lo que dice como por lo que no dice– el “programa de transición” no habla en ninguna parte de la insurrección y sólo menciona la dictadura del proletariado una sola vez, en un incidente, sin dar de ella la menor definición política sino solamente una definición formal: los soviets.

El “programa de transición”, por lo tanto, silencia completamente que en el marxismo clásico, lo que constituyen las tareas políticas supremas y distintivas del partido comunista, son: 1º) La organización de la insurrección del proletariado sin la cual no hay ni derrocamiento del poder burgués ni instauración del poder revolucionario ni, por tanto, la posibilidad para el partido de aplicar su programa; 2º) El ejercicio del poder sin compartirlo con ningún otro partido. Este principio que no corresponde a un “ideal político” (noción totalmente ajena al comunismo), sino que resulta, en primer lugar, del alineamiento fatal de todos los partidos tanto “obreros” como burgueses contra el partido insurreccionalista y comunista en el frente de la guerra civil, ya era válido en la revolución doble que no se proponía, sin embargo, un pasaje directo al comunismo, ni siquiera en su estadio inferior; pero como este principio también resulta del hecho de que la transformación comunista apunta a abolir las clases y no puede, por lo tanto, recibir contribuciones útiles de ningún partido que aspire a defender tales o cuales “derechos anteriores”, tales o cuales “ventajas adquiridas”, y por ende la existencia de tal o cual clase particular, es válido con mayor razón en la revolución socialista pura.

Un “olvido” de esta magnitud no es evidentemente fruto de la casualidad: deriva de una construcción política que se puede y se debe examinar en sí misma (aunque no sea evidentemente independiente de las concepciones “sociales” examinadas más arriba): todas las partes son solidarias y es imposible rebatir una sola sin que todo el edificio se derrumbe.

Esta construcción nació de las cuestiones teóricas y prácticas planteadas a los comunistas por la bancarrota de la Internacional Comunista.

Responde a esa bancarrota llevando hasta sus últimas consecuencias los errores de principio de aquélla. Lo que constituye la base de esto es el repudio de lo que el programa de transición llama el “sectarismo”. Poco importa saber aquí cuáles son, entre las corrientes ubicadas en esta categoría, las que merecen o no las características negativas que el trotskismo les imputa. Lo que nos interesa es que las mismas definen, a la inversa, las características positivas que, según Trotsky, distinguen al partido revolucionario.

Leyendo el punto 18º dirigido “Contra el sectarismo” se ve que todas esas características negativas3 se remiten finalmente a una sola: “una postración política que no hace más que completar como una sombra la postración del oportunismo”, es decir de los partidos de la Internacional Comunista.

Por lo tanto, lo que distingue a la corriente revolucionaria, según Trotsky, en las condiciones creadas por la victoria catastrófica del estalinismo, es el rechazo de confesarse vencido.

Un punto de partida semejante ubicaba al “trotskismo histórico” ante una alternativa cruel: o bien, renunciando al materialismo, reducía todas las características objetivas del partido revolucionario a una sola característica subjetiva: la voluntad inquebrantable de acelerar el movimiento real del proletariado; o bien intentaba darle un alcance objetivo a su crítica del “sectarismo”, pero entonces esto significaba una sola cosa: la bancarrota de la Internacional Comunista no era la manifestación del hundimiento del movimiento real del proletariado; no era la derrota de una tentativa aún demasiado débil y contradictoria para pasar del viejo social democratismo anterior a 1914 al comunismo; no marcaba el fin de toda una época histórica; no era necesario una nueva época para el reanudamiento de la lucha revolucionaria y el renacimiento del partido; estos últimos no estaban sometidos a la doble condición definida por Marx después de 1848, la Comuna y la disolución de la Primera Internacional, a saber: que la misma clase obrera se transformara en el desarrollo histórico ulterior y que, aún reducido a un puñado de hombres, el partido supiera sacar las lecciones de la contrarrevolución. Esta catástrofe no era más que un accidente de la historia. El cuerpo inicial de posiciones del movimiento ya entonces derrotado, fue traicionado, pero bastaba por completo a las necesidades del nuevo movimiento; el proletariado seguía siendo revolucionario; las tareas del partido, por lo tanto, seguían siendo las mismas que en los primeros años de la Internacional Comunista: la conquista de la clase obrera para el comunismo. Tal es el sentido desarrollado de la fórmula de la cual se sirve Trotsky para justificar la constitución de la Cuarta Internacional, pero que es una contra verdad flagrante: “La lucha de clases no tolera interrupción”.4

A menos de hacer abiertamente profesión de idealismo, Trotsky no podía elegir la primera solución. El escrúpulo materialista no está totalmente ausente en su construcción: al contrario, está en sentido figurado en la noción central de “período de transición”; pero como la segunda solución era también ajena al materialismo marxista, es al mismo tiempo figurado por una monstruosidad lógica. En efecto ¿qué es el “período de transición”? Como hemos visto es un período en el que la revolución debe producirse matemáticamente en razón del agotamiento del capitalismo y de “la tendencia infalible de la lucha de clases a transformarse en guerra civil en nuestra época”, pero donde la misma de todas maneras no se produce porque la orientación de las masas está “determinada, por otra parte, por la política de traición de las viejas organizaciones obreras”!

Un pudor materialista tan poco consecuente consigo mismo no llega a disimular el doble error teórico del “trotskismo histórico” en la cuestión central del partido: primero cree que la influencia de la voluntad de éste sobre el curso real persiste metafísicamente siempre idéntica a sí misma, mientras que –como todo en este mundo– ella tiene su movimiento dialéctico propio, cayendo a cero en las fases de reflujo o de estancamiento de la lucha de clases real para culminar en los raros momentos de crisis revolucionaria aguda; error banal del activismo. Segundo, no comprende que la voluntad del partido jamás vale más que su conciencia, que la misma no se ejercerá nunca en favor del comunismo si los principios políticos comunistas se han borrado de esta conciencia, error desastroso del oportunismo. El “programa de transición” manifiesta crudamente este doble error. Al comienzo, en efecto, se propone simplemente apurar la realización de los objetivos políticos del comunismo (“la tarea del programa de transición consiste en una movilización de las masas por la revolución proletaria”); pero al final no dice una palabra sobre esos objetivos, que son la insurrección y la dictadura del proletariado.

Partir de la preocupación de apurar el proceso real y no de comprenderlo, es la dinámica propia del activismo. Conduce, como se ve, a renegar los principios (principio es sinónimo de objetivo), lo que es propio al oportunismo. Pero este desenlace no es en absoluto ocasional: el valor imperativo de los principios deriva del hecho de que los mismos resultan de la inteligencia del proceso real. El activismo, a quien poco le importa adquirir esta inteligencia, y solamente quiere actuar, no está en condiciones de reconocer este valor. El activismo

es por esencia oportunista.

Pero dejemos al “programa de transición” el trabajo de probar lo que decimos. Como dijimos, sólo una vez se habla allí de la dictadura del proletariado, y en un incidente. ¿Cuál? Trotsky está tratando de explicar el valor “educativo” del programa de reivindicaciones transitorias, de la consigna de gobierno obrero y del hecho de exigir que ese gobierno adopte este programa; se choca entonces con una objeción evidente: qué pasaría si a pesar de la experiencia anterior que vuelve al asunto poco creíble, un gobierno semejante fuera creado de todas maneras (por ejemplo como consecuencia de circunstancias excepcionales) por las organizaciones obreras tradicionales a las que precisamente se trata de desenmascarar, ¿qué quedaría del “valor educativo”? Y Trotsky elimina la objeción diciendo: “En todo caso, hay algo que está fuera de duda: incluso si esta variante poco creíble se realizara en alguna parte y un gobierno obrero y campesino se estableciera de hecho, el mismo no representaría más que un corto episodio EN EL CAMINO DE LA VERDADERA DICTADURA DEL PROLETARIADO”.

No solamente es la única alusión de todo el programa a lo que no es simplemente una perspectiva vaga sino una reivindicación central del comunismo, sino incluso es una alusión tan ambigua que la misma sugiere que existen dos tipos de dictadura del proletariado: ¡una falsa y una verdadera! No cedamos a la tentación de forzar a Trotsky, ya metido hasta el cuello en sus vanos esfuerzos por demostrar que su programa social transitorio no es un vulgar programa mínimo del más puro estilo socialdemócrata, a enredarse aún más pidiéndole que distinga una dictadura de la otra por las medidas sociales que sería susceptible de tomar5. Permanezcamos sobre el terreno estrictamente político. Busquemos qué caracterización propiamente política da de esta “verdadera” dictadura.

Desde la Comuna de París, es decir desde hace más de un siglo, la única característica de la dictadura del proletariado que no se encontraba aún consignada en el Manifiesto de 1848, a saber, que se trata de un poder surgido de una lucha armada, de una insurrección, se volvió parte integrante del marxismo6. En cuanto al rol del partido en esta lucha armada, se encuentra definido de una vez para siempre en la célebre carta de Lenin “El Marxismo y la insurrección”: “Una de las peores deformaciones del marxismo cometidas por los partidos ‘socialistas’ dominantes, quizá la más difundida (N.d.R.: seguramente lo es hoy) es la mentira oportunista que pretende que preparar la insurrección y, de una manera general, considerar la insurrección como un arte, es ‘blanquismo’ (...) ¿Puede haber deformación más flagrante de la verdad? Ningún marxista podrá negar que el mismo Marx se pronunció de la manera más precisa, más neta y más categórica sobre esta cuestión, denominando a la insurrección, justamente, un arte (...) Para triunfar, la insurrección debe apoyarse no sobre un complot, no sobre un partido, sino sobre la clase de vanguardia (N.d.R.: subrayado por nosotros). Este es el primer punto.

La insurrección debe apoyarse en el esfuerzo revolucionario del pueblo7.

Segundo punto. La insurrección debe apoyarse en un viraje decisivo en la historia de la revolución ascendente, cuando la actividad en las filas avanzadas del pueblo es más grande, y cuando las vacilaciones en las filas de los enemigos y en las filas de los amigos débiles, inseguros e irresolutos de la revolución son más fuertes.

Tercer punto. El marxismo se distingue del blanquismo, justamente porque formula estas tres condiciones al plantear el problema de la insurrección. Pero una vez reunidas estas condiciones, negarse a ver la insurrección como un arte, significa traicionar al marxismo, traicionar la revolución”. (Pasajes subrayados por Lenin).

Está claro: el hecho que la insurrección deba apoyarse “sobre la clase de vanguardia” y no como en el blanquismo, “sobre un partido”, no significa de ninguna manera que deba ser abandonada a la “espontaneidad de las masas”, a la improvisación de los grupos obreros más decididos. Tampoco significa que el partido no tenga que poner la técnica insurreccional al servicio de su política revolucionaria, es decir, “considerar la insurrección como un arte”.

La continuación de la carta, dirigida al Comité Central del partido bolchevique en septiembre de 1917 lo confirma: “Y para considerar la insurrección como marxistas, es decir para considerarla como un arte, debemos al mismo tiempo (N.d.R.: al mismo tiempo que “explicamos nuestro programa” “en fábricas y cuarteles”) sin perder un minuto, organizar un estado mayor de destacamentos insurreccionales, repartir nuestras fuerzas, enviar los regimientos seguros hacia los puntos más importantes (...), detener al Estado mayor general y al gobierno (...). Debemos movilizar obreros armados, llamarlos a un último combate encarnizado, ocupar simultáneamente el telégrafo y el teléfono, instalar nuestro (subrayado en el original) estado mayor insurreccional en la Central telefónica, vincular por teléfono todos los regimientos, todos los puntos dónde se desarrolle la lucha armada.

Todo esto (...) para demostrar (...) que no se puede seguir siendo fiel

al marxismo, sin ser fiel a la revolución, sin ver a la insurrección como un arte”.

Está claro: el ejército insurreccional está integrado necesariamente por la clase pero, incluso insurreccional, un ejército no podría prescindir de estado mayor; en sentido propio, es decir militar, del término (si no en sentido figurado, es decir político, en el que ese término traduce la relación real) ese estado mayor es el partido. ¿Qué queda en el “programa de transición” de ese principio comunista destinado a la educación revolucionaria de las masas?

Cuatro líneas, como conclusión de un párrafo que trata de la necesidad de formar “destacamentos obreros de autodefensa” y una “milicia obrera” para “infligir una serie de derrotas tácticas a las bandas de la contrarrevolución”. Cuatro líneas que son como un apartado, un signo discreto destinado a los iniciados: “El armamento del proletariado es un factor integrante indispensable de su lucha emancipadora.

Cuando el proletariado lo quiera hallará los caminos y los medios para armarse. También en este dominio la dirección incumbe naturalmente a las secciones de la Cuarta Internacional”.

Trotsky conoce mejor que nadie las tareas insurreccionales del partido; pero él considera desubicado hablar claramente de ello “a las masas tal como son” en 1938: la “transición” oculta la insurrección.

Sólo que la “transición” ha durado desde hace casi treinta y cinco años, la loca pasión de entonces forzosamente ha declinado y los “signos discretos” a los iniciados son cada vez menos comprendidos por las nuevas generaciones, ya no de profanos, sino de militantes.

¿Cómo habría podido el “programa de transición” limpiar el camino al escepticismo raso que, treinta y cinco años después dice para sus adentros, e incluso proclama, que en los países capitalistas avanzados, armados hasta los dientes de nuestra era atómica, “la insurrección, es folclore blanquista”? Este es el tipo de problemas que el oportunismo activista no se plantea jamás: preocupado en “movilizar a las masas” en cualquier circunstancia, lo tiene sin cuidado desarmar al partido.

Lo menos que se puede decir es que reduciéndolo al estado de alusión, el “programa de transición” trata al principio de la insurrección en forma insolente. La desgracia es que trata peor aún al principio de la dictadura del proletariado puesto que lo reemplaza pura y simplemente por otros, como ya hemos visto.

Si el marxismo siempre definió el poder revolucionario del proletariado como una “dictadura”, no es en función de un ideal “político” a priori, sino en función de sus tareas económicas y sociales. Para destruir las relaciones capitalistas de producción, para abolir las clases, el poder proletario debe intervenir en el cuerpo de la vieja economía en forma “despótica” (Manifiesto) en el sentido que no tendrá en cuenta ningún derecho preestablecido ni, ninguna ley fija. Decir que el poder que practique esas intervenciones despóticas es una “dictadura” no significa en absoluto que se proponga de antemano aplastar por medio de la violencia, hasta con sangre, todas las resistencias de la pequeña burguesía e incluso de fracciones de la clase obrera (sean cuales fueren las circunstancias) que podrían suscitar tales medidas: semejante principio a priori es un absurdo que la burguesía le imputa al comunismo nada más que por estupidez o por odio. Esto significa, por el contrario, que el poder proletario de ninguna manera toma como ley el ceder a tales resistencias, lo que sólo la hipocresía y la estupidez burguesas pueden presentar como un “escándalo político”. Ahora bien, ¿cuál es el régimen que en teoría toma como ley ceder a las resistencias de tal o cual fracción del “pueblo”, con tal que tenga una representación política suficiente? Es la democracia parlamentaria. El poder proletario no es en ningún sentido, una democracia parlamentaria. Las intervenciones despóticas necesarias excluyen que pueda acordar a las clases no proletarias una representación política susceptible de influir en sus decisiones.

Pero el hecho de que esas intervenciones despóticas respondan a un programa preestablecido, al programa de destrucción del capital (en la revolución socialista pura al menos), que distingue al partido comunista desde que existe, excluye por eso mismo que el poder proletario se apoye en un parlamento obrero. Ningún parlamento –incluso obrero– tiene un programa preestablecido: la línea de acción que ese parlamento definiría, si existiera, si fuera posible, sería tan fluctuante e imprevisible como lo es necesariamente toda opinión parlamentaria. El poder proletario, por el contrario, es un poder que lleva adelante una lucha tan continua como posible contra todos los obstáculos que se oponen al nacimiento de la sociedad sin clases. Dentro de esta visión, la noción misma de “representación” política pierde toda significación y, al mismo tiempo, la noción corolario de que sea necesaria una división entre el “legislativo” y el “ejecutivo”.

Esto no significa que el partido comunista pueda gobernar sin vinculación con la clase proletaria, o que la dictadura del proletariado pueda tomar, aunque más no sea que exteriormente, el aspecto de una “dictadura sobre el proletariado”, para citar una fórmula vulgar a la que sólo la contrarrevolución rusa pudo asegurar el éxito que la misma tiene: esto significa que las organizaciones políticas inmediatas de la clase –por ejemplo los soviets– dejen de funcionar como parlamentos, lo que Marx y Lenin expresaban diciendo que en los órganos de poder proletario la distinción democrática entre el “legislativo” y el “ejecutivo” está abolida. Los soviets (por ejemplo) no son órganos “legislativos” en el sentido que el partido comunista no les reconoce el “derecho” de echarlo del poder; pero tampoco son órganos puramente “ejecutivos” porque sus relaciones con el partido no son las de la “obediencia” sino las de la lucha común. De la misma manera el partido no es un “ejecutivo” en el sentido en que se niega por principio a subordinar su línea de acción a las decisiones “mayoritarias” de los soviets; pero tampoco es un órgano puramente “legislativo” debido a que sus militantes luchan en todas las organizaciones de masas de la clase obrera, no sólo para explicar a sus miembros las decisiones del partido sino para hacer que se apliquen.

Esta disolución de categorías estereotipadas, abstractas y mentirosas del democratismo burgués a través de la dialéctica del marxismo revolucionario, es lo que la Tercera Internacional había tratado de expresar en lenguaje común, diciendo que “la dictadura del proletariado es una democracia para los obreros”. Lo que antecede debe mostrar que esto no era más que una grosera aproximación contra la cual, como dijo nuestra corriente, no hubiera habido objeción alguna si hubiese sido claro que “democracia para los obreros” no significaba ni podía significar “parlamentarismo obrero”.

Por desgracia, el peso del pensamiento metafísico y de la tradición democrática heredados de la burguesía era un gran impedimento para que esto fuera bien claro, como lo testimonia “el programa de transición” cuando escribe: “Ninguna de las reivindicaciones transitorias puede ser completamente realizada con el mantenimiento del régimen burgués. Además de la agudización de la crisis social aumentará no sólo el sufrimiento de las masas sino también (...) su espíritu de ofensiva (...); todos buscarán un reagrupamiento y una dirección. ¿Cómo armonizar las diversas reivindicaciones y formas de lucha (...)? La historia ya ha respondido a este problema: por medio de los soviets (Consejos) que reúnen a los representantes de todos los grupos de lucha. Nadie ha propuesto hasta ahora ninguna forma de organización y es dudoso que se pueda inventar otra. Los soviets no están ligados a ningún programa a priori. Abren sus puertas a todos los explotados. Por esta puerta pasan los representantes de las capas que son arrastradas por el torrente general de la lucha.

La organización se extiende con el movimiento y se renueva constante y profundamente. Todas las tendencias políticas del proletariado pueden luchar por la democracia de los soviets sobre la base de la más amplia democracia. Es por eso que la consigna de los soviets es el coronamiento del programa de reivindicaciones transitorias”.

Todo esto no es más que una dilución del silogismo siguiente: la realización completa del programa de transición exige el derrocamiento del régimen burgués; luego los soviets representan la democracia más amplia; por lo tanto la consigna de los soviets es el coronamiento político del “programa de transición”.

No hace falta ser sabio para darse cuenta que a este silogismo le falta un eslabón esencial. Ese eslabón es: “luego, la democracia más amplia es la condición de ese derrocamiento (y los soviets son precisamente esta democracia)”. ¿O este otro: “luego, la democracia más amplia es el régimen llamado a suceder al régimen burgués (y los soviets... etc.)”? Tal es, en todo caso la ambigüedad política mortal que “corona” dignamente este programa transitorio, tan ambiguo que no osa llamarse “máximo”, pero que tampoco quiere reconocerse como “mínimo”.

De todas maneras, “la democracia más amplia” viene a ocupar el lugar que, en el programa comunista, es ocupado por la “dictadura del proletariado”. Si los soviets son, en efecto, en un sentido, una “condición” del derrocamiento del régimen burgués, no es en absoluto porque ellos realicen una “democracia directa”, que Lenin reconoce que no puede faltar jamás en ninguna revolución, ya que la revolución es por naturaleza un fenómeno volcánico: sino porque expresan el reanudamiento (recuperación) revolucionario del proletariado cuya ventaja no es, contrariamente a lo que sugiere el pasaje citado, la de restablecer la igualdad entre los revolucionarios y los agentes oportunistas de la burguesía en el seno de la clase obrera 9 (!), sino preparar la victoria de los primeros sobre los segundos, o el aplastamiento tan poco “democrático” como sea posible de los segundos por los primeros. Dicho esto, si el pasaje significa que el régimen que sucederá al régimen burgués después de su derrocamiento, es la “amplia democracia soviética”, la ruptura con los principios es todavía más grande: veinte años antes, el mismo Trotsky sabía aún explicar en Terrorismo y comunismo que sin la insurrección, sin la “dictadura del partido”, los soviets hubieran seguido siendo “informes parlamentos obreros”. Contentarse con la consigna de soviets cuando se trata de definir la antítesis política del régimen substituir el principio comunista de la dictadura del proletariado,

del ejercicio no parlamentario del poder por el partido marxista, POR UN INFORME PARLAMENTARISMO REVOLUCIONARIO.

La forma gubernamental del parlamentarismo es la coalición, por otra parte cambiante, de varios partidos en el ejercicio del poder. Hay que reconocer que Trotsky jamás llegó a preconizar una coalición gubernamental de su partido con otros. O, más bien, jamás lo preconizó para los países “burgueses”, sin excluirla sin embargo para la URSS, ya que por una parte, él reclamaba en el “programa de transición” una “legalización de los partidos soviéticos” y por la otra se negaba a “rechazar de antemano la posibilidad en casos estrictamente determinados, de un “frente único” con la fracción termidoriana de la burocracia”.

Pero, desde que la única reivindicación política inteligible del programa de transición es “la más amplia democracia”, nada en el mundo podía impedir a los discípulos de Trotsky llevar a cabo este último resbalón.

Así es que en una nota de “la Internacional después de Lenin”, el trotskista Frank escribe hoy con atrevimiento: “En esa época, la Oposición de izquierda hacía suya la tesis del partido único en la dictadura del proletariado, aunque al día siguiente de Octubre, otros partidos que se reclamaban del socialismo, hubiesen actuado legalmente durante un período. El partido único fue el producto de circunstancias y no la consecuencia de un principio”. Este infeliz es

totalmente incapaz de comprender que lo que fue, en cierto sentido, “el producto de las circunstancias y no la consecuencia de un principio”, no es en absoluto el partido único en la dictadura del proletariado, sino más bien el partido único en la dictadura democrática del proletariado y los campesinos! En cuanto a esas “circunstancias” que él trata como puras contingencias, las mismas son en realidad el alineamiento lógico necesario de los “otros partidos” en el campo antibolchevique, tanto en el plano militar, como en el plano político! Pero el colmo es que Frank presenta las cosas como si la oposición de izquierda hubiese “tomado prestada” a no se sabe quien, (!) “la tesis del partido único en la dictadura del proletariado” que era común a todos los marxistas; en realidad, lo que había hecho la oposición era, al contrario, rechazar, ya a partir de 1905, la reivindicación de la dictadura democrática (que no excluía la participación de los socialdemócratas en el gobierno insurreccional) para poner delante la de la dictadura proletaria pura (la que sí excluía realmente la participación de otro partido que no fuera el socialdemócrata en el poder!). A pesar de este disparate, Frank continúa con toda tranquilidad: “No hay duda que en la lucha contra la burocracia, la Oposición sufrió fuertemente la presión ejercida sobre ella por esta burocracia que invocaba la unidad del partido, y que favoreció por medio de fórmulas demasiado categóricas la idea que la dictadura del proletariado implicaba el partido único (subrayado por nosotros)”. De este modo, “la idea” en cuestión no es un principio del marxismo, con implicancias, como ya hemos visto, en toda la concepción que éste tiene de la transformación social. No: es una maquiavélica invención de Stalin! Es en realidad la “burocracia”, la que renegando de la teoría leninista de la revolución democrática del proletariado y el campesinado, ha “adoptado”, en cierta forma, la teoría trotskista de la revolución permanente pretendiendo que en Rusia se trataba de “edificar el socialismo”10; pero en la representación invertida que los trotskistas contemporáneos se hacen de la realidad es, al contrario, la oposición la que, bajo la presión de la burocracia habría retomado una concepción “falsa” de la dictadura del proletariado “pretendiendo” que la misma implicaba el partido único! No hay nada de sorprendente, entonces, que Frank constate con satisfacción: “Trotsky reacciona contra estas formulaciones y pone en primer lugar la consigna de la pluralidad de los partidos soviéticos, es decir el reconocimiento de los partidos que se ubican en el plano de las nuevas relaciones de producción”.

El pobre hombre toma como una rectificación teórica lo que no fue más que una completa inconsecuencia! Si las relaciones de producción en Rusia hubieran sido realmente “nuevas”, si la transformación en curso en la economía hubiera sido realmente comunista, entonces la burocracia habría tenido justa razón de justificar su régimen de partido único en nombre del principio de la dictadura del proletariado.

Pero entonces, la “burocracia” no habría existido. El hecho que existiera prueba fehacientemente que las relaciones de producción nunca dejaron de ser burguesas, que la transformación social no iba en el sentido del comunismo. Sin darse cuenta, el mismo Trotsky lo confesaba cuando decía que únicamente había cambiado la situación jurídica del obrero y que la función del dinero no estaba liquidada sino solamente transferida al Estado como comerciante, banquero e industrial universal”. Paradójicamente, fue esta realidad capitalista que él observaba sin reconocerla realmente, la que forzó al teórico de la dictadura del proletariado pura, en Rusia, a replegarse a la reivindicación de la democracia soviética. Pero si por ese camino Trotsky creía volver a la concepción leninista de la “dictadura democrática del proletariado y los campesinos”, se equivocaba: a largo plazo histórico ese régimen político no era viable; las necesidades de acumulación de capital de Estado ya lo habían arruinado, reemplazado por una dictadura capitalista, y el proceso era irreversible porque la función histórica de la dictadura democrática ya había

sido cumplida.

Esta reivindicación no era un caballito de batalla menchevique del “traidor” Trotsky contra la dictadura del proletariado en Rusia, puesto que bajo Stalin la misma ya no existía y sólo había existido como dictadura democrática del proletariado y los campesinos. Pero esto no significa en absoluto que aquella reivindicación no haya sido una manera socialdemócrata (o casi estaríamos tentados de decir “antifascista”) de combatir la dictadura capitalista de Stalin. La desviación socialdemócrata estalla, al contrario, en el capítulo del “programa de transición” consagrado a “la URSS y las tareas de la época de transición” por no decir nada de las “reivindicaciones transitorias en los países fascistas”. Se dibuja en los capítulos consagrados a los otros países, a favor de los semisilencios (la insurrección) y las sustituciones acolchadas (la democracia soviética en lugar de la dictadura

proletaria); pero era más de lo que hacía falta para que el trotskismo

contemporáneo se creyese autorizado a liquidar los débiles vestigios de comunismo en el “programa de transición” y a caer en un puro socialdemocratismo que viene a cantarnos que “la dictadura del proletariado

no implica el partido único y, en suma, no es más que el desarrollo supremo de la democracia política.

La conclusión será tan breve como evidente. El “trotskismo histórico”

pretendió dar al comunismo un programa de transición, tanto en el dominio económico-social como en el dominio político. Luego, una transición no es otra cosa más que un movimiento hacia un objetivo. Alterando todos los objetivos comunistas, el “trotskismo histórico” destruyó al mismo tiempo al movimiento en sí. Su programa de 1938 de “transitorio” sólo tuvo el nombre: era el programa máximo del oportunismo trotskista. En ese concepto jamás ha sido

“superado” más que en el sentido de una revisión y de una liquidación crecientes del verdadero programa marxista y de los principios revolucionarios.



1 Porque evidentemente conduce a apoyar a la pequeña burguesía contra la grande, mientras que las relaciones de producción que implica su existencia están más alejadas del socialismo que el pleno capitalismo.

2 Lo que no significa que no esté obligado a reconstituir la reserva bajo otra forma que no es más la de la propiedad privada de los medios de producción, sino el de un sistema de seguros sociales de tipo mercantil.

3 Son, siguiendo el orden del texto: la indiferencia a los intereses y necesidades elementales de las masas; la indiferencia a la lucha en el seno de las organizaciones reformistas; la incomprensión del hecho que la conquista de las masas deriva de la intervención en esta lucha; la incapacidad de penetrar en las masas, camuflada como desdén aristocrático respecto a ellas; la abdicación de los objetivos revolucionarios.

4 Ver el párrafo final del “Programa de transición”, “Bajo la bandera de la Cuarta Internacional”.

5 La respuesta que parece deducirse de la ardua lectura de este programa “pedagógico” (!) es que la “falsa” dictadura sólo puede expropiar parcialmente a la burguesía, mientras que la “verdadera” es la única que puede “expropiarla” totalmente. Ya se ha visto lo que hay que pensar de estas definiciones jurídicas del socialismo.

Agreguemos solamente que el adjetivo “verdadera” no significa “verdad” en oposición a “falso”, sino “completo” en oposición a “incompleto”. De donde la definición: un gobierno de las organizaciones obreras tradicionales que haya adoptado el programa transitorio (recordemos que Trotsky dice claramente que no está teóricamente excluido) no sería más que una DICTADURA INCOMPLETA DEL PROLETARIADO!

6 Las raras hipótesis que se encuentran en la literatura marxista sobre la eventualidad de una toma pacífica del poder, o bien se trata (como en Marx) de la supervivencia de Estados burgueses no militaristas y no burocráticos que ya no existen en ninguna parte desde tiempos inmemoriales, o bien constituyen simples “astucias de guerra” para engañar al enemigo (como en el discurso de Trotsky al Soviet de Petrogrado en 1917 plenamente justificado por Lenin).

7 Fórmulas de la revolución doble que no es puramente proletaria, sino popular. Para

la revolución socialista pura valen solamente las indicaciones de Lenin sobre “las vacilaciones en las filas de los amigos débiles, vacilantes e irresolutos de la revolución”.

8 En el mejor de los casos. El mismo Trotsky decía claramente en la “Historia de la revolución rusa”: “Los soviets son los órganos de la preparación de las masas para la insurrección, los órganos de la insurrección y, después de la victoria (subrayado por nosotros), los órganos del poder. Sin embargo, los soviets por sí mismos no zanjan la cuestión (subrayado por nosotros). Según el programa y la dirección, PUEDEN SERVIR A DIVERSOS FINES.” ¡No hay más nada que decir!

9Esta reivindicación ingenua se encuentra en el pasaje citado más arriba, y expresa únicamente la nostalgia en una revancha, por modesta que sea, de una ínfima minoría cruelmente perseguida por el estalinismo.

10Es solamente a causa de este punto que se puede hablar polémicamente de “adopción”, pues los aspectos internacionalistas de esta teoría eran intolerables para el estalinismo.



PROGAMME COMMUNISTA Nº57

OCTUBRE DE 1972

No hay comentarios:

Publicar un comentario