jueves, 22 de septiembre de 2011

EL PARTIDO COMUNISTA DE ITALIA FRENTE A LA OFENSIVA FASCISTA (1921-1924)-Programme Communiste-1969-1000

EL PARTIDO COMUNISTA DE ITALIA FRENTE A LA OFENSIVA FASCISTA (1921-1924)

La primera parte de este informe que va desde los orígenes del fascismo hasta el “pacto de pacificación”, ha aparecido en el Nº precedente de esta revista
(Programme Communiste, julio-agosto-septiembre de 1969, Nº 45)

REANUDACIÓN DE LA OFENSIVA FASCISTA Y PACTO DE PACIFICACIÓN

En su ceguera incurable (¡es lo menos que se puede decir!) los socialistas se habían imaginado que las elecciones de mayo de 1921 provocarían una regresión de la violencia fascista. Habiéndose presentado en las listas del “bloque nacional” ideado por Giolitti candidatos fascistas, y habiendo sido elegidos 35 de entre ellos, comprendido el Duce, los socialistas, siempre tan optimistas (¡), creyeron que Mussolini iba a enmendarse y que, bajo la égida del Estado paternal, con el ex – socialista Bonomi en el gobierno, se produciría una pacificación general. En realidad, desde el mes de julio se desencadena una nueva ofensiva fascista contra el proletariado, de la cual no citaremos más que los hechos más sobresalientes: el 9 de julio, ocupación de Viterbo por los fascistas; el 13, ataque contra Treviso, cinco asesinatos en Fossola di Carrrara, y tres en Liorna; el 21, refriegas sangrientas en Sarzana; el 25, una masacre en Roccastrada que ocasiona 13 muertos. Según un balance optimista, 17 periódicos obreros habrían sido destruidos durante el primer semestre del año, 59 Casas del Pueblo, 110 Bolsas del Trabajo, 83 sedes de Ligas campesinas y 151 círculos o sedes de partidos proletarios habrían sido asaltados e incendiados.
¿Qué hacen, pues durante este tiempo los socialistas? Negocian con los fascistas, y cuanto más feroces se hacen los ataques de las bandas negras, más apresurados en llegar a un resultado se mostrarán ellos. El hecho puede parecer inaudito, pero su explicación es simple: los socialistas son parlamentarios, y puesto que en lo sucesivo el fascismo está también representado en la Cámara, se imaginan que por medio de conversaciones de “diputados a diputados” se le puede hacer avenirse a razones. En suma, se imaginan que entre café y café, por medio de maniobras en los pasillos de Montecitorio, ¡podrán acabar con la contrarrevolución burguesa preventiva y hacerla entrar en el marco de las “competiciones corteses”! En cuanto al fascismo, si se prepara efectivamente a una metamorfosis, de ningún modo es a aquélla en la que los socialistas confiaban. Formando hasta entonces una red bastante floja de grupos armados y mal disciplinados que operan a escala local o regional y con mucha frecuencia imbuidos de pretensiones innovadoras o incluso “revolucionarias”, está a punto de transformarse en un partido centralizado, como lo mostrará la constitución del Partido nacional fascista (PNF) en noviembre de 1921; este partido no es solamente legalista y parlamentario como los otros, es también ilegal y aporreador. Compuesto a la vez por diputados y hombres de armas tomar, por caballeros en clac y granujas en camisa negra, presenta un doble aspecto que responde al doble aspecto del Estado burgués mismo, con su fachada de democracia política y su función real de represión de clase. Tal como es, constituye el partido unitario de la burguesía, y en tanto que único partido capaz de suministrar al Estado un aparato represivo y burocrático suplementario es como plantea en lo sucesivo su propia candidatura al gobierno. Para acceder a él, no tiene ninguna necesidad de una “revolución”, como lo probará su muy legal marcha sobre Roma en 1922, y sabe que una vez en el poder, podrá contar con el apoyo de la aplastante mayoría de los partidos democráticos tradicionales, gubernamentales o extra-gubernamentales. Esta metamorfosis no se ha operado, sin duda, sin algunas resistencias de la base, que soñaba con guardar al fascismo su “pureza” original, pero eso era un obstáculo demasiado insignificante para frenar una evolución ineluctable. Ahora bien, todo esto no significaba de ninguna manera que el fascismo renunciaba a la violencia contra el proletariado: simplemente, había encontrado en el Parlamento una “cobertura” ideal para su acción armada, y al mismo tiempo una coartada para probar su respetabilidad democrática.
“Aceptando” negociar con los socialistas, pensaba únicamente en desarmar y desorientar a los proletarios, sabiendo bien que en nombre del respeto al pacto concluido, el PSI y la CGT les atarían las manos. Cegado por su pacifismo social, el PSI no ve nada, no prevé nada; y si, frente al proletariado, el papel que juega es innoble y criminal por sus efectos desmovilizadores, frente al fascismo, es lastimoso, y tan claro está que, en el terreno de la negociación, es este último el que necesariamente sale ganando.
A primeros de julio, pues, después de un intercambio oratorio de globos sonda entre los muy “honorables” (1) Mussolini, Baldei y Turati con vistas a una conciliación, dos parejas de parlamentarios que representan a los dos partidos en presencia (Acerbo y Giurati por los fascistas, Ellero y Aniboni por los socialistas) comienzan en Montecitorio negociaciones “privadas” con miras a un “desarme recíproco” (¡). Por el lado socialista, son llevadas en el estilo típico del viejo partido: únicamente los iniciados saben que la dirección está plenamente de acuerdo; para el público, la iniciativa es puramente oficiosa, y la dirección no se priva de publicar “desmentidos” sobre la existencia misma de conversaciones, lista a continuación a “confirmar” o “rectificar”. Hace incluso peor, puesto que propaga un rumor según el cual el Partido comunista de Italia habría aprobado las negociaciones y los fascistas habrían amenazado con romperlas si este último era admitido en las discusiones. Por esta razón se encuentra en II Comunista del 10 y del 21 de julio las siguientes declaraciones del Ejecutivo del P.C.:
Contra la paz fascista
- Coherentes con los principios y la táctica comunistas, el Partido
comunista de Italia no tiene necesidad de declarar que él no tiene nada
de común con los acuerdos entre socialistas y fascistas, que los
primeros han reconocido y solamente desmentido en lo que concierne
a los términos del acuerdo. Denuncia ante el proletariado la actitud de
los socialistas, cuya vergonzosa significación se reserva ilustrar.
- Puesto que, según rumores que no han sido desmentidos, la C.G.T
Se encargaría de representar en las negociaciones y en los compro-
misos que se deriven de ellas a todos los sindicados, comprendidos
los comunistas organizados en sus filas, el PC de Italia declara
absurda la pretensión de los dirigentes confederales de representar
a la minoría comunista que milita en el seno de los sindicatos con el
fin de ir en contra de la orientación oportunista y contrarrevolucionaria
de éstos, en el terreno de una acción netamente y estrictamente po-
lítica.

Contra la pacificación

Aun si debe parecer superfluo a cualquiera que conozca por poco que sea las directivas y el programa comunistas, el Partido comunista quiere hacer las breves declaraciones siguientes sobre la pretendida pacificación entre los partidos de los que habla toda la prensa.
Ni nacionalmente ni localmente, los comunistas no participan ni participarán en iniciativas para la “pacificación” o el “desarme”, tanto si provienen de las autoridades gubernamentales como de cualquier otro partido.
Rechazamos sin comentarios las afirmaciones contrarias del PSI. La noticia según la cual una corriente política habría rehusado tratar con el Partido comunista cae en el ridículo puesto que los comunistas jamás han manifestado la intención absurda de entrar en conversaciones con cualquiera que sea.
En caso de necesidad, esta circular servirá de norma a las organizaciones locales del Partido.
Sin embargo, la rueda de Montecitorio giraba y el 3 de agosto, los
representantes de la dirección del P.S.I. (el secretario Giovanni Bacci en cabeza), del grupo parlamentario y de la C.G.T. firmaban con los representantes del Consejo nacional de los fasci de combate y del grupo parlamentario fascista agrupados tras Mussolini, el célebre Pacto de Pacificación del que basta recordar que el presidente de la Cámara, de Incola, presidió su redacción y la refrendó. Sus puntos principales eran los siguientes:
“Las representaciones arriba citadas se comprometen a obrar inmediatamente de manera que las amenazas, vías de hecho, represalias, castigos, venganzas, violencias personales de cualquier clase que sean cesen en el acto.
Las insignias, emblemas y banderas de una y otra parte serán respetadas (NdR: ¡de qué cosas se preocupan estos señores, en esta época sangrienta!)
Las dos partes se comprometen a respetar sus organizaciones económicas respectivas (NdR: ¡por consiguiente, la C:G.T. y el P.S.I. reconocían a los sindicatos fascistas nacientes!)
Las dos representaciones condenan y deploran por adelantado toda acción o comportamiento que constituya una violación del presente compromiso y acuerdo”.
El mismo día, un comunicado hipócrita de la dirección del P.S.I. hacía
saber a los obreros desorientados que:
“no se trataba de ninguna manera de desaprobar la propaganda y la acción realizadas durante años por el Partido de manera pública y abierta en una polémica cortés (¡¡¡) de ideas y de posiciones, y menos aún, de renunciar lo más mínimo a la libertad de propaganda y de organización, como tampoco a ninguna manifestación escrita u oral, positiva o simbólica, de nuestro ideal propio.”
¿Cómo habría sido posible no renunciar a la “libertad de propaganda” cuando se renunciaba a esa forma de propaganda que es la lucha? Pero para colmar la medida, la dirección se comprometía también a:
“obrar según los principios y la tradición del P.S.I., incluso en este momento, a fin de favorecer el retorno a la vida normal que garantice el libre desarrollo de las luchas civiles”.
Al avalar el pacto de pacificación, la dirección maximalista del P.S.I. hacía explícitamente suya la ideología de pacifismo social que, condenando la violencia “privada” de los partidos y clases, aceptaba por el contrario la violencia “pública” del Estado. Nada distinguía, pues, ya al maximalismo del reformismo para el que, desde siempre, el Estado no era un órgano de opresión de clase, sino una especie de entidad metafísica por encima de las clases, una autoridad social imparcial y paternal. He ahí por qué Moscú no habría debido permitir jamás a los delegados del P.S.I. presentar la candidatura de admisión de su partido a la Internacional, como lo hicieron en el IIIer Congreso de la I.C. que se celebró en el momento preciso en que se desarrollaban las vergonzosas conversaciones social-fascistas (22 de junio-12 de julio de 1921). He ahí por que, sobre todo, Moscú no habría debido jamás juzgar posible (como lo hizo después del Congreso) admitir al P.S.I. en la I.C. a condición de que “expulse a los adherentes a la conferencia reformista de Reggio Emilia y a aquéllos que le apoyan”. ¡La traición en la lucha abierta bien valía las peores declaraciones de conferencias y jamás una resistencia fue, pues, más justificada que la que el Partido Comunista de Italia opuso a la perspectiva de una fusión con los maximalistas!

LOS “ARDITI DEL POPOLO”

En la polémica de entonces, pero sobre todo en la literatura ultra-democrática de los “comunistas” de hoy, la cuestión de los “Arditi del popolo” ha sido tamizada de tal manera que conviene recordar aquí en sus grandes líneas los orígenes, el programa y el desarrollo de este agrupamiento heteroclítido, semejante en esto a la mayoría de aquéllos que han florecido en la confusión italiana e internacional de entonces.
Este movimiento nació en el período de “interregno parlamentario” de fines de junio de 1921, después de la caída de Giolitti, cuando la burguesía dudaba todavía entre una reedición de la política pro-fascista que éste último disimulaba tras un programa de reabsorción del fascismo en la legalidad democrática (2) y una maniobra política que hoy se diría de centro-izquierda, consistente en devolver a su Majestad el Estado el cuidado exclusivo de defender las sacrosantas instituciones democráticas y por tanto, retirar a los camisas negras este monopolio.
A pesar de su título pomposo, no nació sin embargo como un movimiento popular: salió de una simple escisión en la dirección de los Arditi d´Italia (3), asociación que constituía una especie de conservatorio de los “valores” del individualismo heroico: del patriotismo belicoso cuya perfecta encarnación fue d´Annunzio. Como en los buenos tiempos de la expedición de Fiume (4), los Arditi agrupaban a intervencionistas de diversos matices, pequeñoburgueses desarraigados, mazzinianos y sindicalistas, capitanes de aventura y sin duda policías, en una palabra, toda una gama de hombres, jóvenes o no, que habían vivido en el clima de exaltación de la guerra y de decepción de la postguerra.
Habiéndose desligado un grupo de derecha, después un grupo de fascistas (con el cual, el primero dice no querer tener nada en común mientras destruya Bolsas del Trabajo y otras asociaciones obreras) de lo que convencionalmente llamaremos el grupo de izquierda, los Arditi del popolo se forman el 2 de julio bajo la dirección del ex – lugarteniente Argo Secondari. Su sede provisional está situada en dos habitaciones cedidas, detalle interesante, por esa perla del progresismo que es…la Asociación nacional de combatientes. Su primera manifestación pública tiene lugar el 10 de julio bajo forma de un mitin en la capital y un desfile militar.
En una interviú concedida al Ordine Nuovo (5) del 12 de julio de 1921, el principal interesado, Argo Secondari, contó cómo los “Arditi del Popolo” se habían constituido en asociación inmediatamente después del armisticio, en reacción contra el decreto de disolución de los batallones de asalto (¡de los que, dicho sea de paso, los proletarios en uniforme no habían guardado precisamente un buen recuerdo!). Durante la guerra los Arditi habían dado
“la más grande contribución a las operaciones militares” e “impedido con su heroísmo un segundo Caporetto” (¡buen título de honor para un movimiento “popular!”); por otra parte, es a ellos a los que cabía el mérito del “impulso inicial dado al ejército italiano que había permitido obligar a los austriacos a batirse en retirada sobre sus posiciones y ganar una gran batalla (la del Piave) de la que podía depender la suerte de Italia”. Y Argo Secondari proseguía reivindicando la expedición de Fiume en la que los Arditi d´Italia habían participado y de la cual los Arditi del Popolo se reclamaban “en parte por espíritu revolucionario (NdR.: ¡sic!) y también porque tienen fe en Gabriele d´Annunzio, al que consideran como su jefe espiritual”.
Invitado a definir el programa de los Arditi, Argo Secondari forjó enseguida y repitió varias veces la fórmula de “defensa de los trabajadores manuales e intelectuales”, tan vacía y pomposa como los artículos de la Carta d´annunziana del Carnaro. Lo más bueno viene después en la interviú, y es precisamente en este momento cuando aparece claramente el verdadero sentido de la nueva organización antifascista:
“Los Arditi no podían permanecer indiferentes y pasivos frente a la guerra civil desencadenada por los fascistas. Y de la misma manera que habían estado en la vanguardia del ejército italiano, se proponían estar en la vanguardia del pueblo trabajador. Al principio, el fascismo parecía tender a un fin que, en sus formas exteriores, nos parecía, incluso a nosotros, inspirado por el patriotismo: impedir las violencias rojas. Nosotros, que pretendíamos esencialmente realizar la paz interior dando la libertad a los trabajadores, habríamos podido igualmente permanecer extraños a la lucha entre fascistas y subversivos. Pero hoy, los fascistas tienen el triste monopolio del bandidaje político.”
Por esa razón, los Arditi del Popolo se ponen a combatir desde entonces a los camisas negras. En otra ocasión, Secondari dirá que los objetivos de su movimiento eran “el restablecimiento del orden y de la vida social normal”, lo que confirma bien las declaraciones de arriba. Para ellos se trataba, pues, de combatir a cualquiera que usase la violencia: a los proletarios mientras “detentaban el monopolio del bandidaje político”, después a los fascistas cuando este monopolio pasó a sus manos. Para el jefe de los Arditi (y no hay por qué extrañarse de ello) la cuestión esencial era devolver su fuerza al Estado, a la Nación. Lo que él quiere, es el retorno a la “cortesía” en las relaciones entre los hombres y las clases, de la misma manera que una fracción de la burguesía, como los socialistas de derecha y del centro, y, inútil decirlo, como esos enemigos acerbos de la clase obrera que eran los republicanos. En la concepción de Secondari, la violencia de los “héroes de Piave, de Monte San Michele, y de la Bainsizza” es necesaria para hacer cesar la violencia “privada” de las clases y de los partidos; de la misma manera que estos “héroes” habían estado la víspera contra la violencia roja de los proletarios y debían volver a estarlo, ellos estaban contra las violencias de los fascistas desde el momento en que eran estos los que ganaban. Así, mientras que el P.S.I. busca la paz social por la vía de los acuerdos negociados, los Arditi del Popolo ponen sus experiencias de héroes de la primera guerra mundial al servicio del mismo fin: el retorno a la legalidad.
¿Qué relaciones pretendía establecer el movimiento de los Arditi con los partidos, en particular obreros? En la interviú ya citada, Secondari explica que para “formar parte de nuestros grupos armados, basta haber pertenecido a los batallones de asalto o ser antiguo combatiente. Los simples antiguos combatientes y aquellos que no han estado bajo las armas son considerados como voluntarios”; los antiguos miembros de los batallones de asalto cuyos soldados indisciplinados y desertores habían probado las bayonetas durante la guerra en el Carso o las Altiplanicies debían, por el contrario, suministrar los jefes y componer las formaciones regulares; es decir, ¡que los voluntarios debían servir de carne de cañón a los técnicos en “arditismo”! Poco después, un comunicado del Directorio no sólo presumirá de la independencia del movimiento de los Arditi respecto de todos los partidos políticos cualesquiera que fuesen, sino que intentará disuadirlos de que se ocuparan “del encuadramiento militar técnico del pueblo trabajador” pretendiendo que éste le incumbía en razón de sus méritos de guerra. Es sobre esta base patriótica como pretende instaurar una organización que obedezca a la disciplina más rígida y que se comprometa de modo formal a no salir de su apoliticismo. Otro comunicado del 27 de julio no se limita ya a excluir a los partidos como órganos oficiales, sino que precisa:
“”El Directorio de los Arditi del Popolo llama a todos los partidos para que contribuyan material y moralmente al desarrollo de la asociación de los Arditi del Popolo. Al mismo tiempo, invita a todos sus miembros a no crear en el seno de los Arditi agrupamientos políticos que debilitarían su disciplina militar.”
Nosotros estamos muy de acuerdo en que una organización militar no puede tolerar la heterogeneidad política, es precisamente por eso por lo que había que rechazar la adhesión del Partido Comunista a los Arditi y, con más razón aún, el sometimiento de su organización al Directorio de los Arditi.
Pocos meses después de su fundación, los Arditi se rebelaron contra la centralización rígida deseada por el autoritario Secondari, lo que era fatal dada su heterogeneidad política y social y su individualismo heroico. La dirección del movimiento nacional pasó entonces a las manos de un republicano y del diputado Mingrino, miembro del P.S.I. que firmó el pacto de pacificación en agosto de 1921. Esto fue el comienzo de su fin como movimiento centralizado. No subsistió más que una red bastante floja de grupos locales, heterogéneos en todos los aspectos, y sobre todo desde el punto de vista político. Con frecuencia, en la medida en que habían nacido sobre una base proletaria, estos grupos se mostraron muy combativos e incluso heroicos, como en Parma, a pesar de su etiqueta de Arditi. Casi siempre colaboraron con los comunistas, pasando incluso más de una vez a sus filas. Pero en este caso, ya no estaban ligados por ninguna disciplina central que no fuese la del Partido, mientras que, por razones políticas inversas, el encuadramiento militar de este último se consolidaba, por el contrario, se hacía cada vez más homogéneo y centralizado y, a pesar de su carácter forzosamente embrionario, mostraba una extraordinaria capacidad de resistencia; las deserciones en él eran raras, la infiltración de agentes provocadores casi nulas, los arrestos locales no podían nada contra la red clandestina central, y los grupos armados comunistas eran de una movilidad extrema. Todo esto constituye – si es que hacía falta – una nueva prueba de la justeza del método del Partido, o, para emplear el término que provocó una serie de artículos publicados entonces por él, del “valor del aislamiento”, que era el aislamiento de los elementos negativos y patógenos del organismo sano del partido proletario.
No cabe duda que al principio, mientras que la ofensiva fascista proseguía en gran escala y el Partido socialista se dejaba llevar a la falsa maniobra del pacto de pacificación, el movimiento de los Arditi despertó simpatías, incluso en los ambientes obreros; incluso en el Partido comunista, no faltaron las secciones que, sugestionadas por este primer ejemplo de “defensa armada” y de organización militar abierta y pública, creyeron bueno acercarse a los Arditi y ofrecerles asistencia y solidaridad. Los comunicados reproducidos más arriba hacían ya una alusión velada a este hecho, pero, el 7 de agosto, la Central del Partido uno nuevo, esta vez muy explícito, que apareció en primera página de “IL Comunista” y que reproducimos aquí:

La política del Partido comunista apunta directamente a un fin preciso:

la Revolución

Las disposiciones claras y precisas que han sido tomadas para el encuadramiento militar del Partido no han sido una improvisación deportiva: corresponden a un trabajo comenzado hace meses y meses en las filas de la juventud comunista. A pesar de estas disposiciones, varios camaradas y algunas organizaciones del Partido insisten en proponer (y a veces, en realizar) la participación de los comunistas, jóvenes o adultos, en otras formaciones militares constituidas sobre una iniciativa distinta a la de nuestro Partido, como los Arditi del Popolo; en lugar de desarrollar el trabajo en el sentido indicado, llegan incluso a tomar la iniciativa de constituir grupos locales de los Arditi del Popolo.
Llamamos a todos estos camaradas a la disciplina y deploramos que militantes comunistas que deben dar prueba en toda circunstancia de sangre fría y de firmeza tanto como de espíritu de decisión revolucionario, se dejen guiar por consideraciones románticas y sentimentales que pueden conducir a errores graves y tener consecuencias peligrosas.
En apoyo de este llamamiento perentorio, indicamos una vez más a estos camaradas las razones evidentes de las directivas adoptadas por los órganos centrales responsables de la línea de conducta a adoptar en situaciones que tiene un valor nacional, independientemente de los hechos particulares.
Siendo la forma extrema y la más delicada de la organización proletaria, la organización militar debe presentar el máximo de disciplina y reposar sobre la base del Partido. Su organización debe depender estrictamente de la organización política del Partido de clase. La organización de los Arditi del Popolo, depende, por su parte, de órganos directivos mal definidos. Su central nacional, cuyo origen es difícil señalar, pretendía recientemente en un comunicado estar por encima de los partidos e invitaba a los partidos políticos a desinteresarse “del encuadramiento militar del pueblo trabajador en el plano técnico”. El control y la dirección de éste quedarían así en las manos de poderes mal definidos y serían al mismo tiempo sustraídos a la influencia de nuestro Partido. Ahora bien, el Partido comunista se propone por definición encuadrar y dirigir la acción revolucionaria de las masas: hay, pues, en eso una evidente y flagrante incompatibilidad.
Además de la cuestión de organización y de disciplina, hay la cuestión de programa. Los Arditi del Popolo insisten mucho más en la necesidad de constituir una organización que en los objetivos y los fines que pretende, lo que representa peligros fáciles de comprender. Por lo que parece, sin embargo, si ellos quieren realizar la reacción proletaria contra los excesos del fascismo, es con el fin de restablecer “el orden y la vida social normal”. El objetivo de los comunistas es muy diferente: ellos tienden a conducir la lucha proletaria a la victoria revolucionaria; niegan que pueda existir una vida social normal y pacífica antes de que el conflicto de clase, llegado hoy a su fase extrema y decisiva, haya sido resuelto revolucionariamente. Se colocan, pues, desde el punto de vista de la antítesis irreductible entre dictadura de la reacción burguesa y dictadura de la revolución proletaria. Esto excluye toda distinción entre defensiva y ofensiva de los trabajadores y revela su carácter insidioso y derrotista. Los trabajadores, en efecto, son golpeados no solamente por la violencia material del fascismo, sino también por todas las consecuencias de la exasperación extrema del régimen de explotación y de opresión, del que no es más que una manifestación inseparable de todas las otras la brutalidad de los camisas negras.
No debería ser necesario recordar estas consideraciones a comunistas, pues la práctica confirma y confirmará cada vez más su justeza. Es sobre esta base sobre la que los órganos centrales del Partido comunista han tomado la iniciativa de constituir una organización militar proletaria y comunista independiente, sin dejarse desviar de este camino por otras iniciativas que, mientras actúen en el mismo sentido que la nuestra no podrán ser consideradas, naturalmente, hostiles pero cuya aparente popularidad más grande no puede desviarnos de la tarea específica que tenemos que asumir contra una serie de enemigos – y de falsos amigos de hoy y de mañana.
No podemos dejar de deplorar que camaradas comunistas se hayan puesto en contacto con los organizadores de los Arditi del Popolo en Roma para ofrecerles su ayuda y pedirles instrucciones. Si esto volviese a reproducirse, se tomarían las medidas más severas.
El C.E. del Partido comunista de Italia y el de la Federación de las Juventudes comunistas de Italia advierten a todos los camaradas y organizaciones comunistas que no debe concederse ninguna confianza a cualquiera que proponga directa o indirectamente la constitución de grupos de Arditi del Popolo o que preconice las iniciativas militares de esta organización pretendiendo haber sido mandado para esto por los órganos del P.C. o invocando pretendidos acuerdos en contradicción con las disposiciones precisas ya publicadas. Los camaradas y las organizaciones no reciben directivas más que por la vía interior: toda otra vía debe ser descartada y rechazada.”

Los Comités Ejecutivos del Partido y de la Federación de las Juventudes Comunistas

PROBLEMA PRACTICO O LUJO TEÓRICO

En este comunicado aparecen claramente los criterios a los que obedecía la central en la discusión delicada de la táctica del Partido, de la que las relaciones con otras formaciones políticas (y con más razón aún, militares) no es más que un aspecto.
El Partido habia nacido en Liorna con una doctrina claramente definida sobre las bases marxistas y revolucionarias restauradas por la revolución rusa y la constitución de la Tercera Internacional. Su organización de lucha, que se distinguía por la solidez de sus lazos con la Internacional, trabajaba con confianza en difundir la influencia del Partido en las masas. Su seriedad, su fría ponderación y la dedicación sin límites de todos sus militantes a la causa común debían distinguirlo netamente a los ojos de éstas del viejo partido tradicional, en donde reinaban la superficialidad, el desorden y el arribismo. En una situación que estas taras peligrosas habían comprometido precisamente, no parecía posible una ofensiva revolucionaria a breve plazo pero, como escribirá la Izquierda en 1924 en las “Notas” sobre sus tesis:
“La acción del Partido podía y debía fijarse como meta dar a la resistencia del proletariado contra la ofensiva desencadenada de la burguesía la más grande eficacia posible y concentrar, gracias a esta resistencia, la fuerza de la clase obrera alrededor del Partido, el único cuyo método permitió preparar la réplica proletaria. Los comunistas italianos han visto el problema de la manera siguiente: asegurar el máximo de unidad a la defensa del proletariado contra la ofensiva patronal y al mismo tiempo evitar que las masas recaigan en el error de creer que esta unidad podría ser asegurada por una mezcla de orientaciones opuestas, ilusión que una dolorosa experiencia ha permitido denunciar desde hace mucho tiempo como fuente de impotencia.”
Los dos aspectos del problema se condicionaban recíprocamente y eran de orden netamente práctico, aun cuando se unían (y debían unirse) a la teoría marxista. En efecto, ¿qué era lo que había paralizado la acción, no obstante combativa, de las masas proletarias después de la guerra, sino la coexistencia de tendencias opuestas en el seno mismo del partido que habría debido dirigirla? ¿Qué es lo que había paralizado a la Izquierda del viejo Partido, sino tener que dirigir los movimientos del proletariado en común con la derecha y el centro? La escisión internacional entre comunistas y socialistas no había sido, pues, el fruto de un “capricho” sino el de una experiencia internacional mil veces invocada por Lenin cuando conjuraba a los revolucionarios a romper no solamente con sus enemigos directos – los reformistas – sino sobre todo con las múltiples corrientes del Centro confusionista, sedicentes “próximos” al comunismo. Esta escisión era irrevocable y debía seguir siéndolo, puesto que la única vía por la que el proletariado podía (y podrá) hacer triunfar su causa pasaba por la destrucción violenta del aparato de Estado burgués y la instauración de su propia dictadura. Ahora, bien, esta constatación no habría tenido más que un valor puramente teórico si no hubiese significado que
“para la victoria del proletariado es necesario que, incluso en los períodos que preceden a la lucha suprema en que esta necesidad se hará tangible, exista un Partido que funde su programa y su organización sobre esta victoria y que este Partido se convierta en la fuerza principal…a fin de que pueda asegurar la preparación del proletariado a las exigencias que ella comporta”. (La tarea de nuestro partido. IL Comunista, 21-3-1922).
Toda solución que, de un lado, hubiese pretendido mantener y asegurar la existencia independiente del Partido, pero, de otro, hubiese comprometido esta independencia olvidando que su única garantía reside en la oposición práctica al gobierno burgués y a los partidos gubernamentales y proponiendo a las masas una vía no violenta al socialismo, estaba condenada a restablecer el dilema del que únicamente la escisión había permitido salir, puesto que los dos fundamentos de la autonomía del Partido son su conciencia programática y su disciplina organizativa. Esto hubiera sido, pues, una solución prácticamente derrotista, y por tanto, perniciosa, incluso cuando fuese defendida de buena fe y con las mejores intenciones del mundo.
Son estas consideraciones que, por ser prácticas, no eran menos coherentes con el conjunto de nuestra doctrina, las que guiaron la actitud del Partido frente a los Arditi del Popolo, enésima encarnación de la “unidad” falsa y engañosa cuyos gastos había pagado tantas veces el generoso proletariado italiano (y no solamente italiano). Los Arditi tenían un carácter dudoso en razón tanto de sus orígenes como de su fin, de su composición social como de sus múltiples lazos con la sociedad burguesa y democrática, lo que ya habría bastado para justificar las peores sospechas y la prudencia más grande respecto de ellos, tanto más que constituían una organización militar, ilegal, centralizada y secreta, pero además, habían nacido con un programa de restablecimiento del orden opuesto en todos los puntos al que regía toda la acción del Partido comunista y al partido mismo, incluso si su realización no era posible en lo inmediato; además, como es normal por parte de una organización militar, pretendían imponer a sus miembros una disciplina independiente de toda influencia que no fuese la de su Directorio. Entrar en ella y someterse a esta disciplina habría sido, pues, renunciar a los fines no sólo lejanos, sino inmediatos del comunismo. En cuanto a crear una declaración mixta, compuesta por comunistas y Arditi, no sólo estaba excluido por las declaraciones de éstos últimos, sino que habría conducido a recaer en la parálisis que había hecho justamente necesaria la escisión entre comunistas y socialistas. Esto habría sido renunciar a la “independencia” en el plano no sólo organizativo, sino programático, presentándose a las masas no ya como el partido de la revolución, sino como un partido revolucionario entre otros, o, más bien, entre todos esos partidos revolucionarios en palabras, pero gradualistas, reformistas, democráticos, por encima de todo defensores del orden en los hechos. En una palabra, esto habría sido comprometer toda la obra realizada antes y después de Liorna con el fin de salir del equívoco, de la confusión y del marasmo, y hacer salir de él a las masas.
Sin embargo, mucha genes deploran, todavía hoy, que el Partido comunista no realizase la unidad con los Arditi, olvidando que en aquella época, no les hizo falta más que algunos meses para caer en la parálisis y la desorganización. Es lógico por parte de gentes que, no orientándose hacia la Revolución, sino hacia la democracia, lamentan retrospectivamente que no se haya formado entonces un Comité de Liberación por adelantado al que el Partido se habría sometido, dejando de ser por eso mismo el partido de la revolución. ¡Pero es igualmente lógico que el Partido que había declarado una guerra a muerte a todos los defensores de posiciones semejantes no haya querido deslizarse por una tal pendiente!
Nada nos impedía – y de hecho, nada nos impidió – batirnos al mismo tiempo que los Arditi en la calle, pero todo nos prohibía subordinar nuestra organización disciplinaria, prenda de nuestra independencia programática y táctica, a las órdenes de una organización no sólo extraña, sino opuesta a la nuestra. Una vez que hubiesen alcanzado su fin, el “restablecimiento del orden” (programa de Nitti y de los socialistas), ¿qué habrían podido hacer los Arditi, sino volver sus armas contra nosotros, enemigos jurados del orden? Y aun antes de llegar a eso ¿qué podrían podido hacer con nosotros, desde el momento en que, no reconociendo ninguna frontera entre la defensiva y la ofensiva, la legalidad y la ilegalidad, los medios lícitos y medios ilícitos, las bandas fascistas legales y los órganos estatales muy legales, desbordábamos desde el principio los límites de su acción y debíamos, a cada retroceso ante una fuerza adversa superior, proclamar que saldríamos de nuevo al ataque a la primera ocasión?
Mucho más ¿en qué nos habríamos convertido nosotros mismos si por desgracia hubiésemos tomado este camino de la unidad con los Arditi? Es la primera cuestión a plantearse, puesto que el partido no es “una simple máquina, sino a la vez un producto y un factor del proceso histórico”, de suerte que una táctica errónea puede ejercer una influencia desfavorable sobre su contenido y su orientación programática. Esos señores del Partido comunista oficial de hoy responderán, elevando los ojos al cielo, que si hubiese sido del agrado de Dios, nos habríamos convertido ya entonces en lo que ellos son hoy: ¡demócratas inveterados, patriotas de tomo y lomo, pedazos de cristianos que lloran de emoción ante la imagen de Juan XXIII! ¡Pero esta respuesta es la mejor prueba de que tuvimos razón!
La lucha de la Izquierda contra la “unidad a toda costa” había comenzado en 1913, había proseguido en 1919 y 1920, y en 1921 seguía siendo tan actual. Analizando una por una las mil corrientes que se agitaban en la escena con consignas más o menos “de izquierda”, escribíamos entonces en el artículo ya citado más arriba:

El valor del aislamiento

“Nosotros creemos que en la base debe haber este criterio: ningún acuerdo de organización, ningún frente único con los elementos que no se proponen como meta la lucha revolucionaria armada del proletariado contra el Estado constituido, es decir, la lucha comprendida como una ofensiva, una iniciativa revolucionaria – debiendo apuntar la lucha a la abolición de la democracia parlamentaria y del aparato ejecutivo del Estado actual y a la instauración de la dictadura política del proletariado, que pondrá fuera de la ley a todos los adversarios de la revolución.
Si consideramos que estos principios son la base de todo posible acuerdo táctico, no es por vano placer de decir: nosotros no colaboraremos más que con aquellos que compartan nuestras concepciones teóricas comunistas en la preparación práctica de la revolución. No, no se trata de un lujo doctrinal, aun cuando las consideraciones que nos guían confirman que nuestra doctrina marxista es un guía de acción magnífico. En realidad se trata de utilizar racionalmente las enseñanzas prácticas de la experiencia.
Incluso si los comunistas llegasen a paralizar el fascismo por una acción de “defensa proletaria” llevada de acuerdo con otros movimientos políticos, ¿qué ocurriría? Una vez alcanzado el objetivo, aprovecharíamos el debilitamiento del enemigo para avanzar hacia nuestra meta: el derrocamiento del poder burgués. Nuestros aliados de ayer, promotores del restablecimiento de la vida normal, verían entonces lógicamente en nosotros perturbadores y se convertirían en nuestros peores enemigos. Se puede objetar que si habíamos utilizado hasta entonces sus fuerzas sin renunciar a nuestra propaganda propia, nos sería posible desbordarlos y continuar nuestra acción comunista tomando solos y directamente las riendas del movimiento de masas. El que razona así, lo único que hace es descubrir la concepción literaria y teatral que se hace de la revolución. Prueba que no comprende que las condiciones del éxito residen ante todo en la preparación organizativa de las fuerzas que luchan por ella. Bajo pena de desastre, esta preparación debe, en su fase última, tomar el carácter técnico de una organización militar disciplinada. Ahora bien, desde el punto de vista organizativo, un brusco cambio de frente es imposible, incluso si es fácil cambiar de táctica, en tanto que se lucha a golpes de discursos, órdenes del día y declaraciones políticas. La escisión política es una realidad y una exigencia histórica, pero la escisión de un ejército ya comprometido en la lucha conduce inevitablemente a la ruina porque no desemboca en la formación de dos ejércitos, sino a la ausencia de todo ejército. La organización militar está fundada, en efecto, sobre la unidad de mando y la indisolubilidad de todos los servicios anexos. La parte del ejército que se pasase al enemigo, incluso batido, encontraría en él un punto de apoyo seguro y una posibilidad de acción. Pero la otra parte, la que pretendiese actuar en adelante sola, no tendría ya ninguna consistencia, ninguna red de organización capaz de funcionar y estaría, pues, privada de toda capacidad de lucha.
He ahí por qué estamos contra todos los acuerdos defensivos, desde el momento en que se trata de oponerse a la reacción por la violencia – es decir, realmente y no por jeremiadas liberales; pues si las jeremiadas son inútiles, los acuerdos defensivos desnaturalizan el verdadero fin, que es la preparación revolucionaria.
Estas consideraciones puramente tácticas nos conducen al criterio arriba mencionado: no concluir acuerdos con aquellos que niegan en principio la acción proletaria en tanto que ofensiva contra el régimen y contra el Estado y que se han dispuesto a admitirla solamente en tanto que defensiva contra lo que ellos llaman con inexactitud los “excesos” de la burguesía. Hoy, la burguesía comete un solo exceso: el de estar en el poder. Y permanecerá en él mientras exista el sistema democrático parlamentario. Un ejemplo de esos aliados falsamente revolucionarios de los que hablábamos más arriba nos es dado por el lugarteniente Secondari o el diputado Mingrino, quienes quieren una organización armada para restablecer el orden, y proponen volver a casa después. Para nosotros, eso es un derrotismo quizás peor todavía que el de los socialdemócratas cuya consigna es: pacificación y renuncia, y que desaprueban tanto la defensiva violenta de las masas como su ofensiva. En efecto, no hay diferencia entre la defensiva y la ofensiva de clase en la terrible situación actual; es justamente por eso (el fascismo es un excelente maestro, puesto que nos lo ha enseñado) por lo que la lucha de clase se ha convertido hoy en una guerra en sentido propio; ahora bien, en la guerra, como todo técnico militar puede confirmarlo, se defiende uno atacando, y se ataca defendiéndose. El general o el soldado que pretendiesen que el ejército debe solamente defenderse y jamás tomar la ofensiva serían fusilados como derrotistas respecto de la defensiva misma.
En conclusión, decimos: mil experiencias de la fase política compleja que vivimos nos confirman que es justo plantear el problema de la preparación revolucionaria sobre esta base: agrupar, encuadrar, organizar no sólo políticamente sino militarmente las fuerzas que aspiran a poner el Estado sobre bases nuevas, a condición que por eso entiendan instaurar la dictadura del proletariado.
Las otras soluciones agitadas por mil pequeños grupos que alimentan peligrosamente el confusionismo revolucionario de hoy pueden ser clasificadas en dos grandes categorías: la del engaño y la del error. Pero los organismos políticos que se colocan sobre uno u otro de estos dos terrenos no deben, en ningún caso, ser sostenidos por nosotros por medio de acuerdos organizativos, incluso si los segundos pueden y deben parecernos mucho más simpáticos y próximos a nosotros que los primeros.
En conclusión, a nuestros ojos, la tarea específica del partido comunista sigue siendo, hoy como ayer, actuar como un factor de orientación, de enderezamiento, de continuidad tanto teóricas como prácticas en el caos de las mil corrientes “revolucionarias”, tarea tanto más necesaria cuanto que ciertos grupos de la clase obrera aceptan sus programas y sus métodos, o bien los productos curiosos de los ¿????? que se efectúan entre ellos, o también los de su mezcolanza universal, del tipo “frente único”.
Otros podrán imaginar que el camino que ellos siguen es más rápido. Pero el camino que parece más fácil no es siempre el más rápido, y para hacerse digno de la revolución, ¡es demasiado poco tener únicamente prisa en “hacerla!”.

EL MES DE LA VERGÜENZA

El mes de agosto de 1921 fue para el Partido socialista el mes de la gran vergüenza. En 1912, el antecesor de todos aquellos que preconizan “vías nuevas” al socialismo, Bonomi, había sido expulsado por su adhesión a la guerra de Libia por la fracción revolucionaria intransigente de Mussolini y Bacci.
En 1914, Mussolini había sido expulsado a su vez por Bacci por haber repetido a escala más grande la traición de Bonomi. En 1921, por una evolución lógica, los dos primeros se encontraban a la cabeza de las fuerzas legales y extra-legales de la conservación burguesa; en cuanto a Bacci, apretaba la mano a Mussolini en nombre del desarme de la lucha de clase y llamaba al papel de árbitro imparcial de la pacificación (¡verdadero pacto de Judas!)…a Bonomi en persona. ¡Tan cierto es que los renegados deben encontrarse tarde o temprano todos unidos! Veinticuatro años más tarde, en 1945, se encontrará en la cumbre de la “democracia renovada” a dos de los protagonistas directos del pacto de pacificación, Bonomi y De Nicola, Nenni ocupará el lugar de Bacci y, ¡vergüenza suprema, el trío se convertirá en cuarteto al incluir a Togliatti! ¿Accidente fortuito e imprevisible? No, determinación objetiva. Al emplear la dialéctica marxista, la Izquierda había previsto bien que al “hacer flexible la táctica” bajo pretexto de recuperar para la causa revolucionaria a los socialistas que le habían vuelto la espalda para siempre, ¡se acabaría por caer más bajo aún que ellos!
En realidad, ¿qué significaba la firma del pacto de pacificación en lo que se refiere a la naturaleza del Partido socialista? Significaba que a despecho de todas sus declaraciones programáticas, este partido rechazaba las tesis fundamentales de esta Internacional comunista en cuyo seno pretendía ser admitida, aunque fuese por la puerta de servicio, después de haber sido expulsada cuando la escisión de Liorna. Probaba que, para él, el desencadenamiento de la violencia no era la manifestación física del conflicto de clases que la guerra y la crisis de la postguerra había llevado a la exasperación, sino un hecho “accidental” imputable a personas privadas; ¡que entre el capital y el trabajo no sólo era posible, sino deseable, una tregua y que el instrumento de su realización era el Estado, entidad que planea por encima de las clases y árbitro neutro de los conflictos que estallan entre los partidos! En suma, el Bacci de 1921 se colocaba en el mismo terreno que el Bonomi de 1912 y de los años siguientes. El continuaba, es cierto (¡y en eso residía el gran equívoco) practicando “la intransigencia parlamentaria”, votando (mientras que esa duraba) contra el gobierno y con más razón aún contra la participación socialista en este gobierno, pero hacía suya y practicaba la tolerancia hacia el Estado, mucho peor todavía que la tolerancia de un Turati o de un Aragona hacia tal o cual gobierno. Pedir a un partido semejante que expulsase a la derecha, como lo hacía precisamente la Internacional comunista en Moscú en el mismo momento, que “se depurase”, pues, para poder entrar con plenos derechos en la organización internacional fusionándose con el Partido comunista, era admitir que era posible violar todas las condiciones substanciales de admisión a la I.C. bajo pretexto de que se había cumplido una condición puramente formal, y la Izquierda se negó a admitirlo. En Liorna, la ruptura con la derecha representar todavía, como se decía, un “termómetro” de la adhesión efectiva a la I.C.; seis meses más tarde, el pacto de pacificación había probado la incompatibilidad entre maximalismo y comunismo de manera definitiva.


NINGUNA TREGUA
Este pacto implicaba algo peor aún que un compromiso a desarmar las fuerzas proletarias: ¡un compromiso a abandonarlas a la violencia represiva del Estado, considerada como “legítima”! No significaba solamente: ¡Tiremos las armas! sino ¡Estado, impide por las armas toda lucha armada! Puesto que sólo un partido, el Partido comunista, rechaza la invitación a la tregua, tu deber, Estado querido, es obligarlo a observarla. Bonomi escogió esta invitación al vuelo e inmediatamente después del pacto envió a los gobernadores civiles la circular que decía:
“No deben ustedes olvidar que el hecho de no haber participado en el pacto o no haber querido conformarse a él localmente no exime de ningún modo, sino al contrario obliga tanto más a los ciudadanos a obedecer a la ley que no puede ni debe ser violada.”
¡Si el P.S.I., Mussolini y Bonomi o los Arditi del Popolo, deseosos de
restablecer por la violencia un régimen de no-violencia, se habían imaginado que el Partido comunista de Italia abandonaría por ello las armas o imploraría el derecho a no ser puestos fuera de la ley, se habían equivocado gravemente! El Partido comunista había previsto este reagrupamiento de las fuerzas adversas e incluso lo había deseado, porque era un factor de clarificación para las masas, y al mismo tiempo, de reforzamiento para él. Jamás había supuesto que la vía que había emprendido sería “fácil”, muy al contrario. No había esperado al 7 de agosto de 1921 para arrojar a la cara de los socialistas
“la lección verdaderamente gloriosa de los últimos años de luchas sociales en Italia: no harás distinción entre los adversarios, no perdonarás a los renegados”.
Sabía por adelantado que, en el terreno de la lucha revolucionaria, se encontraría solo, con todos los riegos, pero también con todas las posibilidades que le habrían el hecho de mantenerse apartado del oportunismo, la disciplina de su organización, la claridad de sus directivas y la franqueza valerosa de su propaganda: ¿no eran esos, en efecto, los únicos medios seguros de ganar a su causa los obreros todavía inscritos en el P.S.I.? Del Estado, jamás había reclamado una impunidad que éste no podía, por definición, concederle: únicamente había aceptado el desafío de la reacción burguesa. Del mismo modo, el 14 de agosto de 1921, IL Comunista publicaba la siguiente respuesta a la circular de Bonomi a los gobernadores civiles:
La Circular Bonomi: ¡los socialistas están servidos!
“Un partido revolucionario que sabe lo que quiere, que sabe cuál es su meta y se apresta a llegar a ella, que es centralizado y disciplinado, que no actúa según el principio de la libertad de sus miembros, sino que asume la responsabilidad de los actos que el organismo central realiza o hace realizar, es un partido que hay que temer, que los revolucionarios de palabra deben abandonar, que sus adversarios deben odiar y que debe ser puesto fuera de la ley.
Todo esto es natural. El proletariado ve esos mismos que, todavía ayer, afirmaban que la revolución es inevitable, que la violencia es necesaria para derrocar el Estado, tratan hoy la revolución de “sueño de locos” y se explayan en sutilezas acerca del problema de la violencia, por miedo de que la violencia proletaria llame a la violencia burguesa: en la medida en que el proletariado es sinceramente revolucionario, consciente y preparado, no puede dejar de maldecir y abandonar estos malos pastores. Este proceso de clarificación sólo se realiza lentamente en la masa, y no se improvisa, pero es inevitable. Nosotros debemos favorecerlo y acelerarlo porque saca plenamente a la luz la verdad de nuestra crítica a la socialdemocracia. Es con esta lenta diferenciación con la que contamos, no por especulación política, sino porque queremos asimilar amplias capas del proletariado. Este proceso se producirá cualquiera que sea la suerte que nos reserven las acciones del gobierno y las reacciones de los órganos del Estado. Los daños inflingidos a nuestros militantes y a nuestras organizaciones no harán más que sacar más seguramente al proletariado, atormentado por el capitalismo y desorientado por la estúpida política de emancipación “gradual”, de su mentalidad timorata.
Si los socialistas querían levantar contra nosotros la autoridad estatal y la guardia real, lo han conseguido magníficamente. Pero si pensaban y piensan aplastarnos a golpes de mosquete o haciéndonos meter en la cárcel, se han equivocado groseramente.
No se aplasta al Partido Comunista. Que el gobierno y los socialistas lo sepan: toda represión contra nuestro partido provocará una resistencia sin precedentes en los últimos cincuenta años de la vida política italiana.
Si el Partido comunista no participó en el innoble pacto de pacificación entre los partidos, es que era para él una cuestión de vida o muerte el abstenerse, cualesquiera que hayan debido ser las consecuencias prácticas de esta abstención para el futuro próximo, y la pérdida de popularidad que ella haya podido provocar en lo inmediato. Este rechazo no representaba, pues, un factor de debilidad, sino un factor de fuerza, un paso adelante en la afirmación del Partido como el único guía del proletariado revolucionario, tanto en la defensiva como en la ofensiva. La gran fuerza de los bolcheviques ¿no había sido saber estar solos para no dejarse paralizar por los falsos amigos al servicio del enemigo? Orgullosamente, el 14 de agosto comentaba IL Comunista del modo siguiente los llamamientos a la tregua por los partidos para apoyar el pacto de pacificación:
El ausente
“La idea en que se inspira el llamamiento a las masas o a las
autoridades políticas es la siguiente: el pacto firmado en Roma
compromete a los partidos en la pacificación y en el desarme.
Ahí está…el error. Nosotros lo lamentamos por el señor Bonomi
y sus gobernadores civiles, pero si nosotros, los comunistas, no
hemos ido a Roma, no es por evitar el inconveniente o los gastos
del viaje, sino porque nosotros sabemos bien que ni hoy ni maña-
na, las clases podrán reconciliarse ni pacificarse y que la ilusión de
una tregua en la guerra de clase quita al partido político de la clase
obrera el derecho a conducir el proletariado a la revolución.
Nosotros nos hemos abstenido porque los principios y la táctica comunista no toleran ni tregua ni miramientos en la lucha de clase, porque debemos interpretar históricamente el conjunto de las aspiraciones políticas y económicas de las clases trabajadoras, incluso si esto debe costarnos una impopularidad momentánea. Es natural que el Estado vea con simpatía una campaña como la de los socialistas para el retorno a la legalidad y al respeto de la ley. Pero nosotros que estamos contra la ley y que sabemos que en régimen burgués la normalidad equivale al reforzamiento de la autoridad de la clase dominante a expensas de las conquistas obreras y de la preparación revolucionaria del proletariado, debemos ser proscritos de la sociedad burguesa como enemigos de sus instituciones y de todos aquellos que son sus cómplices.
Con su reciente circular, el presidente del Consejo nos ha hecho un excelente servicio, puesto que justamente ha indicado de qué modo había que golpear al partido ausente de las negociaciones para el retorno a la paz social después de la firma del acuerdo entre los “pacificadores”.
Pero el ausente dice a los socialistas y a los fascistas, al gobierno y a todos los partidos de la burguesía lo siguiente:
El programa comunista y la táctica de los comunistas tanto frente a la clase burguesa como frente a los social-traidores, permanece invariable.
El Partido comunista continúa legalmente e ilegalmente su propaganda para la preparación revolucionaria del proletariado.
La acción del Partido comunista tiende al derrocamiento del Estado burgués por medio de la insurrección de la clase obrera.
No está probado que la supresión de los jefes comunistas dañe gravemente el porvenir de la revolución. Que los socialistas y el gobierno, los fascistas y la policía hagan todo lo que quieran para quitarnos la libertad de propaganda y de acción. Tienen derecho a ello, y, desde su punto de vista, tienen el deber de hacerlo. Sería curioso que dejasen a un partido la libertad de atentar impunemente contra la vida del Estado burgués. Pero nosotros declaramos abiertamente a aquellos que, ayer y hoy, han traicionado y traicionan a la clase obrera, a los Bonomi, los Mussolini y los Bacci que nosotros nos burlamos superlativamente de sus sanciones y castigos imbéciles.
Nosotros nos burlamos de las leyes que ellos respetan o que ellos dictan. Nosotros estamos contra sus leyes. Por esa razón hemos permanecido ausentes de su vergonzoso contrato. Por esa razón permanecemos solos, poco numerosos, pero fuertes, muy fuertes, invencibles: porque no queremos una tregua de vencidos, porque no pedimos tregua a los cobardes.
Así habla el ausente. Que espera tranquilamente que los espías socialdemócratas le denuncien a los mercenarios y a los policías.”

LUCHA EN TODOS LOS FRENTES

Eso no eran palabras lanzadas a la ligera, simples frases efectistas. Si para los socialistas, si no para los fascistas, el mes de agosto fue el mes de la renuncia, para el Partido comunista de Italia marcó, por el contrario, no el comienzo sino el desarrollo acelerado de una actividad intensa, de una verdadera ofensiva contra el pacifismo poltrón de los conciliadores y de una organización política y militar de las fuerzas proletarias.
En el campo burgués, la ofensiva armada contra el proletariado apoyaba una ofensiva patronal dirigida contra los salarios y los contratos de trabajo, y al mismo tiempo, contra las organizaciones de defensa económica de los trabajadores. Del mismo modo, la actividad militar del Partido comunista apoyaba una vigorosa campaña en favor del frente único sindical que los proletarios de cualquier obediencia política debían oponer al frente patronal para defender su pan y resistir a la prolongación de la jornada de trabajo. Hacía falta que, de grado o por la fuerza, los “jefes obreros” transformasen las Bolsas del Trabajo en centros de resistencia y, si fuese posible, de contraataque proletarios. Hacía falta que todos los obreros estuviesen unidos en la defensa de sus condiciones de vida en el presente para que pudiesen encontrarse unidos en el asalto al régimen capitalista mismo en el futuro (6). Estas dos acciones, de ataque militar de una parte, de defensa y de contraataque en el plano reivindicativo de la otra, se completaban como dos aspectos de una sola y misma acción que se deriva de la iniciativa revolucionaria del Partido y que apunta a la preparación revolucionaria de la clase. Si la independencia política era necesaria al Partido, es que era necesaria a la clase la unidad de lucha y de organización: las dos cosas no sólo no se contradecían, sino que se condicionaban recíprocamente. Negándose a los acuerdos políticos y, con más razón aun, a los acuerdos militares bastardos, los comunistas de Italia no pretendían de ningún modo encerrarse en un “espléndido aislamiento” y en un desprecio arrogante respecto a los episodios de guerra social abierta, cualesquiera que fuesen sus protagonistas. Explicaban claramente que si era imposible prescindir de la independencia política como medio, el fin era la unión de toda la clase obrera en la acción:

El valor del aislamiento
“Nosotros afirmamos que, en general, el movimiento comunista debe
rechazar todo acuerdo organizativo con los movimientos que no se
preparan a afrontar las exigencias de la lucha decisiva…Explicamos de
modo muy claro lo que entendemos por “acuerdo organizativo”. Toda
acción tiene necesidad de preparación, por tanto, de organización, y,
por consiguiente, de disciplina. Nosotros declaramos que los
comunistas no pueden observar a la vez la disciplina de su partido y
comprometerse a ejecutar las directivas de un “comando único”
constituido por los delegados de diversos partidos.
Hay que señalar, no obstante, que el hecho de excluir los acuerdos organizativos no significa excluir al mismo tiempo toda acción paralela de los comunistas y de otras fuerzas políticas en la misma dirección; lo que hace falta, es conservar todo el control de nuestras fuerzas para el momento en que las alianzas transitorias podrán y deberán ser denunciadas, es decir, para el momento en que se planteará el toda su agudeza el problema revolucionaria. No discutiremos aquí la hipótesis según la cual nosotros, los comunistas, podríamos concluir acuerdos organizativos con la intención de traicionarlos ulteriormente o de explotarlos para nuestra ventaja en la primera ocasión. Si rechazamos esta táctica no es por escrúpulos morales sino porque, en razón misma del “confusionismo revolucionario” que reina incluso en el seno de las masas que siguen a nuestro partido, semejante juego sería demasiado peligroso y porque la maniobra de apartamiento sólo podría volverse contra nosotros. Para preparar a las masas a la severa disciplina de la acción revolucionaria se necesita una claridad extrema en las actitudes y los movimientos y es pues, necesario colocarnos desde el principio en una plataforma bien definida y segura: la nuestra. De otro modo fabricaríamos plataformas para los otros, es decir, o bien para movimientos a sabiendas reaccionarios a pesar de sus poses “innovadoras”, o bien para movimientos revolucionarios pero privados de la visión exacta del proceso real de la Revolución”.
En el seno de las organizaciones económicas, esta unidad de lucha y de dirección de la lucha, que habría sido nefasto intentar alcanzar por la vía de los “acuerdos organizativos” con otros partidos (aun cuando frecuentemente se hayan realizado de hecho en el fuego de la acción) se hacía natural y fecunda, por eso el Partido empujaba al reagrupamiento de todos los conflictos parciales y a la unificación de todos los sindicatos. Allí donde obreros de todas las opiniones políticas se encontraban codo a codo, unidos por su común condición de proletarios, el Partido podía cumplir una función unificadora; y es allí, lejos del confusionismo venenoso de los “abracémonos” y del efecto corruptor de las maniobras y de los acuerdos de pasillos, donde el Partido podía lógicamente ejercer una influencia creciente. En la atmósfera ardiente de aquella época, los sindicatos, sobre todo en la periferia y bajo la influencia de los grupos revolucionarios, habrían podido recobrar su función de “escuelas de guerra” del proletariado, como decía Engels. En cuanto al Partido, habría aparecido como el verdadero centro motor de la lucha proletaria, mientras que los otros partidos obreros se habrían descompuesto, después de haber dado muestras de su impotencia para colocarse enérgicamente a la cabeza de la clase obrera. Pero para que esto fuese así, había que seguir la ruta hasta el final, sin vacilación ni retorno atrás: sobre todo sin lamentos, había que comprender que, incluso si hubiese sido posible, la eventual recuperación de jirones o, peor aún, de “personalidades” del antiguo partido pesaba bien poco al lado de la conquista de obreros anónimos, pero combativos y políticamente sanos, y que no habría compensado en ningún caso el desconcierto y el asco de los proletarios que, habiéndose acercado al partido comunista con la esperanza de desembarazarse para siempre de los social-traidores, los hubiesen encontrado en sus filas, ¡vestigios redorados de un pasado sin gloria! No sólo no había que redorar el blasón del maximalismo, sino que había que favorecer su alineamiento al lado de la derecha, excluyendo que pudiese tener un final menos vergonzoso que ella. Es lo que se indica claramente en el siguiente comunicado del Ejecutivo del Partido comunista:
Relaciones con los otros partidos y las organizaciones sindicales
“Frente a las situaciones locales variadas que resultan del período agitado que atravesamos, los camaradas no aplican siempre correctamente las directivas tácticas del Ejecutivo. Estimamos, pues, necesarias las siguientes explicaciones:
Sin autorización previa del Ejecutivo no se debe entrar en comités ni apoyar iniciativas en las que participen diversos partidos políticos, como los que son anunciados frecuentemente con la lista de los diversos participantes y con los manifiestos que han firmado en común.
Para ciertas iniciativas que no tienen un carácter estrictamente limitado al Partido, el Ejecutivo ha comunicado y comunicará eventualmente aún llamamientos a la acción a dirigir a los sindicatos en donde se codean obreros de todas las tendencias. En este caso, los Comités deben estar compuestos de representantes ya sea de la C.G.T., ya sea, en ciertos casos, de la Unión sindical (centro anarquista) y el Partido no debe figurar en ellos ni enviar a ellos representantes políticos, no participando en ellos más que indirectamente, a través de sus miembros que militan en los sindicatos. En consecuencia, las Secciones comunistas no delegarán representantes a tales comités, ni firmarán manifiestos ni aparecerán como las organizadoras de los comités dejando todo esto a las organizaciones sindicales, estén o no dirigidas por nuestro Partido. Tal es el criterio que se ha adoptado, por ejemplo, para la asistencia a las víctimas políticas y para el socorro a la Rusia comunista.
En los dominios en que se ejerce directamente la función política del Partido, no hay que constituir comités mixtos, ni llamar las organizaciones sindicales a la acción: esto vale, por ejemplo, para el encuadramiento militar.
Toda derogación de estas normas (que no tienen para nosotros un valor absoluto de principio) corresponde exclusivamente al Ejecutivo. Esperamos que los camaradas se atendrán en adelante estrictamente a lo que precede”.
(IL Comunista, 21 de agosto de 1921)
En el curso de los meses siguientes se verá constantemente al Partido ponerse enérgicamente a la cabeza no sólo de la resistencia armada de los obreros a los ataques de los camisas negras, sino de las huelgas imponentes que se produjeron. Sus directivas penetraban ampliamente en las organizaciones económicas, donde recogían la adhesión creciente de las masas. Para no citar más que dos ejemplos, la C.G.T. no respondió a la invitación al frente único sindical, pero la base la obligó a convocar el Consejo Nacional de Verona; de igual modo, el Sindicato de los Ferroviarios fue forzado a tomar la iniciativa de la “Alianza del Trabajo” (7). Nos podemos permitir preguntarnos si los frutos de la enérgica intervención del Partido en todos los frentes de la lucha proletaria no habrían sido más grandes todavía si la Internacional no hubiese preferido la vía aparentemente más rápida del frente único político con el viejo partido socialista para conquistar capas cada vez más amplias de la clase obrera, y al mismo tiempo no hubiese seguido al P.S.I. al precipicio, bajo el pretexto de impedirle que cayera en él.
Creer útil desembarazar al P.S.I. de la derecha reformista, imaginarse que se desembarazaría de su reformismo al mismo tiempo que de los reformistas declarados, era ilusionarse, pero esta ilusión era perniciosa en el más alto grado por sus efectos sobre las masas. Diariamente, éstas se batían contra la cobardía y la duplicidad de los maximalistas, tanto jefes sindicales como políticos. La experiencia les obligaba cada día más a identificarlos con los fascistas o, al menos, a considerarlos como agentes conscientes o inconscientes de la reacción patronal. Es, pues, con estupor como estas mismas masas veían llegar a los Congresos vomitivos del viejo P.S.I…. ¡delegaciones de la Internacional comunista! ¡Todo ocurría como si, a los ojos de Moscú, no hubiese un partido de la clase obrera y uno sólo, sino todo un abanico de partidos candidatos a este papel y como si solamente se tratase de negociar por la vía diplomática el paso de la candidatura a la investidura oficial! En las intenciones del Komintern, sin duda sinceras, eso era alta maniobra política, pero para los proletarios empeñados en una lucha cotidiana en todos los frentes, eso fue una trágica broma; para el Partido comunista de Italia, en fin, fue un puro y simple sabotaje de los resultados adquiridos a alto precio en el fuego de las luchas de clase.

LA SEGUNDA OLEADA

En su incurable estupidez, los maximalistas habían creído, como hemos visto más arriba, que el tratado de pacificación, firmado por Bacci…”con el corazón encogido” (¡sic!), marcaría “el principio de la disgregación de las fuerzas fascistas” (el Avanti del 9 de agosto de 1921). Había transcurrido menos de un mes cuando la ofensiva de los camisas negras se reanudaba, sostenidos más que nunca por el Estado y favorecidos por el desconcierto de una parte de la clase obrera.
El agosto, los pequeños episodios de violencia se multiplicaron y no disminuyeron después más que para dejar el lugar, a principios de septiembre, a una ofensiva de gran estilo. El 10 de septiembre, cuando la “marcha sobre Ravena”, tres mil camisas negras perfectamente equipados, armados y encuadrados pusieron a sangre y fuego los campos de la Romaña; el gobierno dejó hacer, y solamente el 27 de septiembre, después de la muerte de siete fascistas en Módena en el curso de una refriega con la guardia real es cuando lanzó un decreto prohibiendo llevar armas y las idas y venidas en autocar de una provincia a la otra, que tuvo como único efecto desarmar a los obreros y a los campesinos. Es característico que se necesitarán todavía, no obstante, 10 meses antes de que Ravena sea definitivamente conquistada por los héroes de la cachiporra, en circunstancias que pondrán una vez más de manifiesto el papel derrotista del P.S.I. y de la C.G.T. El 26 de septiembre, en Mola di Bari, el diputado socialista Giuseppe di Vagno es abatido a tiros de revólver. El inenarrable grupo parlamentario socialista no se asocia
“a la proposición de desencadenar una protesta nacional, proveniente de diversas organizaciones porque se propone seguir fiel a su intención de hacer todo y no omitir nada de lo que podría ser susceptible de detener la orgía de violencia que ensangrenta al país, es decir, no protestas que serían la ocasión de nuevas violencias, sino una acción consciente y tenaz para preparar la movilización civil de los trabajadores.”
El P.S.I. comprendía probablemente por eso el envío de una enésima petición al gobierno Bononi. El 20 de octubre, este gobierno que los socialistas no juzgaban suficientemente “fuerte”, lanza una circular ordenando el envío de unos 60.000 oficiales en curso de desmovilización a los centros de entrenamiento más importantes con la obligación de inscribirse en los grupos de asalto fascistas cuyo mando debían asegurar por un sueldo igual a los 4/5 del que habían percibido hasta entonces. No hacía falta menos para favorecer y acelerar el proceso de centralización y de disciplina, ya comenzado, de los grupos fascistas de asalto. Con sus diputados en frac, sus oficiales regulares a la cabeza de los grupos de asalto irregulares y pronto su organización de Partido, el fascismo presenta todas las características de la honorabilidad, ya no es un movimiento ilegal, sino un instrumento de la ley paralelo al Estado mismo. ¡He ahí donde desembocaron las “vías nuevas al socialismo” defendidas por primera vez en las fuentes bautismales por Ivanhoe Bonomi!
Sin embargo, no se ha dicho todo. Mientras que el fascismo se refuerza, mientras que los grupos de asalto esperan que la putrefacción del P.S.I. y de la C.G.T. haya destruido la última capacidad de resistencia de los centros obreros o incluso les haya abierto sus puertas (habrá que esperar todavía un año para esto), el ataque patronal se desencadena de modo sistemático. Los cuatro últimos meses de 1921 están marcados por una multitud de agitaciones que el oportunismo de la C.G.T. consigue encerrar en el marco regional (¡no se había llegado aún a la ignominia actual de las huelgas por empresas e incluso por talleres!). En agosto y septiembre, los obreros del textil y los trabajadores de la madera están en huelga a escala nacional, seguidos por los metalúrgicos de la región lombarda. Cuando acaban estas huelgas, son los metalúrgicos de Liguria y de la Venecia Julia los que paran a su vez. En el primer caso, la huelga de categoría coincide con una huelga general, pero allí también la agitación es suspendida mientras que en Venecia Julia se reanima y se generaliza. Apenas ha acabado la huelga de esta última provincia, cuando el asesinato de un tipógrafo en Trieste provoca una huelga general de esta categoría que los bonzos paran, por otro lado, al cabo de 24 horas; al mismo tiempo que esos movimientos poderosos pero desarticulados, se produce la huelga general antifascista de noviembre en Roma, a la que la C.G.T. pone fin mientras continúa la de los ferroviarios del Sur. Se puede citar todavía la huelga de Turín contra las condenas por hechos ocurridos durante la ocupación de las fábricas en 1920, la huelga general en Nápoles en solidaridad con los dockers y los metalúrgicos de la ciudad, el grave conflicto de los trabajadores del mar y muchos otros más. Son estos hechos los que dan todo su valor a la campaña por el frente único sindical realizada por el Partido comunista de Italia y que es paralela a su lucha por el encuadramiento militar de los obreros. El P.S.I. que ha firmado el pacto de pacificación tolera sin pesar que su apéndice confederal deje sin respuesta los vigorosos llamamientos de los comunistas a la unidad sindical y al reagrupamiento de todos los conflictos en una plataforma reivindicativa única que eleve al rango de una cuestión de principio la defensa del salario, de las ocho horas, de los contratos y acuerdos en vigor, de la organización económica y de los parados. Al ataque de la patronal, la C.G.T. no sabe oponer nada mejor que la proposición de una… ¡investigación sobre el estado de la industria, origen de mil reivindicaciones bastardas del oportunismo actual!
El lazo entre la lucha económica y la lucha militar llevadas por el partido según los criterios recordados más arriba, aparece luminosamente en el manifiesto siguiente

¡Contra la ofensiva de la reacción!
¡Trabajadores, camaradas!
La repetición de graves acontecimientos demuestra que la ofensiva de las bandas armadas reaccionarias está bien lejos de detenerse. Las violencias del fascismo, la reacción disimulada o abierta de la autoridad estatal no son más que de un aspecto del movimiento antiproletario general que, en el dominio económico se manifiesta por el intento de reducir el salario de los obreros y de agravar las condiciones de trabajo por medio de despidos y de sanciones y va acompañado por toda una campaña de mentiras y de violencias contra las organizaciones de los trabajadores.
Nuestro partido ha declarado más de una vez que todo esto confirma la profundidad de la crisis de la sociedad actual, crisis que empuja a la clase dominante misma a provocar al proletariado y a desafiarlo para que se lance a la lucha final.
Frente a la multiplicación de los episodios de agresión burguesa, el Partido comunista reafirma esta visión general de la situación así como la táctica aplicada por sus militantes. La consigna es: responder golpe por golpe, por los mismos medios que el adversario, combatir la ilusión perniciosa según la cual sería posible volver a la paz social en el marco de las instituciones actuales y denunciar los pretendidos esfuerzos de pacificación como actos de complicidad con los agresores y la clase dominante. Al mismo tiempo, el Partido comunista indica al proletariado el único camino a seguir para salir de una situación que se agrava cada día a expensas suyas y que debe ser afrontada en su conjunto, a la vez en el plano económico, social y político, es decir, por una acción de todo el proletariado, llevada a cabo realizando el frente único de todas las categorías y de todos los organismos locales de las clases trabajadoras.
Con este fin, aun ateniéndonos a nuestro programa político (el derrocamiento del Estado burgués y la instauración de la dictadura del proletariado), hemos definido en términos precisos, por intermedio del Comité sindical comunista, los fines que debería asignarse una acción de todo el proletariado italiano y hemos propuesto la proclamación de una huelga general común a todos los grandes sindicatos nacionales. La invitación precisa que hemos dirigido a la C.G.T., a la Unión sindical y al sindicato de los ferroviarios italianos para que convoquen sus Consejos nacionales a fin de discutir la proposición comunista y organizar de común acuerdo la acción general del proletariado, ha encontrado un amplio eco en las masas, pero no ha decidido todavía a los dirigentes a actuar.
Nuestro Partido concreta en esta proposición el programa de acción inmediata del proletariado. Los acontecimientos que se precipitan ponen en evidencia su justeza y su eficacia. Los otros partidos que se reclaman del proletariado y sobre todo el Partido socialista, hoy golpeado atrozmente en la persona de uno de sus diputados a pesar de sus protestas de desarme moral y material, guardan silencio sobre nuestra proposición, sin proyectar otros programas de acción proletaria.
¡Trabajadores!
Las hazañas sangrientas de las bandas fascistas que levantan en vosotros una ola de indignación, y la amenaza del hambre que pesa sobre vosotros y sobre vuestras familias, deben incitaros a hacer frente a la situación.
Reuniros en vuestras organizaciones para discutir y aceptar la proposición del Comité sindical comunista.
Reclamad la convocatoria de los Consejos nacionales de los grandes sindicatos para discutir su aplicación.
Exigid de los partidos y de los hombres políticos que os hablan de los intereses de los trabajadores explotados, ultrajados y atacados, que se pronuncien claramente sobre este problema candente, que digan lo que piensan de la acción que debe realizar el proletariado.
No hay salvación fuera de la acción general y directa de las masas, fuera de la lucha a fondo contra la burguesía que debe substituir los esfuerzos absurdos con miras a conciliar sus intereses y los vuestros. Hay que abatir el orden burgués legal, en lugar de restaurarlo.
Solamente así es como os salvaréis del hambre, de la reacción, de la agresión que hoy se desencadenan contra vosotros.
¡Viva la acción general de todo el proletariado contra la ofensiva capitalista, hacia la victoria revolucionaria final!
EL COMITÉ EJECUTIVO

Durante la segunda mitad de 1921, se asiste a un endurecimiento y a una reorganización de la defensa obrera en todos los frentes, a pesar del derrotismo del P.S.I. y de la C.G.T. La acción del joven P.C. de Italia no sólo reanima o enciende la combatividad proletaria, sino que le da además un sólido armazón. Es el vigor de la resistencia obrera, mucho más fuerte de lo que había previsto, e incluso infranqueable en los grandes centros urbanos, el que obliga al enemigo a concentrar y disciplinar sus propias fuerzas. Sin embargo, como lo hemos visto ya, permanecerá confinado en provincias y en zonas agrarias hasta agosto de 1922 y aún después y no logrará salir de allí, al precio de un gran esfuerzo, más que con la ayuda del Estado y de los traidores reformistas y maximalistas.
Así pues, mientras que los Bacci y Cía habían previsto una descomposición de la organización militar fascista después del pacto de pacificación, se vio, de un lado, que los “descompuestos” tomaban nuevas fuerzas gracias al pacto mismo, y del otro, que el proletariado no sólo se apoderaba de las armas – en lugar de abandonarlas - , sino incluso pasar con bastante frecuencia a la ofensiva bajo la influencia tonificante de la acción anti-pacifista de los comunistas. Por ejemplo, el día mismo en que se reunía en Roma el congreso de fundación del PNF, a principios de noviembre de 1921, los proletarios apoyados y dirigidos por el Partido asestaban a los insolentes cachiporreros un resonante golpe del que la contrarrevolución sacará…”valerosamente” la lección, evitando en adelante atacar frontalmente los centros obreros.

¿QUÉ ES, PUES, EL FASCISMO?

El episodio de Roma es significativo porque la agitación contra los camisas negras que habían afluido a Roma con ocasión del Congreso, bien decididos a “dejar un recuerdo de ellos”, comienza en tono popular y pequeño-burgués propio de la capital (legalidad contra ilegalidad; orden y civilización contra desorden y barbarie, etc…) para revestir enseguida poco a poco un carácter virilmente proletario. Cuando, el 9 de noviembre, un grupo de asalto fascista abre fuego al llegar a la estación sobre los ferroviarios acusados de hacer silbar la locomotora, el Comité de defensa proletario formado por las dos Bolsas del Trabajo decide finalmente proclamar la huelga general en Roma y en la provincia, dándole, no obstante, el carácter de una protesta contra esta violación de la ley. Por ejemplo, los Arditi del Popolo declaran “estar desgraciadamente obligados a declinar toda responsabilidad, no pudiendo frenar la protesta justa y sagrada de la masa proletaria de Roma”. Es solamente bajo la presión exterior, pero muy vigorosa, de los comunistas, como el Comité de defensa se decide a declarar la huelga a ultranza hasta que los camisas negras hayan abandonado la ciudad. Esta huelga se mantiene sin interrupción ni defección durante cinco días. El gobierno amenazó en vano a los ferroviarios con sanciones draconianas. Esto no impidió al personal de los ferrocarriles de todo el Sur y del sector de Ancona parar el trabajo en solidaridad con sus camaradas romanos. Los guardias reales intentaron vanamente hacer circular algunos trenes y es también tan inútilmente que los congresistas lanzaron un ultimátum (que jamás fue ejecutado) a los huelguistas. La capital fue completamente paralizada y los fascistas debieron renunciar pronto a sus primeros intentos de invadir los barrios obreros a causa de que salieron trasquilados de ellos. El 14 de noviembre fueron obligados finalmente a abandonar casi de prisa y corriendo la ciudad transformada en campo atrincherado. Cuatro muertos obreros y 115 heridos, de los cuales, 44 comunistas, tal fue el precio de la victoria, obtenida gracias a una enérgica batalla contra las fuerzas legales e ilegales del orden. Cuando el 24 de mayo del año siguiente, en 1922, los cachiporreros intenten hacerse dueños de Roma, es nuevamente del barrio proletario de San Lorenzo de donde partirá la chispa de una contraofensiva que les arrojará fuera, ignominiosamente batidos, en medio del furor popular. Todo esto demuestra de qué cosas son capaces los proletarios cuando la lucha es llevada hasta el final, sin límites ni vacilación, a cara descubierta, como lo preconizaba el Partido Comunista.
Para hacer el balance teórico de un año de lucha encarnizada y de sangrientos choques de clase como el año 1921, no se puede hacer nada mejor que citar una serie de artículos aparecidos en la prensa del Partido en el momento del congreso mussoliniano y que dan nuestra interpretación de partido sobre los orígenes y los fines del fascismo en el marco de la evolución del régimen burgués.
El Fascismo
“El movimiento fascista ha aportado a su congreso el bagaje de una potente organización, y aun proponiéndose desplegar espectacularmente sus fuerzas en la capital, ha querido también echar las bases de su ideología y de su programa ante los ojos del público, habiéndose imaginado sus dirigentes que tenían la obligación de dar a una organización tan desarrollada la justificación de una doctrina y de una política “nuevas”.
El fracaso que ha sufrido el fascismo con la huelga romana no es todavía nada al lado de la bancarrota que resalta de los resultados del congreso en lo referente a esta última pretensión. Es evidente que la explicación y, si se quiere, la justificación del fascismo no se encuentran en estas construcciones programáticas que quieren pasar por nuevas, pero que se reducen a cero tanto en cuanto obra colectiva como en cuanto intento personal de un jefe: infaliblemente destinado a la carrera de “hombre político” en el sentido más tristemente tradicional de la palabra, éste jamás será un “maestro”. Futurismo de la política, el fascismo no se ha elevado ni un milímetro por encima de la mediocridad política burguesa. ¿Por qué?
El Congreso, se ha dicho, se reduce al discurso de Mussolini. Ahora bien, este discurso es un aborto. Comenzando por el análisis de los otros partidos, no ha llegado a una síntesis que hubiese hecho aparecer la originalidad del partido fascista en relación a todos los otros. Si ha logrado en cierta medida caracterizarse por su violenta aversión hacia el socialismo y el movimiento obrero, no se ha visto en qué es nueva su posición respecto a las ideologías políticas de los partidos burgueses tradicionales.
La tentativa de exponer la ideología fascista aplicando una crítica destructiva a los viejos esquemas bajo forma de brillantes paradojas, se ha reducido a una serie de afirmaciones que no eran ni nuevas en sí mismas, ni estaban ligadas por un lazo cualquiera las unas a las otras en la síntesis nueva que se hacía de ellos, sino que repetían sin ninguna eficacia argumentos pasados de polémicas política y utilizados para todo por la manía de novedad que atormenta a los politicastros de la burguesía decadente de hoy. Así hemos asistido no a la revelación solemne de una nueva verdad (y lo que vale para el discurso de Mussolini vale igualmente para toda la literatura fascista), sino a una revista de toda la flora bacteriana que prospera en la cultura y la ideología burguesas de nuestra época de crisis suprema, y a variaciones sobre fórmulas robadas al sindicalismo, al anarquismo, a los restos de la metafísica espiritualista y religiosa, en una palabra, a todo menos, “afortunadamente”, a nuestro horripilante y brutal marxismo bolchevique.
¿Qué conclusión sacar de la mezcla informe de anticlericalismo francmasón y de religiosidad militante, de liberalismo económico y de antiliberalismo político, gracias a la cual el fascismo intenta distinguirse a la vez del programa del partido popular y del colectivismo comunista? ¿Qué sentido tiene afirmar que se comparte con el comunismo la noción antidemocrática de dictadura, cuando no se concibe esta dictadura sino como la coacción de la “libre” economía sobre el proletariado y se declara que esta “libre” economía es más necesaria que nunca? ¿Qué sentido hay en ensalzar la república, desde el momento en que se hace brillar la perspectiva de un régimen pre-parlamentario y dictatorial, y por consiguiente ultradinástico? ¿Qué sentido hay, finalmente, en oponer a la doctrina del partido liberal la de la derecha histórica que fue más seria e íntimamente liberal que el susodicho partido, a la vez en teoría y en la práctica? Si el orador hubiese sacado de todas estas enunciaciones una conclusión que las hubiese ordenado armoniosamente, sus contradicciones no habrían desaparecido, pero al menos habrían prestado al conjunto esa fuerza propia de las paradojas con las que toda nueva ideología se adorna. Pero como en este caso falta la síntesis final, no queda más que un fárrago de viejas historias y el balance es un balance de bancarrota.
El punto delicado era definir la posición del fascismo frente a los partidos burgueses del centro. Bien o mal, había manera de presentarse como adversario del partido socialista y del partido popular; pero la negación del partido liberal y la necesidad de desembarazarse de él y, en cierto sentido, substituirlo, no han sido teorizadas de modo aunque sólo sea un poco decente ni traducidas en un programa de partido. No queremos decir con eso, precisémoslo enseguida, que el fascismo no pueda ser un partido: lo será, conciliando perfectamente sus aversiones extravagantes hacia la monarquía, al mismo tiempo que hacia la democracia parlamentaria y hacia el…socialismo de Estado. Constatamos simplemente que el movimiento fascista dispone de una organización bien real y sólida que puede ser tanto política y electoral como militar, pero que carece de una ideología y de un programa propios. El Congreso y el discurso de Mussolini, que ha hecho no obstante el máximo para definir su movimiento, prueban que el fascismo es impotente para definirse a sí mismo. Es un hecho sobre el que volveremos en nuestro análisis crítico y que prueba la superioridad del marxismo que sí es perfectamente capaz de definir el fascismo.
El término “ideología” es un poco metafísico, pero lo emplearemos para designar el bagaje programático de un movimiento, la conciencia que tiene de los fines que sucesivamente debe alcanzar por su acción. Esto implica naturalmente un método de interpretación y una concepción de los hechos de la vida social y de la historia. En la época actual, justamente porque es una clase en declive, la burguesía tiene una ideología subdividida en dos. Los programas que exhibe exteriormente no corresponden a la conciencia interior que tiene de sus intereses y de la acción a ejercer para protegerlos. Cuando la burguesía era todavía una clase revolucionaria, la ideología social y política que le es propia, ese liberalismo que el fascismo se dice llamado a suplantar, tenía todo su vigor. La burguesía “creía” y “quería” según las tablas del programa liberal o democrático: su interés vital consistía en liberar su sistema económico de las trabas que el antiguo régimen ponía a su desarrollo. Estaba convencida de que la realización de un máximo de libertad política y la concesión de todos los derechos posibles e imaginables a todos los ciudadanos hasta el último, coincidían no sólo con la universalidad humanitaria de su filosofía sino con el desarrollo máximo de la vida económica.
De hecho, el liberalismo burgués no sólo fue una excelente arma política por medio de la cual el Estado abolió la economía feudal y los privilegios de los dos primeros “estados”, el clero y la nobleza. Fue también un medio no despreciable para el Estado parlamentario de cumplir su función de clase no sólo contra las fuerzas del pasado y su restauración, sino también contra el “cuarto estado” y los ataques del movimiento proletario. En la primera fase de su historia, la burguesía no tenía todavía conciencia de esta segunda función de la democracia, es decir, del hecho que estaba condenada a transformarse de factor revolucionario en factor de conservación, a medida que el enemigo principal dejaría de ser en lo sucesivo el antiguo régimen para serlo el proletariado. La derecha histórica italiana, por ejemplo, no tenía conciencia de ello. Los ideólogos liberales no se contentaban con decir que el método democrático de formación del aparato de Estado iba en interés de todo “el pueblo” y aseguraba una igualdad de derechos a todos los miembros de la sociedad: ellos se lo “creían”. No comprendían todavía que, para salvar las instituciones burguesas de las que eran los representantes, pudiese ser necesario abolir las garantías liberales inscritas en la doctrina política y en las constituciones de la burguesía. Para ellos, el enemigo del Estado no podía ser más que el enemigo de todos, un delincuente culpable de violar el contrato social.
A continuación, se hizo evidente para la clase dominante que el régimen democrático podía servir igualmente contra el proletariado y que era una excelente válvula de seguridad para el descontento económico de este último; la conciencia de que el mecanismo liberal servía magníficamente a sus intereses, arraigó, pues, cada vez más en la conciencia de la burguesía. Sólo desde entonces lo consideró como un medio y no ya como un fin abstracto, y se dio cuenta de que el uso de este medio no es incompatible con la función integradora del Estado burgués ni con su función de represión, incluso violenta, contra el movimiento proletario. Pero un Estado liberal que, para defenderse, debe abolir las garantías de la libertad, aporta la prueba histórica de la falsedad de la doctrina liberal misma en tanto que interpretación de la misión histórica de la burguesía y de la naturaleza de su aparato de gobierno. Por el contrario, sus verdaderos fines aparecen con claridad: defender los intereses del capitalismo por todos los medios, es decir, tanto por las diversiones políticas de la democracia como por las represiones armadas cuando las primeras no bastan ya para frenar los movimientos que amenazan al Estado mismo.
Esta doctrina no es, sin embargo, una doctrina “revolucionaria” de la función del Estado burgués y liberal. Para expresarlo mejor, lo que es revolucionario es formularla, y por esta razón, en la fase histórica actual la burguesía debe ponerla en práctica y negarla en teoría. Para que el Estado burgués cumpla su función que es represiva por naturaleza, hace falta que las pretendidas verdades de la doctrina liberal hayan sido reconocidas implícitamente como falsas, pero no es necesario de ningún modo volver atrás y revisar la constitución del aparato de Estado. Así, la burguesía no tiene que arrepentirse de haber sido liberal ni renegar del liberalismo: es por un desarrollo en cierta manera “biológico” como su órgano de dominación ha sido armado y preparado para defender la causa de la “libertad” por medio de las prisiones y de las ametralladoras.
Mientras enuncie programas y permanezca en el terreno político, un movimiento burgués no puede reconocer francamente esta necesidad de la clase dominante de defenderse por todos los medios, comprendidos los que están teóricamente excluidos por la constitución. Sería una falsa maniobra desde el punto de vista de la conservación burguesa. Por otro lado, es indiscutible que el noventa y nueve por ciento de la clase dominante siente cuán falso sería, desde este mismo punto de vista, repudiar hasta la forma de la democracia parlamentaria y reclamar una modificación del aparato de Estado, tanto en un sentido aristocrático como autocrático. De la misma manera que ningún Estado pre-napoleónico estaba tan bien organizado como los Estados democráticos modernos para los horrores de la guerra (y no sólo desde el punto de vista de los medios técnicos), ninguno habría llegado tampoco a la suela de sus zapatos para la represión interior y la defensa de su existencia. Es lógico, pues, que en el período actual de represión contra el movimiento revolucionario del proletariado la participación de los ciudadanos pertenecientes a la clase burguesa (o a su clientela) en la vida política revista aspectos nuevos. Los partidos constitucionales organizados para hacer salir de las consultas electorales del pueblo una respuesta favorable al régimen capitalista firmada por la mayoría, ya no bastan. Es necesario que la clase sobre la que reposa el Estado ayude a éste en sus funciones según las exigencias nuevas. El movimiento político conservador y contrarrevolucionario debe organizarse militarmente y cumplir una función militar en previsión de la guerra civil.
Conviene al Estado que esta organización se constituya “en el país”, en la masa de ciudadanos, porque entonces la función de represión se concilia mejor con la defensa desesperada de la ilusión que pretende que el Estado es el padre de todos los ciudadanos, de todos los partidos y de todas las clases.
Por el hecho de que el método revolucionario gana terreno en la clase obrera, la prepara a una lucha y un encuadramiento militares y la esperanza de una emancipación por las vías legales, es decir, permitidas por el Estado, disminuye en las masas, el Partido del orden se ve obligado a organizarse y a armarse para defenderse. Al lado del Estado, pero expuesto a sus propuestas bien lógicas, este partido va “más rápido” que el proletariado en armarse, se arma mejor también y toma la ofensiva contra ciertas posiciones ocupadas por su enemigo y que el régimen liberal había tolerado: ¡pero no hay que tomar este fenómeno por el nacimiento de una partido adversario del Estado en el sentido de que quisiera apoderarse de él para darle formas pre-liberales!
Tal es para nosotros la explicación del nacimiento del fascismo. El fascismo integra el liberalismo burgués en lugar de destruirlo. Gracias a la organización de que rodea a la máquina oficial de Estado, realiza la doble función defensiva que la burguesía necesita.
Si la presión revolucionaria del proletariado se acentúa, la burguesía tenderá probablemente a intensificar al máximo estas dos funciones defensivas que no son incompatibles, sino paralelas. Hará ostentación de la política democrática socialdemócrata más audaz aun lanzando los grupos de asalto de la contrarrevolución sobre el proletariado para aterrorizarlo. Pero eso es otro aspecto de la cuestión que sirve únicamente para probar cuán desprovista de sentido está la antítesis entre fascismo y democracia, como la actividad electoral del fascismo basta para probarlo, por otro lado.
No es necesario ser un águila para convertirse en un partido electoral y parlamentario. Tampoco es necesario resolver el difícil problema de la elaboración de un programa “nuevo”. Jamás el fascismo podrá formular su razón de ser en tablas programáticas, ni formarse una conciencia exacta de ella puesto que el mismo es el producto del desdoblamiento del programa y de la conciencia de toda una clase y puesto que, si tuviese que hablar en nombre de una doctrina, tendría que entrar en el marco histórico del liberalismo tradicional que le ha confiado la tarea de violar su doctrina “para uso externo” aún reservándose la de predicarla como en el pasado.
El fascismo no ha sabido, pues, definirse a sí mismo en el Congreso de Roma y jamás aprenderá a hacerlo (sin renunciar por ello a vivir y a ejercer su función) puesto que el secreto de su constitución se resume en la fórmula: la organización lo es todo, la ideología no es nada que responde dialécticamente a la fórmula liberal: la ideología lo es todo, la organización no es nada.
Después de haber demostrado sumariamente que la separación entre doctrina y organización caracteriza a los partidos de una clase decadente, sería muy interesante probar que la síntesis de la teoría y de la acción es lo propio de los movimientos revolucionarios ascendentes, proposición corolario que responde a un criterio rigurosamente realista e histórico. Lo que, si se da prueba de esperanza, conduce a la conclusión de que cuando se conoce al adversario y las razones de su fuerza mejor que él mismo, y se saca la fuerza propia de una conciencia clara de los fines a alcanzar, ¡no se puede dejar de vencer!
(Ordine nuevo, 17-11-1921).

OTRA VEZ ACERCA DEL “PROGRAMA FASCISTA”

Los argumentos desarrollados más arriban son recogidos en un artículo publicado el 30 de noviembre de 1921 en la prensa del Partido y que merece tanto como el precedente ser citado integralmente:

El Programa fascista
“Al mismo tiempo que el manifiesto del partido, el diario fascista ha publicado un artículo destinado (así como una serie de otros) a defender el movimiento contra la acusación de no tener ni programa, ni ideología ni doctrina, acusación que ha sido formulada desde todas partes contra él. El líder fascista responde a este coro de reproches con una cierta irritación: ¿Ustedes reclaman de nosotros un programa? ¿Ustedes lo reclaman de mí? ¿Les parece a ustedes que no he logrado formularlo en mi discurso de Roma? y encuentra un quite no desprovisto de valor polémico: ¿es que los movimientos políticos que dicen haber sido decepcionados en su espera tendrían ellos mismos un programa? Después de lo cual, establece dos cosas: en primer lugar, es justamente porque los partidos burgueses y pequeñoburgueses no tienen programa por lo que esperaban uno del fascismo; en segundo lugar, no debe reprocharse al fascismo su falta de programa, pues esta falta constituye un elemento importante para comprender y definir su naturaleza.
El director del diario fascista pretende enseguida mostrar que si el fascismo no tiene ni tablas programáticas ni cánones doctrinales, es porque sale de la tendencia más moderna del pensamiento filosófico, de las teorías de la relatividad que, según el, habrían hecho tabla rasa del historicismo (8) para afirmar el valor del activismo absoluto. Este descubrimiento del Duce presta ampliamente el flanco a la broma: desde hace muchos años, él no ha hecho más que relativismo por intuición, pero, preguntamos nosotros, ¿qué político no podría decir otro tanto y reivindicar la etiqueta de “REACTIVISMO PRÁCTICO”? Mejor es hacer notar que esta aplicación del relativismo, del escepticismo y del activismo a la política no tiene nada de nuevo. Es, por el contrario, un repliegue ideológico muy corriente que se explica objetivamente por las exigencias de la defensa de la clase dominante, como nos lo enseña el materialismo histórico. En la época de su decadencia, la burguesía se ha hecho incapaz de trazarse una vía (es decir, no sólo un esquema de la historia sino también un conjunto de fórmulas de acción); por esta razón, para cerrar el camino que otras clases se proponen tomar, en su agresividad revolucionaria, ella no encuentra nada mejor que recurrir al escepticismo universal, filosofía característica de las épocas de decadencia. Dejemos de lado la doctrina de la relatividad de Einstein, que se refiere a la física…Su aplicación a la política y a la historia de nuestro desdichado planeta no podría tener efectos muy sensibles: si se piensa que esta doctrina corrige la evaluación del tiempo en función de la rapidez de la luz y que el tiempo empleado por un rayo luminoso en recorrer las más largas distancias mensurables sobre nuestro globo es inferior a la veinteava parte de segundo, se comprende que la cronología de los acontecimientos terrestres no quedaría afectada por ello de ninguna manera. ¿Qué nos importa saber si Mussolini hace relativismo por intuición desde hace diez años, o bien desde hace diez años más una veinteava parte de segundo?
Pero las aplicaciones del relativismo y del activismo filosófico a la política y a la praxis social son una vieja historia y constituyen un síntoma de impotencia funcional, simplemente. La única aplicación lógica de estas doctrinas a la vida social reside en el “me importa un bledo” subjetivo de los individuos; sin programas de reforma y de revolución de la sociedad, ya no hay grandes organizaciones colectivas: no queda más que la acción de los particulares y, a lo más, de grupos limitados independientes y dotados del máximo de iniciativa.
Las dos formas bien conocidas de revisión del marxismo, el reformismo y el sindicalismo, han sido escépticas y relativistas, en perfecta lógica con ellas mismas. Bernstein dijo mucho antes que Mussolini que el fin no es nada y que la acción, el movimiento, lo es todo. Se intentaba quitar al proletariado la visión de una meta final y al mismo tiempo se le arrancaba también la concepción unitaria que implica la lucha en función de una orientación única. Se reducía así el socialismo a la lucha de grupos inconexos, por fines contingentes, con un abanico ilimitado de métodos, es decir, a ese “movilismo” que el Duce invoca hoy. Es una actitud idéntica la que ha dado origen al sindicalismo. La crítica relativista parece considerar que el sistema que habla a la clase obrera de la unidad de su movimiento en el tiempo y en el espacio, no es más que una antigualla mil veces refutada y enterrada. Pero esta crítica que se presenta día tras día como “nueva”, no es a su vez más que una machaconería gastada de pequeños burgueses; se parece al elegante escepticismo religioso de los últimos aristócratas que, en la víspera de la gran revolución burguesa, no tenían la fuerza de luchar por la conservación de su propia clase; en un caso como en el otro, son los síntomas de la agonía.
Por el contrario, el fascismo no tiene, por su propia naturaleza, ningún derecho a reclamarse del relativismo. Muy al contrario, se podría decir que representa los últimos esfuerzos de la clase dominante actual para darse líneas de defensa seguras y para defender su derecho a la vida frente a los ataques revolucionarios. Es un historicismo negativo, pero un historicismo al fin y al cabo. El fascismo posee una organización unitaria de una indiscutible solidez, la organización de todas las fuerzas decididas a defender desesperadamente por la acción posiciones teorizadas desde hace mucho tiempo: he ahí por qué aparece no como un partido que aporta un programa nuevo, sino como una organización que lucha por un programa que existe desde hace mucho tiempo, el del liberalismo burgués.
El escepticismo hacia el Estado burgués, del que parece dar testimonio el manifiesto del partido fascista, no debe ni puede inducir a error. Deducir de él que para el pensamiento y el método fascistas, la noción misma de Estado no es una “categoría fija”, sería hacer un juego de palabras desprovisto de sentido. El fascismo pone, efectivamente, el Estado y su función en relación con una nueva categoría poseedora de un absolutismo no menos dogmático que ningún otro: la Nación. La inicial que ha quitado a la palabra Estado, el fascismo se la añade a la palabra nación. De qué manera la voluntad y la solidaridad nacionales podrían no ser expresiones “historicistas” y “democráticas”, ¡he ahí lo que los filósofos del fascismo deberían explicarnos! Y para esto les haría falta comprender la diferencia que existiría entre su principio supremo, la Nación, y la real organización actual del Estado.
En realidad, el término “Nación” equivale simplemente a la expresión burguesa y democrática de soberanía popular, soberanía que se manifiesta, pretende el liberalismo, en el Estado. El fascismo no ha hecho, pues, más que heredar nociones liberales, y su recurso al imperativo categóricamente nacional no es sino una manifestación de más del engaño clásico consistente en disimular la coincidencia entre Estado y clase capitalista dominante. Basta una crítica superficial para demostrar, primeramente, que la Nación del manifiesto fascista es indiscutiblemente una “categoría” y que tiene en la ideología un valor tan absoluto que aquel que osa blasfemar contra ella es condenado al sacrificio expiatorio…de la tunda de palos; y en segundo lugar, que esta Nación no es ninguna otra cosa más que la burguesía y el régimen que ella defiende, es decir, la anticategoría de la revolución proletaria. Muchos movimientos pequeñosburgueses que toman actitudes pseudorrevolucionarias – y que hoy, por paradójico que pueda parecer, convergen todos hacia el fascismo – invocan también el epíteto “nacional”. Sería imposible comprender por qué la Nación reside en el movimiento de los voluntarios fascistas más bien que en la masa desorganizada (u organizada en otras minorías) que es su enemiga natural, si el concepto de Nación no disimulase los mismos elementos que nos conducen, a nosotros marxistas, a establecer que el Estado burgués, que habla en nombre de todos, es una organización minoritaria para la acción de una minoría: la burguesía. La vacilación de la potente organización de los voluntarios fascistas frente a la organización estatal no denota una independencia de movimiento por parte de ellos, sino únicamente la existencia de una división de las funciones conforme a las exigencias de la conservación burguesa. Porque es necesario que el Estado guarde el derecho de presentarse como la expresión democrática de los intereses de todos, esta milicia de clase debe formarse necesariamente fuera de él; y ésta, a su vez, osa tan poco ser coherente con las filosofías que pregona, que en lugar de presentarse como la expresión de una élite reduce su programa a un vago “nominalismo” que, además, tiene la propiedad de ser democrático en el sentido tradicional y vulgar: la Nación.
El relativismo domina en las capas burguesas desvirilizadas y resignadas a la derrota, a las cuales su propia desorganización prueba que el pensamiento y la dominación burguesas han fracasado. Pero la organización unitaria que reagrupa y encuadra las últimas capacidades de lucha de la burguesía muestra que las fuerzas del pasado aún capaces de unirse no se reúnen sobre la base de un programa a ofrecer a la historia de mañana (ninguna corriente burguesa, ni siquiera el fascismo, puede encontrar nada semejante) y que obedecen solamente a la decisión instintiva de impedir la realización del programa revolucionario. Si éste hubiese sido batido en el terreno teórico, si no hubiese podido refutar las tesis nuevas y seductoras que brillan en los artículos del líder fascista y si la burguesía no olfatease en él un peligro, es decir, la realidad de mañana, ¡el Duce podría perfectamente licenciar a sus camisas negras y en nombre de la filosofía relativista y activista abolir la disciplina inmovilista a la que pretende constreñirlas cada vez más!

¡VIVA EL GOBIERNO FUERTE DE LA REVOLUCIÓN!

Frente a la amenaza de un nuevo y poderoso rival parlamentario, los partidos de la democracia, con los socialistas a la cabeza, volvieron a lanzar la campaña por un “bloque de izquierda” tendente a…reforzar el Estado y su autoridad contra los ataques pérfidos del “ilegalismo” fascista. Por esta razón el Partido comunista publicó el 3 de diciembre de 1921 un artículo que reafirmaba con vigor la posición comunista clásica sobre tales maniobras de diversión y que les oponía la vía única e inmutable del comunismo:
Del gobierno
“La posición de los comunistas sobre todas las necedades que profieren en la Cámara los demócratas, los socialdemócratas y los socialistas que se preparan a comenzar de nuevo la vieja farsa del bloque de izquierda es extremadamente simple.
No es cierto de ninguna manera que el fascismo existe porque no hay un gobierno capaz de reprimirlo. Es una mentira hacer creer que la formación de un gobierno de esta naturaleza y, en general, el desarrollo de las relaciones entre la acción del Estado y la del fascismo pueda depender de la marcha de las cosas en el Parlamento. Si se constituyese un gobierno fuerte – es decir, un gobierno capaz de imponer la ley actual – el fascismo entraría por sí mismo en sueño, puesto que no tiene otro fin que hacer respetar realmente la ley burguesa, la ley que el proletariado tiende a demoler, que ha comenzado a demoler y que continuará demoliendo desde el momento en que se relajen las resistencias conservadoras. Para el proletariado, los efectos del gobierno fuerte son los mismos que los del fascismo: el máximo de engaño.
Hagamos algunas aclaraciones a estas tres afirmaciones que oponemos al juego nauseabundo de esa “izquierda” política que se forma en los contactos y regateos obscenos del Parlamento y a la que renovamos de todo corazón la expresión de asco que nos inspira y que es mil veces superior al que merecen todos los reacionarismos, clericalismos y nacional-fascismos de ayer y de hoy.
El Estado burgués, cuya potencia efectiva no reside en el parlamento, sino en la burocracia, la policía, el ejército, la magistratura, no se ve mortificado de ningún modo por ser suplantado por la acción salvaje de las bandas fascistas. No se puede estar contra algo que se ha preparado y que se defiende. Cualesquiera que sea el grupo de payasos instalado en el poder, la burocracia, la policía, el ejército y la magistratura están, pues, por el fascismo, que es su aliado natural.
Para eliminar al fascismo, no hay necesidad de un gobierno más fuerte que el actual: bastaría que el aparato de Estado dejase de apoyarle. Ahora bien, el aparato de Estado prefiere emplear contra el proletariado la fuerza del fascismo, al que sostiene indirectamente, antes que su propia fuerza, y hay razones profundas para ello.
Nosotros los comunistas no somos tontos hasta tal punto que reclamemos un “gobierno fuerte”. Si creyésemos que basta pedir para obtener, reclamaríamos, por el contrario, un gobierno verdaderamente débil: así el Estado y su formidable organización serían impotentes para intervenir en el duelo entre blancos y rojos. Entonces, los demócratas a la Labriola verían bien que se trata de una verdadera guerra civil y el Duce, que no es cierto que sus victorias sean debidas al “bajo materialismo” de los trabajadores. Nosotros los comunistas somos los que les daríamos enseguida “gobierno fuerte”, tanto a los unos como al otro. Pero la hipótesis es absurda.
El fascismo ha nacido de la situación revolucionaria. Revolucionaria porque la barraca burguesa ya no funciona, porque el proletariado se ha puesto a darle los primeros golpes. La demagogia vulgar y la incomparable bajeza de los falsos jefes proletarios de diversos matices que hay en el partido socialista han saboteado la marcha adelante del proletariado. Pero esto no cambia nada al hecho que la clase obrera revolucionaria de Italia ha tomado audazmente la iniciativa del ataque contra el Estado burgués, el gobierno, el orden capitalista, es decir, contra la ley que preside la explotación de los trabajadores.
La situación puede cambiar, la crisis capitalista agravarse o arreglarse momentáneamente, el proletariado hacerse más agresivo o sucumbir a los golpes del enemigo y dejarse dispersar por los infames socialistas, otras tantas hipótesis de las que no tenemos que decir aquí cuál es la más probable. Es de estas modificaciones, en todo caso, de las que depende el cambio de las funciones del fascismo en relación a la organización estatal. Si el proletariado es batido, cualquier gobierno hará automáticamente el papel de “gobierno fuerte”, y las bandas fascistas podrán dedicarse al fútbol o a la adoración de los códigos sagrados del derecho en vigor. Si el proletariado replica al ataque, el jueguecito de la alianza secreta entre los liberales del gobierno y las formaciones fascistas continuará durante algún tiempo, con un ministerio Nitti o Modigliani, poco importa; pero el momento en que los fascistas y los demócratas del bloque de izquierda se pondrán de acuerdo sobre el hecho – perfectamente exacto – de que el único enemigo del orden actual es el proletariado revolucionario, no tardará y entonces actuarán abiertamente juntos para el triunfo de la contrarrevolución.
La evolución de estos fenómenos sociales e históricos no tiene nada que ver con la exhibición actual de los idiotas y de los pillos del Parlamento. La constitución de la “izquierda burguesa”, que de 150 diputados cuenta con 145 candidatos a puestos de ministros, no tendrá ninguna influencia sobre esta evolución, y es por el contrario ésta la que podría conducir al poder a un cualquiera Dugoni, un Vavirca u otros personajes de la misma calaña, derrotistas hasta la médula cuando se trata de los intereses proletarios y que los trabajadores cometen el error de elegir y tomar en serio cuando prorrumpen en jeremiadas acerca de las violencias fascistas.
Para pretender, como el crítico sutil que es Labriola, que se puede llegar a un gobierno capaz de desarmar al fascismo y devolver al Estado su función de único defensor del orden, a través de simples maniobras parlamentarias, hay que estar empujado por el arribismo político más vulgar, hasta tal punto es estúpida la afirmación. Sin embargo, admitamos por un instante que sea cierto, ¿qué resultaría de ello para el proletariado? Un engaño, repitámoslo. El más solemne de los engaños.
Hubo un tiempo en que el juego de la izquierda se oponía al de la derecha burguesa porque ésta última empleaba medios coercitivos para mantener el orden, mientras que ella pretendía mantenerlo por medios liberales. Hoy, la época de los medios liberales está cerrada y el programa de la izquierda consiste en mantener el orden con más “energía” que la derecha. Se hace tragar esta píldora a los trabajadores bajo el pretexto de que son los “reaccionarios” los que perturban el orden y que son las bandas armadas de Mussolini las que pagarían la “energía” del gobierno de la izquierda.
Pero como el proletariado tiene por misión destruir vuestro orden maldito para instaurar el suyo, no tiene peor enemigo que aquellos que proponen defenderlo con el máximo de energía.
Si se pudiese creer al liberalismo, el proletariado exigiría de la burguesía un gobierno liberal a fin de poder instaurar su dictadura con un sacrificio menor. Pero sería culpable de dar a las masas una tal ilusión. Los comunistas, pues, denuncian el programa de la “izquierda” como un fraude, tanto cuando ésta gime acerca de las libertades públicas violadas como cuando se lamenta de que el gobierno no es suficientemente fuerte. La única cosa de que se puede uno regocijar es que a medida que este fraude se desvela más netamente, el liberal aparece más como un gendarme; incluso si se pone el uniforme para arrestar a Mussolini, sigue siendo siempre un gendarme. No arrestará, ciertamente, a Mussolini pero montará la guardia para proteger el enemigo de la clase obrera: el Estado actual.
Nosotros no estamos, pues, ni por el gobierno débil ni por el gobierno fuerte; ni por el de la derecha, ni por el de la izquierda. No se nos hace tragar estas distinciones de efecto puramente parlamentario. Nosotros sabemos que la fuerza del Estado burgués no depende de las maniobras de pasillo de los diputados y estamos por un solo gobierno: el gobierno revolucionario del proletariado. No se lo pedimos a nadie, lo preparamos contra todos, en el seno mismo del proletariado.
¡Viva el gobierno fuerte de la revolución!
Con estas vigorosas palabras, que definen claramente la única “alternativa al fascismo” por la que los comunistas dignos de este nombre podían luchar, es como terminaremos el estudio de los acontecimientos de 1921. La continuación de este artículo describirá los principales episodios de los años 1922, 1923 y 1924 y de la lucha que, hasta el final, continuó llevando contra corriente el Partido comunista de Italia.

NOTAS
(1) Término que sirve para designar, en italiano, a los parlamentarios (“onorevole”).
(2) Es esta solución la que triunfó cuando Ivanhoe Bonomi, padre de todas las “vías nuevas al socialismo”, llegó a presidente del consejo.
(3) Como ya lo hemos indicado, los “arditi” eran grupos de asalto del ejército regular provistos de puñales y granadas de mano.
(4) En septiembre de 1919, jugando a los Garibaldi, d´Annunzio ocupa Fiume con sus “arditi”; pero habiendo declarado el tratado de Rapallo a Fiume Estado independiente, el ejército italiano expulsa a d´Annunzio de la ciudad (27-29 de diciembre de 1920).
(5) El grupo ordinovista de Gramsci, siempre inestable aunque dispuesto a disciplinarse al…primer latigazo, coqueteó al principio con los Arditi del Popolo, de igual modo, en 1924, en la época de la crisis Matteotti, Gramsci no podrá abstenerse de visitar a…gabriele d´Annunzio, en tanto que posible oponente al fascismo.
(6) Programme Communiste publicará próximamente un artículo ilustrando la lucha vigorosa del Partido Comunista de Italia en los meses aquí evocados para movilizar a los obreros por encima de los malos pastores en el terreno de la lucha económica, que es el terreno natural de la lucha de clase en general.
(7) Es decir, el frente único de las diferentes centrales sindicales en la lucha reivindicativa.
(8) Es decir, de la doctrina según la cual la historia obedecería a leyes.

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