martes, 20 de septiembre de 2011

LOS FACTORES DE RAZA Y NACIÓN EN LA TEORÍA MARXISTA-Il programma comunista-bordiga-1953-0900

LOS FACTORES DE RAZA Y NACIÓN EN LA TEORÍA MARXISTA
Título original: "I fattori di razza e nazione nella teoria marxista",
publicado en los números 16 al 20 del periódico
quincenal «Il programma comunista», Septiembre-Noviembre de 1953.
Traducido al español por el Partido Comunista Internacional.









INDICE
INTRODUCCION
Impotencia de la banal posición "negativista"
¿Razas, naciones o clases?

Oportunismo en la cuestión nacional


PARTE PRIMERA
Reproducción de la especie y economía productiva, aspectos
inseparables de la base material del proceso histórico
Trabajo y sexo

Individuo y especie

Herencia biológica y tradición social

Factores naturales y desarrollo histórico

Prehistoria y lenguaje

Trabajo social y palabra

Base económica y superestructura

Stalin y la lingüística

Tesis idealista de la lengua nacional

Referencias y deformaciones

Dependencia personal y económica


PARTE SEGUNDA
Interpretación marxista de la lucha política y del distinto peso
del factor nacional en los modos históricos de producción
De la raza a la nación

Aparición del Estado

Estados sin nación

Nación helénica y cultura

Nación romana y fuerza

Ocaso de la nacionalidad

Estructura de los bárbaros alemanes

La sociedad feudal como organización anacional

Las bases de la sociedad moderna


PARTE TERCERA
El movimiento del proletariado moderno y las luchas por la
formación y la libertad de las naciones
Obstáculos feudales a la aparición de las naciones modernas

Localismo feudal e iglesia universal

Universalismo y centralismo político

Reivindicaciones revolucionarias de las burguesías nacionales

Superestructuras iridiscentes de la revolución capitalista

El proletariado entra en la escena histórica

Lucha proletaria y ámbito nacional

Estrategia proletaria en la Europa de 1848

Repliegue revolucionario y movimiento obrero

Luchas de formación de las naciones después de 1848

La cuestión polaca

La Internacional y la cuestión de las nacionalidades

Los eslavos y Rusia

Guerras de 1866 y 1870

La Comuna y el nuevo ciclo

Época imperialista y residuos irredentistas

Una fórmula para Trieste ofrecida a los "contingentistas"

Revolución europea











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Introducción
LA IMPOTENCIA DE LA BANAL POSICIÓN "NEGATIVISTA"


¿Razas, naciones o clases?

1. El método de la izquierda comunista italiana e internacional nunca ha tenido nada en común con el falso extremismo dogmático y sectario que pretende superar con vacías negaciones verbales y literarias, las fuerzas presentes en los procesos reales de la historia.
En un reciente "Hilo del Tiempo" ("Presión racial del campesinado, presión clasista de los pueblos de color", Il Programma Comunista, nº14, 24 de agosto de 1953) que contiene una serie de disertaciones acerca de la cuestión nacional-colonial y de la cuestión agraria – por tanto, de las principales cuestiones sociales contemporáneas en las que están en juego importantes fuerzas que no se limitan solo al capital industrial y al proletariado asalariado – se ha demostrado con citas documentales que el marxismo revolucionario perfectamente ortodoxo y radical reconoce la importancia presente de tales factores y la correspondiente necesidad de tener, con arreglo a ellos, una práctica de clase y de partido adecuada; y esto no sólo citando a Marx, Engels y Lenin, sino también los mismos documentos base, desde 1920 a 1926, de la oposición de izquierda en la Internacional y del Partido Comunista de Italia que en aquel período formaba parte integrante de aquella.
Solamente en las hueras insinuaciones de los adversarios de la izquierda, encaminados desde entonces sobre la vía del oportunismo y hoy hundidos de manera espantosa en la abjuración del marxismo clasista y en la política contrarrevolucionaria, la izquierda ha sido partícipe del error absolutista y metafísico según el cual el partido comunista no debe preocuparse más que del duelo entre las fuerzas puras del capital moderno y de los obreros asalariados, duelo del que surgirá la revolución proletaria, negando e ignorando la influencia sobre la lucha social de cualquier otra clase y de cualquier otro factor. En nuestra reciente obra de reproposición de los fundamentos de la economía marxista y del programa revolucionario marxista hemos mostrado ampliamente cómo esta «fase» pura no existe en la realidad tampoco en ningún país, ni siquiera en los más densamente industriales y en los que han tenido una consolidación más antigua del dominio político de la burguesía como pueden ser Inglaterra, Francia, Estados Unidos; al contrario, esta «fase» no se verificará nunca en ningún sitio, y su aparición no constituye en absoluto una condición para la victoria revolucionaria del proletariado.
Por lo tanto es una solemne tontería decir que, siendo el marxismo la teoría de la moderna lucha de clase entre capitalistas y obreros y el comunismo el movimiento que conduce la lucha del proletariado, negamos un efecto histórico a las fuerzas sociales de las otras clases, por ejemplo los campesinos, y a las tendencias y presiones raciales y nacionales, y que al establecer nuestra acción consideramos como superfluos tales elementos.

2. El materialismo histórico, presentando de un modo nuevo y original el curso de la prehistoria, no sólo ha considerado, estudiado y valorado los procesos de formación de familias, grupos, tribus, razas y pueblos hasta la formación de las naciones y de los Estados políticos, sino que precisamente los ha explicado ligados y condicionados al desarrollo de las fuerzas productivas, y como manifestación y confirmación de la teoría del determinismo económico.
Indudablemente la familia y la horda son formas que encontramos también entre las especies animales, y suele decirse que aún las más evolucionadas de ellas, si bien comienzan a presentar ejemplos de organización colectiva con unos objetivos de defensa común y conservación e incluso de recolección y provisión de alimentos, no presentan todavía una actividad productiva, que distingue al hombre, incluso al más primitivo. Sería mejor decir que lo que distingue a la especie humana no es el conocimiento ó el pensamiento ó esa partícula de luz divina, sino la capacidad de producir no sólo objetos de consumo sino también objetos destinados a una ulterior producción, como los primeros y rudimentarios utensilios de caza, de pesca, de recogida de frutos, y posteriormente de trabajo agrícola y artesano. Esta primera necesidad de organizar la producción de los utensilios se enlaza, caracterizando a la especie humana, con la de dar una disciplina y una normativa al proceso reproductivo, superando la ocasionalidad de la relación sexual con formas bastante más complejas que las que presentaba el mundo animal. Sobre todo en la clásica obra de Engels, que utilizaremos ampliamente, se muestra la inseparable conexión, si no la identidad, existente entre el desarrollo de las instituciones familiares y el de las productivas.
Por lo tanto, en la visión marxista del curso histórico humano, antes incluso de que aparezcan las clases sociales – toda nuestra batalla teórica se dirige a mostrar que éstas no son eternas; tuvieron un principio y tendrán un final – se da la única explicación posible sobre bases científicas y materiales, de la función del clan, de la tribu y de la raza y de su ordenamiento bajo formas cada vez más complejas por efecto de las características del ambiente físico y del incremento de las fuerzas productivas y de la técnica de que dispone la colectividad.

3. El factor histórico de las nacionalidades y de las grandes luchas de ellas y para ellas, presente de manera variada en toda la historia, es decisivo con la aparición de la forma social burguesa y capitalista a medida que ésta se extiende sobre la tierra, y Marx en su época dedicó la máxima atención, no menor que la dedicada a los procesos de la economía social, a las luchas y guerras de sistematización nacional.
Existiendo ya desde 1848 la doctrina y el partido del proletariado, Marx no sólo dio la explicación teórica de esas luchas según el determinismo económico, sino que se preocupó de establecer los límites y las condiciones de tiempo y lugar para el apoyo a las insurrecciones y guerras estatales independentistas.
Al desarrollarse las grandes unidades organizadas de pueblos y de naciones, y al sobreponerse a ellas y a su dinamismo social ya diferenciado de castas y clases las formas y jerarquías estatales, el factor racial y nacional se presenta con un papel diverso en las distintas épocas históricas; esclavismo, señorío, feudalismo, capitalismo. Su importancia varía de una forma a otra, tal y como se verá en la segunda parte y como tantas veces se ha expuesto. En la época moderna, en la que se ha iniciado y se difunde en el mundo el paso de la forma feudal, de dependencia personal, intercambio limitado y local, a la forma burguesa de servidumbre económica y formación de los grandes mercados unitarios nacionales, hacia el mercado mundial, la sistematización de la nacionalidad según la raza, la lengua, las tradiciones y la cultura y la reivindicación que Lenin resumía en la fórmula: «una nación, un Estado» (mientras explicaba que era necesario luchar por ella pero diciendo que era una fórmula burguesa y no proletaria y socialista) posee una fuerza fundamental en la dinámica de la historia. Esto que Lenin constata para la época anterior a 1917 en Europa oriental fue cierto para Marx desde 1848 para toda Europa occidental (salvo Inglaterra) y hasta 1871, como es de sobra conocido. Y hoy es cierto fuera de Europa, en partes inmensas de las tierras habitadas, aunque el proceso sea animado y acelerado por el potencial de los intercambios económicos y de todo tipo a escala mundial. Por lo tanto es actual el problema de la posición que hay que asumir frente a las tendencias irresistibles en los pueblos «atrasados» hacia luchas nacionales de independencia.



Oportunismo en la cuestión nacional

4. El nudo dialéctico de la cuestión no está en identificar una alianza en la lucha física con fines revolucionarios antifeudales entre Estados burgueses y clase y partido obrero con una abjuración de la doctrina y de la política de la lucha de clase, sino en mostrar que también en las condiciones históricas y en las áreas geográficas en las que esa alianza es necesaria e ineluctable debe permanecer íntegra, y ser llevada al máximo la crítica teórica programática y política de los fines y de las ideologías por las que combaten los elementos burgueses y pequeño-burgueses.
En la parte tercera y final mostraremos cómo Marx, al mismo tiempo que defiende con todas sus fuerzas, por ejemplo, la independencia polaca e irlandesa, no cesa no sólo de condenar, sino de demoler a fondo y aplastar bajo el escarnio el bagaje idealista de los autores burgueses y pequeño burgueses de la justicia democrática y de la libertad de los pueblos. Mientras para nosotros el mercado nacional y el Estado capitalista nacional centralizado son una vía de paso inevitable hacia la economía internacional que suprimirá Estado y mercado, para los santones que Marx ridiculiza en Mazzini, Garibaldi, Kossuth, Sobietsky, etc, la sistematización democrática en Estados nacionales es un punto de llegada que pondrá fin a toda lucha social, y se quiere el Estado nacional homogéneo porque en él los patronos no aparecerán como enemigos y como algo ajeno a los trabajadores explotados. En ese momento histórico el frente vira, y la clase obrera se lanzará a la guerra civil contra el Estado de la propia «patria». Este momento se acerca y sus condiciones se forman a través del proceso de las revoluciones y guerras nacionales burguesas de sistematización de Europa (hoy también de Asia y Africa): es así como se descifra este problema que cambia sin parar ofreciendo direcciones muy variables.

5. El oportunismo, la traición, la abjuración y la acción contrarrevolucionaria y filo-capitalista de los actuales y falsos comunistas estalinistas, en este terreno (no menos que en el estrictamente económico, social, de la llamada política interna) tienen un doble alcance. Ellos vuelven a poner en auge exigencias y valores democráticos nacionales, con excesivos y abiertos bloques políticos, incluso en el Occidente capitalista avanzadísimo donde la plausibilidad de alianzas semejantes fue excluida desde 1871; pero además difunden en las masas el sagrado respeto a la ideología nacional patriótica y popular identificada con la de sus aliados burgueses, y cortejan incluso a los campeones de dicha política, que fueron fustigados ferozmente por Marx y Lenin, mientras prosiguen en su tarea de extirpar todo sentido de clase en los trabajadores que por desgracia les siguen.
Sería estúpido tomar como un atenuante en la infamia de los partidos que hoy pretenden representar a los obreros, sobre todo en Italia, con el falso nombre de comunistas y socialistas, el hecho de reconocer como un método marxista admitido, la participación en alianzas nacionales revolucionarias por parte de los partidos obreros, con la condición de que estén situados fuera del siglo XX y de la Europa histórico-geográfica. Cuando en el conflicto surgido dentro del marco del Occidente desarrollado (Francia, Inglaterra, América, Italia, Alemania, Austria) se llevaron a cabo por parte del Estado ruso y de todos los partidos de la ex-Tercera Internacional comunista alianzas bélicas por turno con todos los Estados burgueses, no existiendo ya ni Napoleones Terceros, ni Nicolases Segundos o similares, se destruye directamente, por un lado, el Llamamiento de Marx para la Primera Internacional a la Comuna de París de 1871 que cerraba y denunciaba para siempre toda alianza con «ejércitos nacionales» ya que «desde ahora en adelante todos están confederados contra el proletariado insurrecto», y por otro lado se destruye la tesis de Lenin sobre la guerra de 1914 y para la fundación de la Tercera Internacional, en la que se establecía que, iniciada la fase de las guerras generales imperialistas, ya nada tenían que ver las reivindicaciones democráticas e independentistas con la política de los Estados, condenando a todos los socialnacionales traidores, desde el Rhin hasta el Vístula.
Una simple propuesta de «reapertura de términos» concedida al capitalismo, trasladando el 1871 y el 1917, al 1939 y al 1953, con una prórroga ulterior incalculable, no podría ir muy lejos sin descalificar todo el método marxista de lectura de la historia, en los puntos cruciales en los que su fuerza doctrinal empezó a hacer mella en el cuerpo de la defensa del pasado: el 1848 europeo, el 1905 ruso. Además, tal propuesta choca con la abjuración de todo el análisis económico y social clásico, al pretender asimilar a las formas feudales supervivientes en aquella época los recientes totalitarismos fascistas (¡e incluso no fascistas, en la época del reparto de Polonia!).
Pero la sentencia de traición diametral se halla en el segundo aspecto: la cancelación total e integral de esa crítica a los «valores» propios del pensamiento burgués, que ensalzan, como punto de sistematización del tremendo camino de la humanidad, un mundo aclasista de autonomías populares, de nacionalidades libres, de patrias independientes y pacíficas. Y sin embargo Marx y Lenin, cuando estuvieron obligados a cerrar pactos con los autores de este putrefacto bagaje, llevaron al punto más alto de virulencia la lucha para liberar a la clase obrera de los fetiches de patria-nación y democracia agitados por los «santones» del radicalismo burgués, y supieron romper con ellos de hecho en la dinámica histórica, y cuando la relación de fuerzas lo permitió ahogaron su movimiento. Estos de hoy han heredado la función de sacerdotes de aquellos fetiches y de aquellos mitos; no se trata de un pacto histórico que romperán más tarde de lo previsto, sino que se trata del sometimiento total ante las reivindicaciones propias de la burguesía capitalista para conseguir el optimum del régimen que les permite privilegios y poder.
La tesis es interesante porque concuerda con la demostración, ofrecida por otra parte en el Diálogo con Stalin y en otras reuniones sobre el campo de la ciencia económica, de que la Rusia actual es un Estado que ha completado la revolución capitalista, y que en su mercancía social ocupan un lugar las banderas de nacionalidad y patria, así como el militarismo más exasperado.

6. Es un error gravísimo no ver y negar que en el mundo presente tienen todavía efecto y una influencia grandísima los factores étnicos y nacionales, y es todavía actual el estudio exacto de los límites de tiempo y de espacio en los que agitaciones por la independencia nacional, ligados a una revolución social contra formas precapitalistas (asiáticas, esclavistas, feudales) tienen aún el carácter de condiciones necesarias para pasar al socialismo, con la fundación de Estados nacionales de tipo moderno (por ejemplo en India, China, Egipto, Persia, etc).
La discriminación entre tales situaciones es difícil, por un lado por el factor de la xenofobia determinada por el despiadado colonialismo capitalista, por otro debido a la extrema difusión mundial actual de recursos productivos haciendo llegar las mercancías a los mercados más lejanos; pero a escala mundial el problema candente en 1920 también en el área del ex-imperio ruso, de ofrecer apoyo político y armado a movimientos independentistas de los pueblos de oriente, no está de ningún modo cerrado.
Por ejemplo, decir que la relación entre el capital industrial y la clase de los obreros asalariados se plantea de igual modo, supongamos en Bélgica que en Siam, y que la praxis de la consiguiente lucha se establece sin tener en cuenta en ninguno de los dos casos los factores de raza o de nacionalidad, no significa ser extremistas, sino que en efecto significa no haber comprendido nada del marxismo.
No es quitando al marxismo su profundidad y amplitud y también su dura y áspera complejidad, como se conquista el derecho de desmentir, y un día de abatir, a los despreciables renegados.








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Primera parte
REPRODUCCIÓN DE LA ESPECIE Y ECONOMÍA PRODUCTIVA, ASPECTOS INSEPARABLES DE LA BASE MATERIAL DEL PROCESO HISTÓRICO


Trabajo y sexo

1. El materialismo histórico pierde todo sentido, allí donde se consienta la introducción del presunto carácter individual del apetito sexual como factor ajeno al ámbito de la economía social, lo cual generaría derivaciones y construcciones de origen extra-económico hasta llegar a las más evanescentes y espirituales.
Sería necesaria una movilización mucho mayor de material científico, siempre partiendo de la máxima desconfianza hacia la decadente y venal ciencia oficial del período actual, si esta polémica se dirigiese solo contra los adversarios frontales e integrales del marxismo. Como siempre nos preocupan al máximo, como factores antirrevolucionarios, las corrientes que dicen aceptar algunas partes del marxismo, y luego abordan los problemas colectivos y humanos esenciales pretendiendo que se encuentran fuera de sus límites.
Está claro que fideistas e idealistas, instituyendo en la explicación de la naturaleza jerarquías de valores, tienden a situar los problemas del sexo y del amor en una esfera y en un grado que supera en mucho la economía, entendida vulgarmente como satisfacción de necesidades alimenticias y afines. Si el elemento que eleva y distingue a la especie homo sapiens de los demás animales viniese realmente no del efecto físico de una larga evolución en un ambiente complejo de factores materiales, sino que descendiese de la penetración de una partícula de un espíritu cósmico inmaterial, está claro que en la reproducción de un ser por otro, de un cerebro pensante por otro, haría falta una relación más noble que la de llenar cotidianamente el estómago. Si, incluso sin pintar a este espíritu-Persona inmaterial, se admite que en la dinámica del pensamiento humano haya una virtud ínsita y una fuerza que preexiste o extraexiste a la materia, es evidente que se debe encontrar en un campo más arcano el mecanismo que subroga el yo generante al yo generado, con sus mismas cualidades imprescindibles, preexistente hipotéticamente a todo contacto con la naturaleza física y a toda cognición.
Para el materialista dialéctico es imperdonable suponer que la estructura económica, en cuyas fuerzas y leyes se busca la explicación de la historia política de la humanidad, comprenda solo la producción y el consumo de la más o menos amplia gama de bienes necesarios para mantener con vida al individuo; que a este ámbito se limiten las relaciones materiales entre individuos, y que el juego de fuerzas que unen estas innumerables moléculas aisladas componga las normas, reglas y leyes del hecho social; mientras que toda una serie de satisfacciones vitales quedan fuera de esta construcción; y para muchos diletantes son las que van desde el sex-appeal hasta los goces estéticos o intelectuales. Dicha acepción del marxismo es terriblemente falsa, es el peor de los antimarxismos en circulación, y además de recaer en el implícito pero inexorable idealismo burgués, recae no menos crasamente en el individualismo pleno, que es otro carácter esencial del pensamiento reaccionario; y esto se ponga en primera línea y como magnitud básica tanto al individuo biológico como al psíquico.
El factor material no «genera» el superestructural (jurídico, político, filosófico) teniendo lugar todo este proceso dentro de un individuo, y tampoco a través de una generativa cadena hereditaria de individuos, quedando por hacer luego socialmente las «comedias» de la base económica y su culminación cultural. La base es un sistema de factores físicos palpables que envuelven a todos los individuos y determinan su comportamiento, incluso individual, y que existe en tanto que esos individuos han formado una especie social, y la superestructura es un derivado de esas condiciones de base, determinable según el estudio de esas condiciones y que se calcula partiendo de ellas, sin preocuparnos de los miles de comportamientos particulares y de las pequeñas derivaciones personales.
El error que estamos tratando es pues un error de principio, que llevando el examen de las causas de los procesos históricos por un lado hacia factores ideales fuera de la naturaleza física, y por otro a la preponderancia del risible ciudadano Individuo, no deja al materialismo dialéctico campo alguno volviéndolo impotente incluso para llevar la contabilidad de la panadería o de la charcutería.

2. La posición que niega al marxismo su validez en el terreno sexual y reproductivo con todas sus riquísimas derivaciones ignora la oposición entre las concepciones, burguesa y comunista, de la economía, y por tanto rechaza la poderosa conquista realizada por Marx echando abajo a las escuelas capitalistas. Para estas la economía es el conjunto de relaciones que se apoyan en el intercambio entre dos individuos de objetos recíprocamente útiles a su propia conservación, incluyendo entre ellos a la fuerza de trabajo. De todo esto deducen que nunca hubo ni habrá economía sin intercambio, mercancía y propiedad. Para nosotros la economía abarca el amplio conjunto de la actividad de la especie, del grupo humano, que influye en las relaciones con el ambiente natural físico; el determinismo económico no rige solamente la época de la propiedad privada sino toda la historia de la especie.
Todos los marxistas consideran como unas tesis propias las siguientes: la propiedad privada no es eterna; existió la época del comunismo primitivo que no la conoció, y caminamos hacia la época del comunismo social; la familia no es eterna, y mucho menos la familia monógama: aparece muy tarde y en una época más avanzada deberá desaparecer; el Estado no es eterno: aparece en un estadio bastante avanzado de la «civilización» y desaparecerá con la división de la sociedad en clases y junto a ellas.
Está claro que todas estas verdades no son conciliables con una visión de la praxis histórica que se base en la dinámica de los individuos y en una concesión por mínima que sea a su autonomía e iniciativa, a su libertad, conciencia, voluntad y demás bagatelas. Tales verdades son demostrables solamente tras aceptar que el elemento determinante es una fatigosa adaptación y una fatigosa ordenación de las colectividades humanas ante las dificultades y obstáculos del lugar y de la época en la que se encuentran, resolviendo no los miles de millones de problemas de adaptación de los individuos, sino ese otro que se tiende a ver de un modo unitario, de la adaptación prolongada de toda la especie en su conjunto ante las exigencias que plantean las circunstancias externas. A esto conducen ineluctiblemente el aumento del número de componentes de la especie, la caída de las barreras que los separan, la alucinante ampliación de los medios técnicos disponibles, la posibilidad de que sean manejados solo a través de organismos colectivos compuestos de innumerables individuos, etc.
Para un pueblo primitivo puede pensarse que la sociología es la alimentación, desde el momento en que ésta no se halla al alcance del esfuerzo individual, como sucede con el animal; pero también forman parte de la sociología la sanidad pública, la generación, la eugenesia, y mañana el plan anual de nacimientos.


Individuo y especie

3. La conservación del individuo en la cual se busca siempre el misterioso motor principal de los acontecimientos no es más que una manifestación derivada y secundaria de la conservación y del desarrollo de la especie, independientemente de las prestaciones tradicionales de una providencia natural o sobrenatural, del juego del instinto o del raciocinio; y esto es mucho más cierto en cuanto se trata de una especie social y de una sociedad con unos aspectos desarrollados y complejos.
Puede parecer demasiado obvio afirmar que todo podría encerrarse dentro de la conservación del individuo, como base y motor de cualquier otro fenómeno, si el individuo fuese inmortal. Para conseguirlo debería ser inmutable, no envejecer, pero precisamente el organismo vivo y en primer lugar el animal, sufre una inexorable e ininterrumpida mutación desde el interior mismo de cada una de sus células, ya que alberga en su interior una impresionante cadena de movimientos, circulaciones y metabolismos. Es absurdo pensar en un organismo que viva sustituyendo continuamente los elementos perdidos y permaneciendo igual a sí mismo, como si fuese un cristal que, inmerso en una solución de su misma sustancia sólida químicamente pura, disminuyese o aumentase según una variación cíclica de temperaturas o presiones externas. Algunos han hablado de la vida del cristal (y actualmente del átomo) ya que pueden nacer, crecer, disminuir, desaparecer e incluso duplicarse y multiplicarse.
Esto parece bastante banal pero es útil para reflejar que la convicción fetichista de muchos (incluso que se hacen pasar por marxistas) acerca de la primacía del factor individual biológico no es más que un anticipo de las primeras y groseras convicciones sobre la inmortalidad del alma personal. En ninguna religión el egoísmo burgués más vulgar, y que desprecie ferozmente la vida de la especie y la caridad hacia ella, se ha injertado mejor que en aquellas que afirman que el alma es inmortal, y en esta forma fantástica ponen en primer plano la suerte de la persona subjetiva por encima de la de todas las demás.
Es desagradable pensar que el movimiento de nuestra pobre carcasa es transitorio, y como refugio sustitutivo a la certeza en la vida de ultratumba aparecen las ilusiones intelectualoides – y hoy existencialistas – acerca del estigma inconfundible que posee cualquier sujeto, o cree tener incluso cuando sigue de la manera más borrega las pautas de la moda, e imita pasivamente a todas las otras marionetas humanas. A partir de este momento es cuando se entona el himno a las inenarrables virtudes de la emotividad, de la voluntad, de la exaltación artística, del éxtasis cerebral, que solo se alcanzarían dentro de la célula individual – precisamente allí donde la verdad es su opuesto más exacto.
Volviendo al modo material como se desarrollan ante nuestras narices los acontecimientos, es obvio que cualquier individuo perfecto, sano y adulto, y en plenitud de sus fuerzas, puede dedicarse – nos estamos refiriendo a una economía con un carácter primordial – a producir cada día lo que necesita consumir. La inestabilidad de esta situación, individuo por individuo, determinaría muy pronto el fin del mismo (y de la especie si ésta fuese una estúpida soldadura de individuos unidos unos con otros por las costillas) si faltase el flujo de la reproducción por el cual en un cuerpo orgánico son raros los individuos que se sirven por sí solos, los viejos que ya no pueden rendir tanto, los jovencísimos que necesitan ser alimentados para producir el día de mañana. Todo ciclo económico es impensable, y no podemos escribir ninguna ecuación económica, sin introducir en el cálculo estas magnitudes esenciales: edad, validez, sanidad.
Vulgarizando escribiremos la fórmula económica de una humanidad partenogenética, unisexual. Pero no podemos constatarla. Por tanto debemos introducir la magnitud sexo, ya que la generación se lleva a cabo a través de dos sexos heterogéneos, previendo también las pausas productivas de gestación y lactancia...
Sólo después de haber hecho todo esto podremos hablar de haber escrito las ecuaciones condicionales que describen totalmente la «base», la «infraestructura» económica de la sociedad, de la cual deduciremos (dejando a un lado ya para siempre a ese fantoche llamado individuo que no ha sabido perpetuarse ni renovarse por sí solo, y que cada vez sabrá hacerlo menos en el curso de este gran camino) toda la gama infinita de las manifestaciones de especie que sólo de esta forma se han hecho posibles hasta alcanzar los mayores fenómenos del pensamiento.
Un recientísimo articulista (Yourgrau de Johannesburg) al exponer la teoría del sistema general de Bertalannfy que querría sintetizar los principios de los dos famosos sistemas en pugna: vitalismo y mecanicismo, reconociendo a regañadientes que el materialismo gana terreno en la biología, recuerda la siguiente paradoja de no fácil confutación: un solo conejo no es un conejo, dos conejos solamente pueden ser un conejo. Vemos como el individuo es expulsado de su última trinchera, la de Onan. Es por tanto absurdo abordar la economía sin abordar la reproducción de la especie, tal y como viene recogido en los textos clásicos. Si abrimos el prefacio del Origen de la familia, la propiedad privada y el Estado así coloca Engels uno de los pilares básicos del marxismo:
«Según la concepción materialista el momento determinante de la historia,[entended momento no en sentido temporal sino en sentido mecánico, de un impulso que tiene una rotación] en última instancia, es la producción y la reproducción de la vida inmediata. Pero ésta es, a su vez de doble tipo. Por un lado la producción de medios de subsistencia, de alimentos, de vestimentas, de vivienda y de instrumentos necesarios para estas cosas, por otro, la producción de los mismos hombres, la reproducción de la especie. Las instituciones sociales dentro de las cuales viven los hombres de una determinada época histórica y de un determinado país, están condicionadas por estas dos especies de la producción; por una parte por el grado de desarrollo del trabajo, y por otro de la familia».
Desde su fundación teórica, la interpretación materialista de la historia agrupa los datos relativos al grado de desarrollo de la técnica y del trabajo productivo y los relativos a la «producción de los productores» o sea a la esfera sexual. La clase trabajadora es la primera de las fuerzas productivas, dice Marx. Y más importante es saber cómo se reproduce la clase que trabaja, estudiando cómo se produce y reproduce la masa de las mercancías, la riqueza y el capital. El asalariado clásico y desposeído de la antigüedad no fue definido oficialmente en Roma como trabajador, sino como proletario. Su función característica no era la de dar a la sociedad y a las clases dominantes el trabajo de sus propios brazos, sino el de generar, sin controles y límites, en su rústica alcoba, los braceros del mañana.
El pequeño burgués moderno, en su vacuidad, piensa que el segundo trabajo le sería mucho más dulce que el primero, mucho más amargo. Pero el pequeño burgués es quien, igual de asqueroso y filisteo que el gran burgués, contrapone a la fuerza de todo esto todas las impotencias.

4. Del mismo modo las primeras comunidades se preparan para el trabajo productivo con una técnica rudimentaria que entra ya en escena, y se preparan con finalidades de apareamiento y reproducción, de la educación y la protección de los pequeños. Las dos formas están en continua conexión y por tanto la familia en sus diversas formas es también una relación de producción y cambia a medida que cambian las condiciones del ambiente y las fuerzas productivas disponibles.
En esta exposición no podemos abarcar lo referente a los sucesivos estadios salvajes y bárbaros que han atravesado las razas humanas, y que se caracterizan por los recursos vitales y los agregados familiares, y por ello remitimos a la brillante obra de Engels.
Después de vivir en los árboles alimentándose de fruta, el hombre conoció primeramente la pesca y el fuego, y aprendió a recorrer las costas y los ríos de tal forma que las distintas ramas empezaron a encontrarse. A continuación vino la caza con el uso de las primeras armas, y en el estadio de la barbarie apareció en primer lugar la domesticación de animales y después la agricultura, que señalaron el paso del nomadismo al sedentarismo. Correspondientemente las formas sexuales todavía no eran las de la monogamia y tampoco las de la poligamia; ésta estuvo precedida por el matriarcado, en el que la madre tenía la preponderancia moral y social, y de la familia por grupo en la cual los hombres y las mujeres de la misma gens se unían entre sí variadamente como descubrió Morgan en los indios de América que todavía, cuando los conocieron los blancos, aunque ya se habían vuelto monógamos, llamaban padre a los tíos paternos, distinguiendo a la madre de las tías. En estas fatrias donde no regía ninguna autoridad constituida tampoco había ninguna división de propiedad o de suelo.
Puede admitirse que sea propio de los animales superiores un embrión de organización para cuidar y defender a las crías, pero se debe al instinto. Por el contrario, sólo el animal racional, el hombre, se dotaría de organizaciones con unas finalidades económicas, permaneciendo dominante el instinto en la esfera de los vínculos de sexo y familia. Si esto fuese verdaderamente la inteligencia, que comunmente se admite como sustitutivo del instinto y lo vuelve inactivo, el campo quedaría dividido en dos. Pero todo esto es metafísica. Una buena definición del instinto aparece en un estudio de Thomas, la Trinitè-Victor, 1952 (si citamos algún estudio reciente y de especialistas lo hacemos con la única finalidad de mostrar a mucha gente que las teorías de Engels o Morgan, revolucionarios y perseguidos en el terreno presuntuoso de la cultura burguesa, no están «actualizados» o «superados» por la última literatura científica...): El instinto es el conocimiento hereditario de un plan de vida de la especie. En el curso de la evolución y de la selección natural – que en el campo animal podemos admitir que se derive de un choque de los individuos como tales contra el ambiente, sólo por vía física, fisiológica – se determina la obediencia de los ejemplares de la misma especie con un comportamiento común, sobre todo en el campo reproductivo. Tal comportamiento aceptado por todos es automático, «no consciente» y «no racional». Es comprensible que este modo de comportarse se transmita por vía hereditaria, así como los caracteres morfológicos y estructurales del organismo, y el mecanismo de transmisión esté encerrado (aunque queda mucho por aclarar por la ciencia) en los genes (¡no en los genios, señores individualistas!) y en otras partículas de los líquidos y células germinativas y fecundativas.
Este mecanismo que tiene como vehículo a todo individuo sólo concede un rudimentario minimum normativo, de plan de vida, apto para afrontar las dificultades ambientales.
En la especie social la colaboración en el trabajo por muy primitiva que sea conduce más lejos, y transmite otras muchas costumbres y normativas que sirven como regla. Para el burgués y el idealista la diferencia está en el elemento racional y consciente que determina la voluntad de actuar, y es cuando aparece el libre albedrío del fideista, la libertad personal del iluminista. Con esto no se agota este punto esencial. Nuestra posición es que no añadimos una nueva fuerza al individuo, el pensamiento y el espíritu, que plantee de nuevo todos los datos como el presunto principio vital respecto al mecanismo físico. Añadimos por el contrario una nueva fuerza colectiva derivada completamente de la necesidad productiva social, que impone las reglas y órdenes más complejas, y al igual que desplaza al instinto, apto para guiar a individuos de la esfera técnica, también lo desplaza de la esfera sexual. No es el individuo el que ha hecho que la especie se desarrolle y ennoblezca, es la vida de especie la que ha desarrollado al individuo hacia nuevas dinámicas y hacia esferas más altas.
Lo que es primordial y bestial, está en el individuo. Lo que está desarrollado, es complejo y ordenado, formando un plan de vida que no sea automático sino organizado y organizable, deriva de la vida colectiva y nace primero fuera de los cerebros de los individuos, para convertirse en parte suya a través de unas vías difíciles. En el sentido que también nosotros podemos dar, fuera de todo idealismo, a las expresiones de pensamiento, conocimiento, ciencia, se trata de productos de la vida social: los individuos, sin excluir a ninguno, no son los donantes, sino los donatarios y en la sociedad actual también son los parásitos.
Que al principio y desde el principio la regulación económica y la sexual han estado entrelazadas para ordenar la vida asociada de los hombres, puede leerse bajo el velo de todos los mitos religiosos, que según la valoración marxista no son fantasías gratuitas o invenciones sin contenido en las que no hay que creer, como defiende el corriente y burgués libre pensador, sino que son las primeras emanaciones del saber colectivo en elaboración.
En el Génesis (libro II, versículos 19 y 20) Dios, antes de la creación de Eva y por tanto de la expulsión del paraíso terrenal (en el cual Adán y Eva habrían vivido solos, inmortales incluso físicamente, a condición de recoger sin esfuerzos los frutos de la nutrición, pero no los de la ciencia) forma a todas las especies animales partiendo de la tierra, presentándolos a Adán que aprende a llamarles por su nombre. El texto da la explicación de esta práctica: Adae vero non inveniebatur adjutor similis ejus. Esto quiere decir que Adán no tenía aún ningún ayudante (cooperador) de su misma especie. Le será dada Eva, pero no para hacerla trabajar o fecundarla. Parece estar previsto que a los dos les será lícito adaptar a su servicio a los animales. Después de cometer el grave error de comenzar por la astuta serpiente, Dios cambia el destino de la humanidad. Fuera del Edén será cuando Eva «conozca» a su compañero, teniendo hijos con él que parirá con dolor y él se ganará la vida con el sudor de su frente. Por lo tanto, también en la compleja pero milenaria sabiduría del mito nacen juntas producción y reproducción. Si Adán doméstica animales, será con esfuerzo, teniendo ya adjutores, trabajadores de su misma especie, similes ejus. Muy rápidamente el Individuo se ha convertido en nada, inmutable, inamovible, privado del pan amargo y de la gran sabiduría, monstruo y aborto sagrado dedicado al ocio, verdaderamente afectado por la falta de trabajo, de amor y de ciencia, al cual los presuntos materialistas del siglo actual todavía querrían sacrificar estúpidos inciensos: en su lugar aparece la especie que piensa porque trabaja, entre tantos adjutores, vecinos, hermanos.


Herencia biológica y tradición social

5. Desde las primeras sociedades humanas, el comportamiento de los componentes de los grupos llega a ser uniforme a través de prácticas y funciones conjuntas que, al hacerse necesarias por las exigencias de la producción e incluso de la reproducción sexual, toman la forma de ceremonias, de fiestas, de ritos con carácter religioso. Este primer mecanismo de vida colectiva, de regla no escrita y tampoco impuesta o violada, llega a ser posible no por unas ideas insufladas o innatas de sociedad o de moral propias del animal hombre, sino por el efecto determinista de la evolución técnica del trabajo.
La historia de los usos y costumbres de los pueblos primitivos, antes de las constituciones escritas y del derecho coactivo, y el choque en la vida de las tribus salvajes al contactar por primera vez con el hombre blanco, se explican solamente con similares criterios de investigación. Es obvio el recurso estacional de las fiestas relacionadas con el arado, la siembra y la recolección. En un principio es estacional incluso la época del amor y la fecundidad para la especie humana, que debido a una posterior evolución, se convertirá, a diferencia de cualquier animal, en una exigencia perenne. Escritores africanos que han adquirido la cultura de los blancos han descrito las fiestas con fondo sexual. Cada año los adolescentes que alcanzan la pubertad se liberan de unas ligaduras impuestas a sus órganos poco después de nacer, y a la cruenta operación de los sacerdotes le sigue, en medio de la excitación producida por el ruido y las bebidas, una orgía sexual. Evidentemente este tipo de técnica surge para preservar la prolificidad de la raza en condiciones difíciles que conducen a la degeneración y a la impotencia donde falta otro control, y quizás hay cosas más asquerosas en el informe Kinsey acerca del comportamiento sexual en la época capitalista.
Que la generación y la producción van garantizadas conjuntamente es una antigua tesis marxista, y lo prueba una bellísima cita de Engels, acerca del propósito de Carlomagno de mejorar los cultivos agrarios en decadencia en su época con la fundación (no de koljós) de villas imperiales. Estas eran gestionadas por conventos, pero fracasaron, como sucedió en toda la Edad Media: un conjunto unisexual y agenerativo no responde a las exigencias de una producción activada. Por ejemplo la orden de S. Benedicto puede parecer que se rige por un estatuto comunista, ya que se prohibe severamente – imponiendo la obligación de trabajar – cualquier apropiación personal del más mínimo bien o producto, y cualquier consumo fuera de la mesa colectiva. Pero este ordenamiento, debido a su castidad y esterilidad, incapaz de reproducir a sus componentes, quedó fuera de la vida y de la historia. Un estudio paralelo acerca de las órdenes de monjes y monjas en su primera fase podría quizás ofrecer bastante luz acerca del problema de la escasa producción respecto al consumo del Medievo, especialmente en algunas y sorprendentes concepciones de Francisco de Asís y Clara, que no pensaban en la maceración para salvar el espíritu, sino en una reforma social para nutrir mejor la lívida carne de las clases desheredadas.

6. El conjunto, cada vez más rico con el paso del tiempo, de las normas de la técnica productiva en la pesca, caza, armamento, agricultura, coordinadas por el comportamiento seguido por adultos aptos, viejos, jóvenes, madres gestantes y lactantes, parejas que se unían con fines reproductores, es transmitido de generación en generación a través de una vía doble: orgánica y social. Por la primera vía las improntas hereditarias transportan las actitudes y las adaptaciones físicas del individuo generador al generado, y entran en juego las secundarias diferencias personales; por la segunda vía, cada vez mayor, el conjunto de recursos del grupo se transmite a través de una vía extrafisiológica pero no menos material, que es la misma para todos, y reside en el "equipamiento" y "utillaje" de todos los tipos que la colectividad ha conseguido darse.
En algunos "Hilos del Tiempo" (1) se demostró que hasta el descubrimiento de medios de transmisión más cómodos como la escritura, los monumentos, posteriormente la prensa, etc, había que apoyarse principalmente en la memoria de los individuos, ejercitándola con formas colectivas comunes. Desde la primera admonición materna vamos hasta las conversaciones sobre temas obligados y las letanías de los viejos y las recitaciones colectivas; el canto y la música son los soportes de la memoria y la primera ciencia aparece en forma de versos y no en prosa, con acompañamiento musical. ¡Gran parte de la moderna sabiduría de la civilización capitalista no podría circular más que bajo la forma de horripilantes cacofonías!
El curso de todo este bagaje impersonal, colectivo, que pasa de unos humanos a otros a través del tiempo, no puede exponerse sin abordarlo sistemáticamente, pero la ley que lo rige ya ha sido bosquejada: este curso prescinde cada vez más de la cabeza individual a medida que el organismo se enriquece, y todos se van acercando a un mismo nivel común; el gran hombre, que casi siempre es un personaje de leyenda, se hace cada vez más inútil, como inútil es manejar un arma más grande que la de los demás o hacer más rápidamente una multiplicación; dentro de poco un robot será el ciudadano más inteligente de este estupidísimo mundo burgués, y si se ha de creer a algunos, el Dictador de inmensos países.
De cualquier modo el potencial social prevalece siempre sobre el potencial orgánico, que en todo caso es la plataforma del espíritu individual.
Podemos referirnos aquí a una interesante y reciente síntesis: Wallon, Collège de France, 1953: L'organique et le social chez l'homme. Aunque critique el materialismo mecanicista (de la época burguesa, y por lo tanto actuando dentro del individuo) el autor ilustra los sistemas de comunicación entre los hombres sociales y cita a Marx, como veremos a propósito del lenguaje en esta misma parte. Pero en su reseña señala el fracaso del idealismo y de la moderna forma existencialista con una fórmula apropiada: «El idealismo no se ha contentado con circunscribir lo real dentro de los límites de la imagen (en nuestra mente). ¡También ha circunscrito la imagen de lo que considera como real!». Y tras reseñar algunos aspectos recientes, llega a la sabia conclusión: «Entre impresiones orgánicas e imágines mentales no dejan de producirse acciones y reacciones mutuas que muestran lo vacías que son las distinciones que los diferentes sistemas filosóficos han establecido entre la materia y el pensamiento, la existencia y la inteligencia, el cuerpo y el espíritu». De muchas de estas aportaciones puede deducirse que el método marxista hasta ahora ha dado la posibilidad de ofrecer a la ciencia sin etiqueta (o con etiqueta de contrabando) el handicap de cien años de trabajo.


Factores naturales y desarrollo histórico

7. A través de un largo camino las condiciones de vida de las primeras gens, de las fratrias comunistas, se desarrollan, y naturalmente el ritmo no es el mismo para todas ellas, variando según las condiciones físicas ambientales: naturaleza del suelo y fenómenos geológicos, situación geográfica y altimétrica, cursos de agua, distancia del mar, climatología de las distintas zonas, flora, fauna, etc. A través de ciclos variables se pasa del nomadismo de hordas errantes a la ocupación de un lugar fijo, a una disponibilidad cada vez menor de tierra sin ocupantes, a encuentros y contactos entre tribus de distinta sangre, pero también a los conflictos, a las invasiones y por último a los sometimientos, uno de los orígenes de la naciente división en clases de las antiguas sociedades igualitarias.
En las primeras luchas entre gens, como recuerda Engels, al no estar admitida ni la esclavitud personal ni la mezcla de sangre, la victoria significaba el despiadado aniquilamiento de todos los componentes de la comunidad derrotada. Este era el efecto de la necesidad de no admitir demasiados trabajadores en un terreno limitado y de no trastornar la disciplina sexual y generativa, factores inseparables del desarrollo social. Posteriormente las relaciones fueron más complejas y los cruces y fusiones más frecuentes, con mayor facilidad en los países templados y fértiles que acogieron a los primeros grandes pueblos estables. En esta primera parte no se quiere salir todavía del campo prehistórico. Acerca de la influencia de los aspectos geofísicos en el sentido más amplio, se puede ver también la comparación hecha por Engels a propósito del gran avance productivo obtenido con la domesticación de animales, no solo como alimento sino como fuerza de trabajo. Mientras Eurasia posee todas las especies de animales útiles para la domesticación, América en la práctica sólo tenía una, la llama, una especie de oveja grande (todas las demás especies fueron introducidas en épocas históricas). De aquí se deriva el que los pueblos de este continente se «detuviesen» en el desarrollo social con respecto a los del antiguo continente. Los fideistas explicaron esto afirmando en la época de Colón que la redención no había alcanzado esa parte del planeta, y que en aquellas cabezas no se había posado la luz del espíritu eterno. Evidentemente se razona de otra manera si se explica todo no con la ausencia del Ser supremo, sino con la de algunas modestísimas especies animales.
Pero esa forma de razonar era aceptada por los cristianísimos colonos que trataban de exterminar a los indios aborígenes como animales feroces, sustituyéndolos por negros africanos esclavos, llevando a cabo una revolución étnica cuyas consecuencias sólo podrá dictaminar el futuro.


Prehistoria y lenguaje

8. El paso del factor racial al nacional puede de una manera muy general, corresponderse al paso de la prehistoria a la historia. Como nación hay que entender un conjunto en el que lo étnico no es más que uno de sus aspectos y en muy pocos casos el dominante. Por tanto antes de entrar en el terreno del alcance histórico del factor nacional se presenta el problema de los otros factores que constituyen la integridad racial: en primerísimo lugar el lenguaje. No se puede dar otra explicación del origen del lenguaje y de las lenguas que la extraída de los caracteres materiales ambientales y de la organización productiva. La lengua de un grupo humano es uno de sus medios de producción.
Todo lo que se ha establecido anteriormente, en base a la estrecha conexión entre los lazos de sangre en las primeras tribus y el inicio de una producción social con unos determinados utensilios, y en base a la preponderancia de la relación entre el grupo humano y el ambiente físico sobre la iniciativa y la tendencia del individuo, se halla en el eje central del materialismo histórico. Dos textos que distan entre sí medio siglo así lo confirman. Marx en las tesis sobre Feuerbach dice en 1845: «La esencia humana no es algo abstracto ínsito en el individuo. En realidad es el conjunto de condiciones sociales». Los marxistas entendemos por condiciones sociales la sangre, el entorno físico, el utillaje, la organización de un grupo determinado.
Engels en una carta de 1894 usada ampliamente por nosotros para combatir el prejuicio acerca de la función del individuo (Gran Hombre, Marioneta) en la historia, responde a la siguiente cuestión: ¿cuál es la parte representada por el momento (ver el punto tres) de la raza y de la individualidad histórica en la concepción materialista de la historia de Marx y Engels? Como recordamos recientemente, Engels, requerido para situarse en la individualidad y en el Napoleón que evidentemente estaba en el subsconciente de su interlocutor para derribarlo sin vacilación, respecto a la cuestión de la raza no nos da más que un solo golpe de cincel: «Pero la raza misma es un factor económico».
Los cretinos representantes de la pseudocultura burguesa pueden reirse cuando volvemos a trazar el arco inmenso que va desde los orígenes hasta el resultado final, como por ejemplo hace la poderosa y dura de caer escuela católica en el curso prestigioso que va desde el caos primitivo hasta la eterna beatitud de las criaturas.
Los primeros grupos son de sangre estrictamente pura y son grupos-familia. Son del mismo modo grupos-trabajo o sea su «economía» es una reacción de todos ante el ambiente físico en el que cada uno tiene la misma relación: no hay propiedad personal, ni clases sociales ni poder político ni Estado.
No siendo nosotros metafísicos ni místicos aceptamos, sin echarnos ceniza por encima de la cabeza y sin considerar al género humano ensuciado por manchas que hay que limpiar, que aparezca y se desarrolle de mil formas la mezcla de la sangre, la división del trabajo, la separación de la sociedad en clases, el Estado, la guerra civil. Pero al final del ciclo con una amalgama étnica general e indescifrable ya, con una técnica productiva que interviene sobre el ambiente con un potencial tal que permite prever la regulación de los acontecimientos en el planeta, vemos, con el fin de toda discriminación racial y social, la economía nuevamente comunista; es decir, el fin a escala terrestre de la propiedad individual, de la cual habían surgido los transitorios cultos a fetiches monstruosos: la persona, la familia, la patria.
Sin embargo, al principio; la economía de cada pueblo y su grado de equipamiento productivo es una característica suya propia al igual que lo es el tipo étnico.
Las últimas investigaciones en las tinieblas prehistóricas han llevado a la ciencia de los orígenes humanos a reconocer más puntos de partida en la aparición del animal hombre sobre la tierra, y en la evolución de otras especies. Ya no se puede hablar de un «árbol genealógico» de toda la humanidad ni tampoco de sus secciones. Un estudio de Etienne Patte (Facultad de Ciencias de Poitiers -1953) combate eficazmente la insuficiencia de esta imagen tradicional. En el árbol toda bifurcación entre dos ramas o ramillas es por así decir irrevocable: por norma los dos grupos no se «anastomizan» más. La generación humana es por el contrario una red inextricable cuyos espacios se entretejen continuamente entre ellos: si no hubiese habido cruces entre parientes cada uno de nosotros tendría 8 bisabuelos en tres generaciones o sea en un siglo, pero hace mil años tendría más de mil millones de antepasados, y dando a la especie una edad de seiscientos milenios, que parece probable, el número de antepasados estaría indicado por cifras astronómicas con miles de ceros. Por lo tanto se trata de una red y no de un árbol. Y además en las estadísticas étnicas de los pueblos modernos los representantes de tipos étnicos puros figuran con unos porcentajes bajísimos. De aquí la bonita definición de la humanidad como un «sungameion», en griego complejo que se entrecruza en todos los sentidos: el verbo gaméo indica acto sexual y rito nupcial. Y se puede hacer una referencia a la regla, un poco simplista: el cruce de especies es estéril, el de razas fecundo.
Es comprensible la posición del Papa que, al negar cualquier diferencia racial, punto de vista muy avanzado en sentido histórico, quiere que se hable de razas para los animales pero no para los hombres. A pesar del empeño con el que sigue los últimos descubrimientos científicos y de su a menudo genial colimación con el dogma, no ha podido abandonar el bíblico (si bien más hebraico que católico en el terreno filosófico) árbol genealógico que desciende de Adán.
Otro autor de tendencia manifiestamente antimaterialista sin embargo no puede dejar de rechazar la vieja separación de métodos entre antropología e historiografía, ya que la primera debe buscar los datos positivos, mientras que la segunda se los encuentra ya listos y preparados y sobre todo colocados en serie cronológica. Nadie duda que César vivió antes que Napoleón; pero es un problema muy gordo saber quien fue antes si el hombre de Neanderthal o el antropomorfo Proconsul...
Por el contrario, la fuerza del método materialista, aplicado a los datos suministrados por la investigación, establece fácilmente la síntesis entre los dos estadios, aunque la raza haya sido uno de los más decisivos factores económicos en las gens prehistóricas, y la nación, entidad bastante más compleja, en el mundo contemporáneo. Solo de esta forma puede encontrar su sitio la función del lenguaje, al principio común a un estrecho grupo consanguíneo y cooperante sin vínculos con grupos externos, o solo con vínculos por sus conflictos bélicos, y hoy común a poblaciones que ocupan territorios extensísimos.
Al principio tienen una común expresión fonética los grupos que tienen, al mismo tiempo, un círculo común de reproducción y el equipamiento y la capacidad productiva de todo lo necesario para la vida material. Puede decirse que el uso de sonidos para la comunicación entre individuos empieza a verificarse entre las especies animales. Pero la modulación del sonido que pueden emitir los órganos vocales de animales de una misma especie (herencia puramente fisiológica en la estructura y en la posibilidad funcional de tales órganos) está muy lejos de la formación de una lengua con un determinado conjunto de vocablos. El vocablo no aparece para designar a la persona que habla o al que se dirige el discurso, el ejemplar del sexo opuesto o la parte del cuerpo o la luz, las tinieblas, la tierra, el agua, la comida o el peligro. El lenguaje por vocablos nace cuando nace el trabajo por medio de utensilios, la producción de objetos de consumo a través del trabajo asociado de los hombres.


Trabajo social y palabra

9. Toda actividad humana común con unos fines productivos exige para una útil colaboración un sistema de comunicación entre los trabajadores. Partiendo del simple esfuerzo para rapiñar o para defenderse, para lo cual bastan las incitaciones instintivas como el empuje o el grito animal, en el momento en que es necesaria una selección de tiempo o lugar de acción, o de medio (instrumento primitivo, arma, etc) y a través de una larguísima serie de tentativas fallidas y de rectificaciones, surge la palabra. El procedimiento es opuesto al de la ilusión idealista: un innovador imagina en su cerebro sin haberlo visto nunca el nuevo método «tecnológico», lo explica hablando a los demás, y dirige con sus órdenes su puesta en práctica. No se trata de esta serie, pensamiento, palabra, acción, sino precisamente de su opuesta.
Una prueba más del real proceso natural del lenguaje lo encontramos nuevamente en un mito bíblico, el de la torre de Babel. Estamos ya en presencia de un auténtico Estado con un inmenso poder y unos ejércitos formidables que captura prisioneros y posee una cantidad inmensa de trabajadores forzados. Este poder lleva a cabo obras colosales sobre todo en su capital (es histórica la capacidad técnica de los babilonios no sólo en la construcción, sino en la hidraúlica fluvial y materias afines) y según la leyenda quiere erigir una torre con una altura tal que con su cima alcance el cielo: es el habitual mito de la presunción humana castigada por la divinidad, tal y como sucede con el fuego robado por Prometeo, el vuelo de Dédalo, etc. Los innumerables obreros, capataces, arquitectos, son de distinto y lejano origen, no hablan las mismas lenguas, no se entienden entre ellos, la ejecución de los proyectos y de las disposiciones es caótica y contradictoria y la construcción, alcanzada una cierta altura, debido a los errores fruto de la confusión lingüística, se convierte en una ruina, ya que los artífices o bien mueren o huyen aterrorizados por el castigo divino.
El intrincado significado de esta historia es que no se puede construir si no hay una lengua común: piedras, brazos, palancas, martillos, piquetas, no sirven si falta el utensilio, el instrumento de producción, dado por un mismo lenguaje y un mismo léxico y formulario, común a todos y bien conocido. Entre los salvajes del centro de Africa se halla la misma leyenda: la torre estaba hecha de madera y debía llegar hasta la luna. Hoy que todos hablamos «americano» es un juego de niños levantar rascacielos, mucho más estúpidos que las geniales torres de los bárbaros y los salvajes.
Por lo tanto no hay ninguna duda acerca de la definición marxista del lenguaje, según la cual éste es uno de los instrumentos de la producción. El ya citado artículo reciente de Wallon no puede menos que referirse, al examinar las doctrinas más importantes, a la seguida por nosotros: «según Marx el lenguaje está ligado a la producción humana de instrumentos y objetos dotados de una propiedad definida». Y el autor escoge dos citas magistrales, la primera de Marx (Ideología alemana): «Los hombres empiezan a distinguirse de los animales desde el momento en que comienzan a producir sus medios de subsistencia»; la segunda de Engels (Dialéctica de la naturaleza): «Primero el trabajo, a continuación y en combinación con él, el lenguaje, estos son los dos factores más esenciales bajo la influencia de los cuales el cerebro del mono se ha transformado gradualmente en cerebro humano». Y Engels cuando escribía no sabía los resultados que, muy a pesar suyo, exponen escritores de la escuela filosófica idealista pura (Saller, Universidad de Munich: ¿Qué es la antropología?). Hoy el cerebro humano tiene un volumen de 1.400 centímetros cúbicos (¡tanto el de los genios como el de los tontos como nosotros! Lo sabemos). Hace muchísimo tiempo, en la fase del sinantropo-pitecantropo con 1.000 centímetros cúbicos de cerebro, parece que este antepasado nuestro tenía ya las primeras nociones de magia, sepultaba en cierto modo a los muertos, aunque frecuentemente era caníbal; pero, además de usar desde hacía tiempo el fuego, tenía varios utensilios: vasos para beber hechos de cráneos de animales, armas de piedra, etc. Pero los descubrimientos hechos especialmente en Africa del Sur han ido más allá: hace seiscientos mil años (la cifra es de Wallon) un precocísimo antepasado nuestro, con sólo 500 centímetros cúbicos de cerebro, ya usaba el fuego, cazaba y comía la carne cocida de los animales, andaba erecto como nosotros, y, esta es la única rectificación a los datos de Engels (1884), parece que ya no vivía en los árboles como su pariente cercano «austrolopiteco» sino que se defendía valerosamente de las fieras en el suelo.
Es extraño que el escritor del que tomamos estas noticias, desorientado ante estos datos que clavan aún más la teoría materialista en sus pilares, busque refugio contra la antropología en la sicología, para lamentarse acerca de la ruina del individuo elevado por un misterioso soplo extraorgánico; y que en la época moderna de la superpoblación y del maquinismo degeneraría convirtiéndose en masa, dejando de ser hombre. ¿Pero, quién es más humano: el simpático pitecantropo de 500 centímetros cúbicos o el científico, de 1.400, que se dedica a cazar mariposas bajo el arco de Tito para erigir la piadosa ecuación: ciencia oficial + idealismo = desesperación?


Base económica y superestructura

10. El concepto de «base económica» de una determinada sociedad humana se extiende más allá de los límites de la interpretación superficial que lo limita a la remuneración del trabajo y al intercambio mercantil. Abarca todo el campo de las formas de reproducción de la especie, o instituciones familiares, y mientras forman parte integrante de él los recursos técnicos y la dotación de instrumentos y equipamientos materiales de todo tipo, no se limita su contenido al de un simple inventario de material, sino que incluye cualquier mecanismo disponible para traspasar de generación en generación todo el «saber tecnológico» social. En este sentido y como redes generales de comunicación y transmisión, tras el lenguaje hablado hay que incluir también como medios de producción la escritura, el canto, la música, las artes gráficas, la prensa, en cuanto que aparecen como medios de transmisión de la dotación productiva. En la consideración marxista también la literatura, la poesía y la ciencia son formas superiores y diferenciadas de los instrumentos productivos y nacen para responder a la misma exigencia de la vida inmediata de la sociedad.
Con este propósito aparecen en el campo del movimiento proletario cuestiones de interpretación del materialismo histórico: qué fenómenos sociales constituyen realmente la «base productiva» o las condiciones económicas, que explican las superestructuras ideológicas, políticas, características de una determinada sociedad histórica.
Es conocido que el marxismo opone al concepto de una larga y gradual evolución de la sociedad humana el concepto de virajes bruscos para pasar de una época a otra, caracterizadas por diversas formas y relaciones sociales. Con estos virajes cambian la base productiva y las superestructuras. Con el fin de aclarar este concepto se ha recurrido muchas veces a textos clásicos, tanto para poner en su sitio las diversas fórmulas y nociones como para aclarar qué es lo que cambia bruscamente al llegar la crisis revolucionaria.
En las ya citadas cartas de clarificación para jóvenes estudiosos del marxismo, Engels insiste en las reacciones recíprocas entre la base y la superestructura: el Estado político de una determinada clase es exquisitamente una de las superestructuras pero a su vez actúa con aranceles protectores, impuestos, etc., sobre la base económica, como recuerda Engels entre otras cosas.
Posteriormente, en tiempos de Lenin fue particularmente necesario clarificar el proceso de la revolución de clase. El Estado, el poder político, es la superestructura que más exquisitamente se rompe de un modo que podemos decir instantáneo, para ceder el sitio a otra estructura análoga pero opuesta. Pero no se cambian con esa inmediatez las relaciones que rigen la economía productiva, incluso habiendo sido el primer motor de la revolución su choque con las fuerzas productivas desarrolladas. Por eso el trabajo asalariado, el mercantilismo, etc, no desaparecen en un día. Por lo que respecta a los demás aspectos de las superestructuras, los hay que son más duros de morir y sobrevivirán a la misma base económica primitiva (pongamos el capitalismo), y estos son las ideologías tradicionales difundidas, incluso en el seno de la clase revolucionaria vencedora, durante el largo período de servidumbre precedente. Así por ejemplo la superestructura derecho, como forma escrita y aplicada prácticamente, será cambiada rápidamente – en cambio la otra superestructura de las creencias religiosas desaparecerá muy lentamente.
En muchas ocasiones se ha recurrido al lapidario prefacio de Marx en su Crítica de la economía política de 1859. No estará mal detenerse en él antes de proseguir con la cuestión de la lingüística.
Fuerzas productivas materiales de la sociedad. Son, en determinadas fases del desarrollo, la fuerza de trabajo de los brazos humanos, los utensilios e instrumentos de que se dispone para aplicarla, la fertilidad de la tierra cultivada, las máquinas que añaden a la fuerza del hombre las energías mecánicas y físicas; todos los procedimientos de aplicación en la tierra y a los materiales de esas fuerzas manuales y mecánicas, procedimientos que una determinada sociedad conoce y posee.
Relaciones de producción relativas a un determinado tipo de sociedad son «las necesarias relaciones recíprocas a través de las cuales los hombres entran en la producción social de su vida». Son relaciones de producción la libertad o la prohibición de ocupar la tierra para trabajarla, de disponer de utensilios, máquinas, manufacturas, de disponer de los productos del trabajo para consumirlos, desplazarlos, asignárselos a otros. Esto en general. En particular son relaciones de producción la esclavitud, la servidumbre, el trabajo asalariado, el comercio, la propiedad de la tierra, la empresa industrial. Las relaciones de producción, con una expresión que refleja no el aspecto económico sino el jurídico, pueden igualmente llamarse relaciones de propiedad o también en otros textos formas de propiedad: sobre la tierra, sobre el esclavo, sobre el producto del trabajo del siervo, sobre las mercancías, sobre los talleres y máquinas, etc. Este conjunto de relaciones constituye la base o estructura económica de la sociedad.
El concepto dinámico esencial es el choque que se determina entre las fuerzas de producción, en su grado de evolución y desarrollo, y las relaciones de producción o de propiedad, las relaciones sociales (fórmulas todas equivalentes).
Superestructura, es decir lo que se deriva de, lo que se sobrepone a la estructura económica base, es fundamentalmente en Marx el entramado jurídico y político de cada sociedad determinada: constituciones, leyes, magistraturas, cuerpos armados, poder central de gobierno. Esta superestructura tiene no obstante un aspecto material, concreto. Pero Marx hace la distinción entre la realidad en la transformación de las relaciones de producción y en las de propiedad y derecho, o sea del poder, y esta transformación tal y como se presenta en la «conciencia» del momento y en la de la clase vencedora. Esta (hasta hoy) es una derivación de la derivación; una superestructura de la superestructura, y forma el campo mudable de la opinión común, de la ideología, de la filosofía, del arte y bajo un determinado aspecto (en tanto que no se convierte en una normativa práctica) de la religión.
Modos de producción (es preferible no aplicar a este concepto el término formas, usado para el concepto más restringido de formas de propiedad) – Produktionsweisen – son «épocas sucesivas de formación económica de la sociedad» que Marx resume a grosso modo como de tipo asiático, antiguo, feudal, burgués.
Es necesario concretar esto con un ejemplo: la revolución burguesa en Francia. Fuerzas productivas: la agricultura y los campesinos siervos – el artesanado y sus talleres en las ciudades – las grandes manufacturas y fábricas, sus maestranzas. Relaciones de producción o formas de propiedad tradicionales: la servidumbre de los campesinos de la gleba y la potestad feudal sobre la tierra y quienes la cultivan – los vínculos corporativos en los oficios artesanales. Superestructura jurídico política. Poder del orden nobiliario y del eclesiástico, monarquía absoluta. Superestructura ideológica: autoridad de derecho divino, catolicismo, etc. Modo de producción: feudalismo.
La transformación revolucionaria se presenta de la siguiente forma: de modo inmediato como paso a manos burguesas del poder nobiliario-clerical; la nueva superestructura jurídico-política es la democracia electiva parlamentaria. Las relaciones de producción abolidas son: la servidumbre de la gleba y la corporación artesanal; las nuevas que aparecen: el asalariado industrial (sobreviviendo el artesanado autónomo y la pequeña propiedad campesina), el libre comercio nacional, incluso de la tierra.
La fuerza productiva de las maestranzas de las fábricas se desarrolla enormemente con la absorción de los ex-campesinos siervos y artesanos. Se desarrolla en la misma medida la fuerza de la maquinaria instrumental y motriz. La superestructura ideológica sufre una lenta sustitución que comienza antes de la revolución, y que aún no ha terminado: al fideísmo y al legitimismo les van sustituyendo el libre pensamiento, el iluminismo, el racionalismo.
El nuevo modo de producción que se extiende por Francia y fuera de ella en lugar del feudalismo es el capitalismo: en él, el poder político no es del «pueblo» como aparece en la conciencia «que esta revolución tiene de sí misma» sino de la clase de los capitalistas industriales y de los proletarios burgueses de la tierra.
Para diferenciar a los dos «estratos» de la superestructura se podrían adoptar los términos de superestructuras de fuerza, (derecho positivo, Estado) y superestructura de conciencia (ideología, filosofía, religión, etc).
Marx dice que la fuerza material, la violencia, es a su vez un agente económico. Engels en los pasajes ya citados y en el Feuerbach dice lo mismo cuando afirma que el Estado (que es la fuerza) actúa sobre la economía e influencia la base económica.
El Estado de una nueva clase es pues un potente resorte para cambiar las relaciones productivas. Después de 1789 las relaciones feudales en Francia fueron desbaratadas en razón del avanzado desarrollo de las modernas fuerzas productivas que desde hacía tiempo irrumpían. La misma restauración de 1815, si bien dio de nuevo el poder a la aristocracia terrateniente restableciendo la monarquía legitimista, no consiguió derribar las relaciones de producción, las formas de propiedad, y no hizo retroceder las manufacturas ni restauró la gran propiedad señorial. El cambio en el poder y la transformación de las formas de producción pueden ir históricamente y en períodos limitados en sentido inverso.
¿El quid de la cuestión en Rusia, en Octubre de 1917? El poder político, superestructura de fuerza que en febrero había pasado de los feudales a los burgueses, pasó a los trabajadores de las ciudades apoyados en la lucha por los campesinos pobres. La superestructura estatal jurídica adquirió formas proletarias (dictadura y dispersión de la asamblea democrática). Las superestructuras ideológicas tuvieron un potente impulso en amplios estratos hacia la propia superestructura ideológica del proletariado, a pesar de la desesperada resistencia de las antiguas superestructuras ideológicas y las de los burgueses o semiburgueses. Las fuerzas productivas con una naturaleza antifeudal tomaron vía libre hacia la industria y la agricultura libres. ¿Puede decirse que las relaciones de producción, en los años posteriores a Octubre, se transformaron en socialistas? Ciertamente no, y esto en todo caso exigirá un tiempo no de meses. ¿Se transformaron simplemente en capitalistas? No es exacto decir que todas se transformaron totalmente en capitalistas porque durante largo tiempo sobrevivieron formas precapitalistas, como es sabido. Pero no obstante sería insuficiente afirmar que tomaron impulso para transformarse solamente en relaciones capitalistas.
Dejando a un lado las primeras medidas de comunismo de guerra civil y antimercantiles (casa, pan, transportes), y dado que el poder es un agente económico de primer grado, una cosa es la transformación de las relaciones de producción bajo un Estado burgués democrático y otra bajo la dictadura política proletaria.
El modo de producción se define por todo el conjunto de relaciones de producción y formas políticas y jurídicas. Si todo el ciclo ruso hasta hoy día ha conducido plenamente al modo de producción capitalista y hoy en Rusia faltan las relaciones de producción socialistas, esto está en relación con el hecho de que tras 1917, tras Octubre, no vino la revolución proletaria en Occidente, cuya importancia no era solo la de apuntalar el poder político para que el proletariado ruso no lo perdiera, como sucedió después, sino sobre todo esparcir en la economía rusa fuerzas productivas disponibles en exceso en el Oeste, de tal forma que determinan el paso hacia el socialismo de las relaciones rusas de producción.
Las relaciones de producción no se verifican en el momento de la revolución política.
Una vez sentado que este desarrollo de las fuerzas productivas en Rusia era la otra condición con la misma importancia que la del poder político (Lenin), es inexacta una formulación que diga: la única tarea histórica del poder bolchevique después de Octubre ha sido pasar de las relaciones sociales feudales a las burguesas. Hasta el fin de la oleada revolucionaria que siguió a la guerra mundial de 1914, o sea hasta 1923 aproximadamente, la tarea del poder surgido en Octubre ha consistido en trabajar por la transformación de los modos y las relaciones sociales feudales en proletarios. Este trabajo se llevó a cabo sobre la única vía histórica posible y por tanto sobre la vía maestra: solamente después puede formularse que estamos ante un Estado que no es socialista ni en modo actual, ni en modo potencial. Las relaciones de producción posteriores a Octubre, son en modo actual en parte precapitalistas en parte capitalistas y en una parte mínima cuantitativamente postcapitalistas; la forma histórica o mejor dicho el modo histórico de producción no puede denominarse capitalista, sino potencialmente proletario y socialista. ¡Esto es lo que importa!
De esta forma se supera el impasse de la fórmula: base económica burguesa, superestructuras proletarias y socialistas. Y no precisamente negando el segundo término, válido durante al menos seis años después de la conquista de la dictadura.


Stalin y la lingüística (2)

11. La tesis estalinista de que la lengua no es una superestructura con respecto a la base económica constituye una falsa manera de plantear el problema a resolver, ya que el resultado al cual Stalin quería llegar es otro: en cada paso de uno de los modos históricos de producción al sucesivo encontramos un cambio, tanto de la superestructura como de la base o estructura económica, un cambio de los poderes de clase y de la posición de las clases en la sociedad. Pero la lengua nacional no sigue los avatares ni de la base ni de las superestructuras ya que no pertenece a una clase sino a todo el conjunto del pueblo de un determinado país. Por lo tanto para salvar la lengua y la lingüística de los efectos de la revolución social, hay que llevarlas (poco a poco junto a la cultura nacional y el culto a la patria) por la orilla del turbulento río de la historia, fuera del terreno de la base productiva y del terreno de las derivaciones políticas e ideológicas.
Según Stalin (El marxismo y la lingüística), en los últimos años en Rusia «ha sido liquidada la vieja base capitalista y una nueva base socialista ha sido construida. Paralelamente ha sido liquidada la superestructura de la base capitalista y creada una nueva superestructura correspondiente a la base socialista (...) Pero no obstante la lengua rusa sigue siendo fundamentalmente la que era antes de la revolución de Octubre».
El mérito de estos señores (es igual que esto lo haya escrito Stalin, o que lo haya escrito para él el secretario X ó el negociado Y) es el de haber aprendido a fondo el arte de presentarse simples, claros, al alcance de todos, como suele decirse desde hace un siglo en la propaganda cultural burguesa, y sobre todo descaradamente concretos. Pero esto que parece tan directo y accesible no es más que un truco, es una completa recaída en el más rancio modo de pensar burgués.
Todo el proceso habría acaecido «paralelamente». ¡Qué simple es! ¡No sólo hay que responder que este proceso no se ha llevado a cabo, sino que si se hubiese realizado las cosas no habrían ido de ese modo! En esa fórmula de alguacil de pueblo no hay nada de materialismo dialéctico. ¿La base influencia la estructura y tiene un carácter activo? ¿Y en qué sentido la superestructura derivante reacciona a su vez y no es puramente plástica y pasiva? ¿Y con qué ciclos y en qué orden y con qué velocidad histórica tiene lugar la transformación y la sustitución? ¡Bah, estos son discursos bizantinos! Basta con mover la palanca derecha y después la izquierda: ¡Liquidación, Creación! ¡Por Dios, fuera el creador, fuera el liquidador! Este tipo de materialismo no funciona sin un demiurgo, todo se convierte en algo consciente y voluntario, ya no hay nada necesario y determinado.
De todas formas, esta argumentación puede trasladarse a un terreno real: la base económica y la superestructura, a través de complejas vicisitudes, han pasado de ser feudales bajo el zar a ser plenamente capitalistas al final de la vida de Stalin. Puesto que la lengua rusa fundamentalmente es la misma, la lengua no forma parte de la superestructura y tampoco forma parte de la base.
Parece que toda esta polémica está dirigida contra una escuela lingüística desaprobada repentinamente desde arriba, y que el jefe de esta escuela sea el profesor de las universidades soviéticas N.J.Marr, cuyos trabajos desconocemos. Marr habría dicho que la lengua forma parte de la superestructura. Escuchando a su acusador, consideramos a N.J.Marr un buen marxista. Esto se dice de él: «cuando N.J.Marr constató que su fórmula "una lengua es una superestructura respecto a la base" encontró objeciones, decidió "reajustar" su teoría y anunció que "la lengua es un instrumento de la producción". ¿Tenía razón N.J.Marr al clasificar la lengua entre los instrumentos de la producción? No, evidentemente estaba equivocado» (Stalin, Op. cit.).
¿Y por qué? Según Stalin hay una cierta analogía entre la lengua y los intrumentos de la producción, porque éstos también pueden tener una cierta indiferencia hacia las clases. Stalin quiere decir que, por ejemplo, tanto el arado como la azada pueden servir en la sociedad feudal y en la burguesa, y en la socialista. Pero la diferencia que condenaría a Marr (y a Marx y a Engels: el trabajo, la producción de utensilios en combinación con el lenguaje) es esta: ¡los instrumentos de producción producen bienes materiales, la lengua no!
¡Pero tampoco los instrumentos de producción producen bienes materiales! ¡Los bienes los produce el hombre que los usa! Los instrumentos son empleados por los hombres en la producción. Cuando un niño coge por primera vez una azada por la hoja, el padre le grita: se coge por el mango. Este grito, que más tarde se convertirá en una «instrucción» regular, es, como la azada, empleado en la producción.
La necia conclusión de Stalin revela que el error es suyo: ¡si la lengua, como dice Stalin, produjese bienes materiales, los charlatanes serían las personas más ricas de la tierra! Y bien, ¿no sucede precisamente esto? El obrero trabaja con sus brazos, el ingeniero con la lengua: ¿quién cobra más? Nos parece que alguna vez hemos comentado la historia de aquel propietario de provincias que, sentado a la sombra y fumando en pipa, gritaba sin descanso ¡mueve el azadón! al jornalero que había contratado, el cual sudaba y callaba. El propietario sabía que un breve descanso en la faena le restaba beneficios.
Dialécticamente nos parece que Marr no se ha enmendado a pesar de los rayos lanzados contra él: dialécticamente, porque no le conocemos, ni a sus libros. También nosotros hemos dicho por ejemplo que la poesía, desde sus comienzos como canto coral mnemónico, con un carácter mágico-místico-tecnológico, primer medio para transmitir la dotación social, tiene el carácter de un medio de producción. Por eso más adelante colocamos a la poesía dentro de las superestructuras de una época determinada. Igual sucede con la lengua. El lenguaje en general, y su ordenación mediante versos son instrumentos de la producción. Pero una determinada poesía, una determinada escuela poética, relativa a un país y a un siglo, forman parte, separándose de las precedentes y de las siguientes, de la superestructura ideológica y artística de una determinada forma económica, de un determinado modo de producción. Engels: el estadio superior de la barbarie «comienza con la fundición del hierro y lleva a cabo su paso a la civilización con la invención de la escritura alfabética y su uso para transcripciones literarias (...) su punto culminante lo ofrecen los poemas homéricos, principalmente la Iliada». De esta forma podremos buscar otras obras y mostrar a la Divina Comedia como epicedio del feudalismo, y las tragedias de Shakespeare como prólogo al capitalismo.
¡Para el último gran pontífice del marxismo el medio de producción distintivo de una época sería el hierro fundido pero no la escritura alfabética, porque ésta no produce bienes materiales¡ Pero el uso humano de la escritura alfabética era indispensable, entre otras cosas, para llegar hasta los aceros especiales de la moderna siderurgia.
Igual sucede con la lengua. En todas las épocas es un medio de producción, pero las lenguas individuales son superestructuras, tal y como pasa con Dante Alighieri al no escribir su poema en el latín de los clásicos o eclesiástico, sino en el italiano vulgar, o con la Reforma que marca el abandono definitivo del antiguo sajón y su sustitución por el alemán literario moderno.
Lo mismo puede decirse de la azada y el arado. Si bien es cierto que un determinado instrumento de producción puede encontrarse a caballo de dos grandes épocas sociales separadas por una revolución de clase, también lo es que el conjunto de utensilios de una determinada sociedad la hace «clasificar» y la «obliga» – debido al choque ya conocido entre las relaciones de producción – a asumir la nueva forma que la compete. En la barbarie encontramos el torno del alfarero y en el capitalismo el moderno torno con motor de precisión. Y de vez en cuando un instrumento antiguo desaparece convirtiéndose, como la clásica devanadera de Engels, en pieza de museo.
También con la azada y el arado. La sociedad del capitalismo industrial no puede eliminar el pequeño e ímprobo cultivo de la tierra que obliga a torcer la espina dorsal, tan orgullosamente erguida, del pitecantropo. Pero una organización comunista con una base industrial completa sólo conocerá indudablemente el arado mecánico. Y de esta forma desbaratará la lengua de los capitalistas, y ya no se escucharán más esas fórmulas comunes usadas por los estalinistas quienes hacen creer que junto a ellas marcha el tan contradictorio conjunto: moral, libertad, justicia, legalidad-popular, progresivo, democrático, constitucional, constructivo, productivo, humanitario, etc, que precisamente forman el equipamiento gracias al cual la mayor riqueza acaba en los bolsillos de los fanfarrones: una función idéntica a la de otros utensilios materiales: el silbato del capataz, las esposas del policía.


Tesis idealista de la lengua nacional

12. Negar que el lenguaje humano en general tenga un origen y una función como instrumento productivo, y que las sociedades de clase tengan entre sus superestructuras (incluso entre las de sustitución no inmediata, sino gradual) la local y contingente lengua hablada y escrita, equivale a recaer plenamente en doctrinas idealistas, y equivale a abrazar políticamente el postulado burgués del paso a una lengua común por parte de los iletrados de diversos dialectos y a los doctos de todo un país políticamente unido, verdadera revolución lingüística que marcó la llegada de la época capitalista.
Puesto que según el texto que examinamos la lengua no es una superestructura de la base económica, y tampoco es un instrumento productivo, hay que preguntarse cuál es su definición. Veámosla: «La lengua es un medio, un instrumento con la ayuda del cual los hombres se comunican entre sí, intercambian sus pensamientos y pueden comprenderse mutuamente. Al estar conectada directamente con el pensamiento, la lengua registra y cristaliza en palabras y en palabras coordinadas en proposiciones, los resultados del pensamiento y los logros obtenidos tras el trabajo de investigación humano, haciendo posible de esta forma el intercambio de ideas en la sociedad humana» (Stalin, op. cit.). Esta sería por tanto la solución marxista a la cuestión. No vemos que ningún ideólogo ortodoxo y tradicional no pueda subscribir esta definición. Está claro que según esta definición la humanidad prospera por medio de una obra de investigación elaborada en el pensamiento y formulada en ideas, pasando de esta fase individual a otra colectiva y de aplicación mediante el uso del lenguaje, que permite al descubridor pasar su conquista a los demás hombres. Así se tira por tierra perfectamente el desarrollo materialista del cual nos estamos ocupando (ajustando las citas habituales de nuestros textos básicos): de la acción a la palabra, de la palabra a la idea, entendiendo esto no como un proceso llevado a cabo por el individuo, sino por la sociedad, o mejor aún: del trabajo social al lenguaje, del lenguaje a la ciencia, al pensamiento colectivo. La función de pensar en el individuo es derivada y pasiva. La definición de Stalin es pues puro idealismo. El presunto intercambio de pensamientos es la proyección en la fantasía del intercambio de mercancías burgués.
Es muy extraño que la acusación de idealismo recaiga sobre el desgraciado Marr, el cual al sostener la tesis de la mutación en las lenguas parece que llegue hasta la previsión de una decadencia de la función del lenguaje para dar paso a otras formas. Se acusa a Marr de haber hipotetizado de esta forma un pensamiento que se transmite sin lengua, empantanándose en el idealismo. Pero en este pantano dan más pena los que presumen de flotar por encima de él. La tesis de Marr se presenta como contradictoria con la frase de Carlos Marx: «La lengua es la realidad inmediata del pensamiento (...) Las ideas no existen separadamente de la lengua».
¿Pero esta clara tesis materialista no es negada totalmente por la definición de Stalin mencionada anteriormente, según la cual la lengua se reduce a un medio para intercambiar ideas y pensamientos?
Reconstruyamos la audaz teoría de Marr a nuestro modo (esto lo debería permitir la posesión de una teoría de partido por encima de generaciones y fronteras). La lengua es, hasta aquí llega Stalin, un instrumento con el cual los hombres se comunican. ¿La comunicación entre los hombres no tiene nada que ver con la producción? Esto es lo que afirma la teoría económica burguesa según la cual se aparenta que cada uno produce por sí solo y que después conoce al otro solo a través del mercado, para ver si lo engaña. La expresión marxista correcta no sería "se comunican para ayudarse mientras se entienden", sino "se comunican para ayudarse mientras producen". Por lo tanto reconocemos que es correcto considerarla como medio de producción. ¡Y por lo que respecta a ese metafísico "mientras se entienden", han pasado seiscientos mil años y por lo que parece los escolares que hemos tenido el mismo maestro no nos entendemos todavía!
Por lo tanto, la lengua es un medio tecnológico de comunicación. Es el primero de estos medios. ¿Pero es quizás el único? No por cierto. En el curso de la evolución social aparece una serie cada vez más rica de este medio, y no está en absoluto fuera de lugar la indagación de Marr acerca de qué otros medios podrán sustituir en gran medida a la lengua hablada. Con esto Marr no dice en absoluto que el pensamiento como elaboración inmaterial de un sujeto individual pasará a los demás sin tomar la forma natural del lenguaje. Marr indica evidentemente, con la fórmula traducida «proceso del pensamiento», que se desarrollará bajo formas que estarán por encima de la lengua, no se refiere a la metafísica invención individual, sino a la dotación de conocimiento tecnológico propio de una sociedad desarrollada. En esto no hay nada de escatológico o mágico.
Veamos un ejemplo muy simple. El timonel de una embarcación a remos ordena «de viva voz». Al igual que el piloto del barco de vela y de los primeros vapores. «Go ahead». Adelante a toda máquina... Media máquina atrás... El barco se hace muy grande y el capitán grita por un altavoz que comunica con la sala de máquinas, pero después esto no basta, y antes de los altavoces (una verdadera invención retrógrada) se construye un teléfono mecánico, a manivela, más tarde eléctrico, que sitúa las esferas del cuadrante de señales ante los ojos del maquinista. Para terminar, el tablero de un gran avión está lleno de instrumentos que transmiten las posibles disposiciones a cada órgano. La palabra va cediendo el paso, pero a medios tan materiales como ella, aunque evidentemente menos naturales, al igual que los utensilios modernos son menos naturales que una rama rota convertida en arma.
Es inútil trazar esta serie grandiosa. Palabra hablada, palabra escrita, prensa, la infinidad de algoritmos, las matemáticas simbólicas, que ya se han hecho internacionales; como sucede en todos los campos técnicos y de servicios generales donde rigen convenciones de uso universal para transmitir comunicaciones precisas de tipo meteorológico, electrotécnico, astronómico, etc. Todas las aplicaciones electrónicas, el radar y similares, todos los tipos de registros de señales son nuevos lazos de unión entre los hombres, necesarios debido a los complejos sistemas de vida y producción, que ya en cien materias ignoran la palabra, la gramática, la sintaxis, cuya inmanencia y eternidad defiende Stalin arrojando sobre Marr formidables lanzas.
¿Puede tal vez el sistema capitalista dejar de pensar que es sempiterno el modo de conjugar el verbo tener, el verbo valorar, de declinar el adjetivo posesivo y de plantear como base de cualquier enunciación el pronombre personal? Un día servirán de risa tanto el Usted, el Suyo y su Señoría, como el su humilde servidor y los buenos negocios que se intercambian los comisionados viajantes.


Referencias y deformaciones

13. En todos los análisis marxistas tiene una importancia fundamental la tesis de que la reivindicación de una lengua nacional es una característica histórica de todas las revoluciones antifeudales, siendo esta lengua nacional necesaria para unir y comunicar todas las plazas del emergente mercado nacional, para hacer útil a lo largo de todo el territorio la transferencia de los proletarios libres ya de la gleba, para luchar contra la influencia de las tradicionales formas religiosas, escolásticas, culturales apoyadas por una parte en el uso del latín como lengua docta, y por otra en la división dialectal del habla local.
Para sostener su nueva, verdaderamente nueva en el sentido marxista, teoría de la lengua extraclasista, Stalin se preocupa de superar la contradicción, invocada evidentemente desde distintas partes, con textos de Lafargue, Marx, Engels, e incluso... Stalin. El bueno de Lafargue es desechado sin más. En un opúsculo titulado La lengua y la revolución, Lafargue había hablado de una imprevista revolución lingüística acaecida en Francia entre 1789 y 1794. Un período demasiado breve, dice Stalin, y, si acaso un pequeño grupo de vocablos de la lengua desapareció, fue sustituido por otros nuevos. Pero eran precisamente esos vocablos los que tenían una mayor relación con las relaciones de la vida social. Algunos fueron desterrados a través de leyes por la Convención. Es conocida la anécdota satírica contrarrevolucionaria. ¿Cómo os llamáis, ciudadano? Marqués de Saint Roiné. ¡Il n'ya plus de marquis! (ya no hay marqueses). ¡De Saint Roiné! ¡Il n'y a plus de "de"! (partícula nobiliaria). ¡Saint Roiné! ¡Il n'y a plus de Saints! ¡Roiné! ¡Il n'y a plus de rois¡ ¡Je suis né! (he nacido) gritó el desgraciado. Stalin tenía razón: el participio né no había cambiado.
En un artículo, Sankt Max, que confesamos desconocer, Carlos Marx había dicho que los burgueses «tienen una lengua propia, producto de la burguesía» y que dicha lengua está permeada por un estilo de mercantilismo, de compraventa. De hecho los mercaderes de Amberes se entendían en plena Edad Media con los de Florencia, y esta es una «gloria» de la lengua italiana, lengua madre del capital. Al igual que en música se escribe por doquier andante, allegro, pianissimo, etc, también en cualquier plaza europea sirven las palabras firma, sconto, tratta, riporto y en todas partes se asemeja la pestífera jerga de la correspondencia comercial «en respuesta a su pedido...». ¿Entonces, qué remiendo coloca Stalin a esa incontrovertida cita? Nos invita a leer otro pasaje del artículo: «la concentración de los dialectos es una única lengua nacional es el resultado de la concentración económica y política» ¿Y eso? La superestructura lengua sigue aquí el mismo proceso de la superestructura Estado y de la base económica. Pero al igual que no es inmanente y definitiva la concentración del capital, la unificación del intercambio nacional, la concentración política es el Estado capitalista, ya que son resultados históricos ligados al dominio y al ciclo burgués, es un fenómeno adherente a todo esto el paso de los dialectos locales a la lengua unitaria. Son nacionales el mercado, el Estado y el poder en cuanto que son burgueses. La lengua se convierte en nacional en cuanto que es lengua burguesa.
Engels, recordado siempre por Stalin, dice en La situación de la clase obrera en Inglaterra: «la clase obrera inglesa se ha convertido en un pueblo completamente distinto a la burguesía inglesa (...) los obreros hablan otro dialecto, tienen otras ideas y concepciones, otras costumbres y principios morales, otra religión y otra política distintas de las de la burguesía».
El remiendo también aquí es paupérrimo: Engels no admite al decir esto que haya lenguas de clase, ya que habla de dialecto, y el dialecto es un derivado de la lengua nacional. ¿Pero no habríamos establecido que la lengua nacional es una síntesis de dialectos (o el resultado de una lucha entre dialectos) y que éste es un proceso de clase, ligado a la victoria de una clase precisa, la burguesía?
Lenin pues debe disculparse por haber reconocido la existencia de dos culturas en el capitalismo, una burguesa y otra proletaria, y de que la consigna de la cultura nacional en el capitalismo es una consigna nacionalista. Castrar a Lafargue, bravo mozo, puede ser fácil, pero hacerlo a continuación con Marx, Engels y Lenin es una árdua tarea. La respuesta a todo esto es que una cosa es la lengua y otra la cultura. ¿Pero que viene antes? Para el idealista que admite el pensamiento abstracto la cultura está antes y por encima de la lengua, pero para el materialista, dado que la palabra preexiste a la idea, no puede formarse la cultura más que en base a la lengua. La posición de Marx y de Lenin es pues: la burguesía no admitirá nunca que su cultura sea una cultura de clase, ya que afirma que es la cultura nacional de un pueblo dado, y por tanto la sobrevaloración de la lengua nacional le sirve como potente rémora para la formación de una cultura, mejor dicho de una teoría, de clase, proletaria y revolucionaria.
Lo mejor viene cuando Stalin, al estilo de Filippo Argenti, se critica a sí mismo. En el XVI Congreso del partido había dicho que en la época del socialismo mundial todas las lenguas nacionales se fundirán en una sola. Esta fórmula parece la más radical, y no es fácil conciliarla con la otra ofrecida bastante después acerca de la lucha entre dos lenguas que termina con el triunfo de una de ellas absorbiendo a la otra sin que queden rastros de ella. El autor sale airoso diciendo que no se ha comprendido que se trata de dos épocas históricas muy distintas: la lucha y el cruce de lenguas tiene lugar en plena época capitalista, mientras que la formación de la lengua internacional tendrá lugar en pleno socialismo; y entonces «es absurdo exigir que la época del dominio del socialismo no sea una contradicción con la época del dominio del capitalismo, que el socialismo y el capitalismo no se excluyan recíprocamente». Esta joya es como para quedarse estupefacto. ¿No se han dedicado todos los esfuerzos propagandísticos, por parte estalinista, para mantener que el dominio del socialismo en Rusia no sólo no excluye el del capitalismo en Occidente, sino que puede convivir pacíficamente con él?
De toda esta embarazosa situación sólo se puede sacar una legítima conclusión. El poder ruso convive con las naciones capitalistas del Oeste ya que él también es un poder nacional, con su lengua nacional defendida ferozmente en toda su integridad, lejos de la futura lengua internacional al igual que lejos está su «cultura» de la teoría revolucionaria del proletariado mundial.
Sin embargo, el mismo autor en algún momento se ve obligado a reconocer que la formación nacional de las lenguas refleja estrictamente la de los Estados nacionales y mercados nacionales. «Posteriormente, con la aparición del capitalismo, con la liquidación de la dispersión feudal y con la formación del mercado nacional, las nacionalidades se desarrollan hasta convertirse en naciones y las lenguas de las nacionalidades en lenguas nacionales». Esto está bien dicho. Pero después está mal dicho que «la historia nos dice que las lenguas nacionales no son lenguas de clase sino lenguas de todo el pueblo, comunes a los miembros de la nación y exclusivas de la nación» (Stalin, op. cit.). La historia ha dictado esto cuando se ha recaído en el capitalismo. Al igual que en Italia los señores, los curas y la gente culta hablaban latín, y el pueblo toscano, en Inglaterra los nobles francés y el pueblo inglés, también en Rusia la lucha revolucionaria había conducido a lo siguiente: los aristócratas hablaban francés, los socialistas hablaban alemán y los campesinos hablaban no diremos ruso, sino una docena de lenguas y un centenar de dialectos. Si el movimiento hubiese continuado sobre la línea revolucionaria de Lenin pronto habría tenido una lengua suya propia: todos chapurreaban en «francés internacional». Pero José Stalin no comprendía tampoco ese francés: sólo el georgiano y el ruso. Era el hombre de la nueva situación, esa en la cual una lengua se traga a otras diez y para hacerlo emplea el arma de la tradición literaria; la nueva situación era la de un auténtico nacionalismo despiadado, que como sucede con todo lo demás sigue la ley de concentrar también la lengua declarando intangible su patrimonio.
Es raro – o quizás no lo es si este movimiento no renuncia a explotar las simpatías y la adhesión del proletariado extranjero a las tradiciones marxistas – que el texto haga suyo este decisivo pasaje de Lenin: «La lengua es el medio más importante de comunicación humana; la unidad de la lengua y su desarrollo sin obstáculos es una de las condiciones más importantes para un comercio realmente libre y amplio, adecuado al capitalismo moderno, para un libre y amplio agrupamiento de la población en clases». Queda pues bien claro que el postulado de la lengua nacional no es inmanente sino histórico: está ligado – útilmente – a la aparición del capitalismo desarrollado.
Pero está claro que todo cambia y se invierte cuando cae el capitalismo, cae el mercantilismo, y cae la división de la sociedad en clases. Las lenguas nacionales perecerán con estas instituciones sociales. La revolución que las combate es ajena y enemiga de la reivindicación de la lengua nacional, una vez que el capitalismo pleno ha vencido.


Dependencia personal y económica

14. Constituye una desviación radical del materialismo histórico limitarlo a las épocas en las que existen relaciones directamente mercantiles entre poseedores tanto de productos como de instrumentos productivos, incluida la tierra, ya que la teoría se aplica también a las épocas precedentes en las que todavía no había una distinción entre poseedores privados, al establecerse las bases de las primeras jerarquías en la relación sexual y familiar. Este error consistente en dejar en manos de explicaciones no deterministas lo relativo a fenómenos generativos y familiares es del todo coherente con la reparación del hecho lingüístico de la dinámica de las clases; de lo que se trata siempre es de tolerar que sectores decisivos de la vida social puedan sustraerse a las leyes del materialismo dialéctico.
En un escrito dirigido directamente a criticar la interpretación marxista de la historia, y pretendiendo que ésta se reduzca (como sucede desgraciadamente con algunos incautos e inexpertos seguidores del movimiento comunista) a deducir los desarrollos de la historia política del choque entre las clases que tienen una participación distinta en la riqueza económica y en su reparto, se asume como prueba el que en la antigua Roma ya había un ordenamiento de tipo estatal completo y el juego social no se daba entre clases de ricos patricios terratenientes, pobres y plebeyos campesinos y artesanos, y esclavos, ya que se basaba en la potestad del padre de familia.
El autor del escrito (De Vinscher, Bruselas, 1952, Propiedad y poder familiar en la antigua Roma) distingue dos fases en la historia del ordenamiento jurídico: una, la más reciente y que instauró el ya conocido derecho civil que la moderna burguesía ha hecho propio, con la libre permutabilidad de cualquier objeto y posesión tanto mueble como inmueble, y que podemos llamar fase «capitalista», y otra más antigua en la cual el ordenamiento y la ley civil eran muy distintos prohibiendo en gran parte de los casos la transferencia y la venta salvo en casos en los que se regulaban estrictamente en base al orden familiar, de tipo patriarcal. Sería una fase «feudal», si anteponemos a este feudalismo y capitalismo en el mundo antiguo la característica de que en ellos estaba presente una clase social que falta en el Medievo y en la Edad Moderna, la de los esclavos. Éstos están excluidos por la ley siendo considerados como cosas y no como personas sujetas a derecho: dentro del círculo de los hombres libres, de los ciudadanos, una constitución basada en la familia y en la dependencia personal en su seno precede a la sucesiva basada en el libre traspaso de bienes, en la que actúan con mutuo consentimiento el vendedor y el comprador.
Se pretende desmentir la «prioridad que el materialismo histórico ha reconocido ampliamente a las nociones del derecho patrimonial en el desarrollo de las instituciones». Esto sería cierto si la base a la que se refiere el materialismo histórico fuese el puro fenómeno económico, de propiedad, de patrimonio en el sentido moderno, y si por el contrario esta base no abarcase toda la vida de especie y grupo y cualquier disciplina de las relaciones surgida de las dificultades ambientales, y sobre todo la disciplina de la generación y de la organización familiar.
Como ya se sabe y como veremos en la segunda parte, en las antiguas comunidades o fratrias no aparecen ni propiedades privadas ni instituciones del poder de clase. Ya han aparecido el trabajo y la producción y esta es la base material, mucho más amplia que la estrictamente entendida como jurídica y económica a la que se refiere el marxismo: mostramos que a esta base se liga la «producción de los productores» o sea la generación de los componentes de la tribu que se transmite con absoluta pureza racial.
En esta gens pura no hay otra dependencia y autoridad que la del miembro sano adulto y vigoroso sobre los jóvenes que aprenden y se preparan para la simple y serena vida social. La primera autoridad que surge cuando la promiscuidad de los sexos entre el grupo de varones y el grupo de mujeres comienza a ser limitada es el matriarcado, en el cual la mater es el jefe de la comunidad: todavía no se determina el reparto de las tierras o de otra cosa. La base de esto último la pone el patriarcado, primero polígamo y después monógamo: el varón jefe de familia es un verdadero jefe administrativo político y militar, regula la actividad de los hijos y también la de los prisioneros y la de los vencidos convertidos en esclavos. Estamos en los umbrales de la formación de un Estado de clase.
Llegados a este punto es posible comprender en grandes líneas, el viejo ordenamiento romano, al cual se le atribuye una duración de un milenio (Justiniano canceló definitivamente sus últimas trazas), el mancipium. Del pater familias dependen hombres y cosas: la mujer o las mujeres, los hijos, que son libres, los esclavos y su prole, el ganado de la finca, la tierra y todos los utensilios y provisiones producidos. Todas estas cosas al principio solo son alienables a través de un raro y difícil procedimiento llamado emancipación, o adquiribles sin contrapartida, que sería la mancipatio. De aquí se deriva la famosa distinción en res mancipii, cosas inalienables, y res nec mancipii, cosas comerciables a voluntad, que forman parte del patrimonium normal, susceptible de ampliarse o reducirse.
Por tanto, en el segundo estadio, cuando ya no hay nada que sea res mancipii, y todo es libre artículo de comercio (entre quienes no son esclavos) prevalece el valor económico y resulta obvio para todos que las luchas por el poder político se basan en los intereses de clases sociales opuestas, según se distribuyan la tierra y la riqueza; en el primer estadio el valor económico y el derecho patrimonial como título de libre adquisición era sustituido por un imperium personal del jefe de familia, cuyo ordenamiento vigente reconoce las tres facultades del mancipium, de la manus, y de la patria potestas, que eran los ejes de la sociedad de la época.
Para el marxista evidentemente es un error banal afirmar que en el primer estadio de relaciones no se puede aplicar el determinismo económico. El equívoco se basa en la tautología de que en el ordenamiento mercantil todo se lleva a cabo entre «iguales» y que las dependencias personales desaparecen para ceder el sitio al intercambio entre equivalentes, según la famosa ley del valor. Pero el marxismo prueba precisamente que el intercambio comercial ilimitado y «justinianeo» de los productos y de los instrumentos da lugar a una nueva y pesada dependencia personal para los componentes de las clases explotadas y trabajadoras.
Por tanto, no resulta difícil huir de la insidia que aparece cada vez que se trata de una relación social que gravita sobre el orden familiar, ya que debería explicarse no a través de la economía productiva sino con los llamados factores «afectivos», recayendo por tanto plenamente dentro del idealismo. También el sistema de relaciones basadas en la generación y en la familia surge en correspondencia con un modo de vida mejor para el grupo en su ambiente físico y para su producción laboral necesaria, y la consecuencia se halla tan dentro de las leyes del materialismo como cuando se trata de la fase posterior de los intercambios unitarios entre detentadores individuales de productos.
Pero está fuera de duda que ese marxismo que no sepa ver esto sucumbe ante la resurrección idealista, reconociendo aunque sea por un momento que además de los factores del interés económico concretado en la posesión de un patrimonio privado y en el intercambio de bienes privados (incluyendo entre los bienes intercambiables la fuerza de trabajo humana) existen como factores separados ajenos a la misma dinámica materialista el sexo, el afecto familiar, el amor; y sobre todo cayendo en la crasa banalidad de que tales factores en ciertos momentos superan y transforman radicalmente mediante fuerzas superiores el factor de la base económica.
En cambio, solamente sobre la piedra angular del esfuerzo para la vida inmediata de la especie, que integra inseparablemente la alimentación y la reproducción, subordinando si es necesario la conservación individual a la de la especie, es en donde se apoya la fatigosa pero inmensa construcción propia del materialismo histórico que abarca todas las manifestaciones de la actividad humana incluyendo las últimas más complejas y grandiosas.
Concluiremos esta parte con Engels (Origen de la familia...) una vez más, para mostrar la habitual fidelidad de nuestra escuela, o la repulsión ante cualquier novedad. Siempre es el desarrollo de los instrumentos productivos el que se halla en la base del paso del imperium patriarcal a la libre propiedad privada. En el estadio bárbaro superior ya aparece la división social del trabajo entre artesanos y agricultores, la diferencia entre ciudad y campo... La guerra y la esclavitud ya habían nacido desde hacía tiempo:
«La diferencia entre ricos y pobres se sumó a la existente entre libres y esclavos: de la nueva división del trabajo resultó una nueva escisión de la sociedad en clases. La desproporción de bienes de los jefes de familia individuales destruyó las antiguas comunidades comunistas en todas partes donde se habían mantenido hasta entonces; con ello se puso fin al trabajo en común de la tierra por cuenta de dichas comunidades. El suelo cultivable se distribuyó entre las familias particulares; al principio de un modo temporal, y más tarde para siempre; el paso a la propiedad privada completa se realizó poco a poco, paralelamente al tránsito del matrimonio sindiásmico a la monogamia. La familia individual empezó a convertirse en la unidad económica de la sociedad».
Una vez más, la dialéctica enseña como la familia individual, este presunto valor social fundamental del que se jactan fideistas e iluministas burgueses, que está ligada a la sociedad basada en la propiedad privada, es también una institución transitoria, negándole cualquier base fuera de la determinación material que, por el contrario, se busque en el sexo o en el amor, y que será destruida tras la victoria del comunismo habiendo sido ya estudiada y condenada en su dinámica por la teoría materialista.









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Parte Segunda
INTERPRETACIÓN MARXISTA DE LA LUCHA POLÍTICA Y DEL DISTINTO PESO DEL FACTOR NACIONAL EN LOS MODOS
HISTÓRICOS DE PRODUCCIÓN


De la raza a la nación

1. El paso del grupo étnico o «pueblo» a la «nación» tiene lugar en relación a la aparición del Estado político, con sus características fundamentales como son la circunscripción territorial y la organización de una fuerza armada – y por lo tanto tras el fin del comunismo primitivo y la formación de las clases sociales.
Abstrayéndonos de todo movimiento literario y de toda influencia idealista, nos referiremos a la categoría raza como hecho biológico, y a la categoría nación como hecho geográfico. Sin embargo una cosa es la nación como hecho histórico definido, y otra es nacionalidad, y por nacionalidad debe entenderse una agrupación que se deriva de los dos factores, el racial y el político.
La raza es un hecho biológico, ya que, para clasificar a un ejemplar animal en cuanto a raza, no nos preguntamos su lugar de nacimiento, sino quiénes son sus padres, y si ambos (cosa muy rara en el mundo actual) eran del mismo tipo étnico, perteneciendo los ejemplares que han nacido de ellos a este tipo, siendo clasificados precisamente como raza. Se han difundido por todas partes esos cerdos tan hermosos de color rosado que se llaman Yorkshire, por el condado inglés donde tuvo lugar su crianza, rigurosamente seleccionada, la cual – tiene razón el Papa en esto – puede efectuarse con seguridad sólo con las bestias y no con los hombres, al menos cuando a éstos, incluyendo a ambos sexos, no se los enjaula como sucedía en algunas formas esclavistas. Lo mismo sucede con las vacas bretonas, los perros daneses, los gatos siameses, y así sucesivamente; el nombre geográfico sólo expresa un hecho relacionado con la crianza.
No obstante cosas parecidas ocurren también con el hombre, y hoy, en los Estados Unidos de América (negros aparte, ya que en algunos Estados de la Confederación todavía está prohibido el matrimonio con blancos) también podemos ver a un tal Primo Carnera de padre y madre friulanos, pero que es ciudadano americano, y muchos Gennarini Espositi de sangre napolitana, pero orgullosísimos de haber conseguido «a carta e' citatino» [El documento acreditativo de la nacionalidad. En napolitano en el original, N.d.T.].
La clasificación de los hombres como pertenecientes a una nación se hace con un concepto puramente geográfico, y no biológico o etnológico, y depende del lugar donde hayan nacido, en líneas generales, salvo los casos sofisticados y raros de gente nacida a bordo de barcos en plena navegación y hechos parecidos.
Pero por todas partes aparece el difícil embrollo de las naciones que comprenden más nacionalidades, es decir, no solamente más razas – las cuales progresivamente son cada vez más indefinibles biológicamente como tipos puros – sino más grupos distintos por la lengua y también por las costumbres, usos, cultura, etc.
Si todavía podemos definir como «pueblo» a la horda nómada formada por la unión de tribus con una raza afín que recorre continentes enteros en busca de terrenos que la alimenten, y a menudo invade territorios de otros pueblos ya estables geográficamente para saquearlos o para instalarse en ellos, evidentemente, antes de que se produzca este último evento, no tenemos derecho a adoptar el término nación, que se refiere a lugar de nacimiento, desconocido e indiferente para quien forma parte de una masa humana que, con sus enseres y carros que constituyen su principal tipo de vivienda, olvida la topografía de sus itinerarios.
El concepto de sede fija de un grupo humano implica el de los confines con los que limita su zona de residencia y de trabajo, y el historiógrafo común suele decir que implica una protección de estos confines contra otros grupos, y por lo tanto la organización fija de guardias y ejércitos, una jerarquía, un poder. Pero por el contrario el origen de las jerarquías, de los poderes, del Estado, es precedente a la condensación de la población humana hasta llegar a las contiendas territoriales, y está en relación con los procesos internos de los aglomerados sociales, en evolución desde las primeras formas del clan y de la tribu, desde el momento en que el cultivo del suelo y la producción agrícola se han desarrollado técnicamente hasta el punto de estabilizar las intervenciones con ciclos estacionales sobre los mismos campos.


Aparición del Estado

2. La premisa del origen del Estado es la formación de clases sociales, y ésta se determina en todos los pueblos con el reparto de la tierra cultivable entre los individuos y las familias y con las fases paralelas de la división del trabajo social y de las funciones, de las cuales se deriva una posición distinta de los diversos elementos respecto a la actividad productiva general, perfilándose distintas jerarquías con funciones tales como el primitivo artesanado, la acción militar, magia-religión (que es la primera forma de la ciencia técnica y de la escuela), posición que a su vez está separada de la vida inmediata de la gens y de la familia primitiva.
No debemos desarrollar aquí totalmente la teoría marxista del Estado, pero ésta nos interesa en máximo grado para establecer cuáles son las estructuras de las colectividades históricas definidas como nación, estructuras mucho más complejas que el banal criterio según el cual cada individuo, tomado en sí mismo, está unido a través de un vínculo directo con la tierra que lo vió nacer, siendo la nación un conjunto de moléculas personales similares entre sí – concepto este que no tiene nada de científico y que se identifica con la ideología de clase de la moderna burguesía dominante.
La teoría del Estado no como órgano del pueblo, de la nación o de la sociedad, sino como un órgano de clase y del poder de una determinada clase, fundamental en Marx, fue restaurada íntegramente por Lenin contra la sistemática disolución teórica y política a la que la sometieron los socialistas de la II Internacional, precisamente apoyándose en la explicación sistemática del origen de las formas estatales contenida en la clásica obra de Engels sobre el origen de la familia y de la propiedad, que nos ha guiado en través de la prehistoria. En dicha época entra en acción el elemento étnico en un estado aún puro y por así decir virgen, dentro de la comunidad primitiva para trabajar, fraternal y amorosamente en las antiguas y nobles, en el sentido concreto de la palabra, tribus y gentilidades, época de la cual nos hablan los mitos de todos los pueblos con sus relatos fabulosos sobre una edad de oro de los primeros hombres que ignoraban el crimen y el derramamiento de sangre.
De este brillante escrito retomaremos, pues, el hilo que nos debe conducir a la explicación de las luchas de nacionalidad, y a la conclusión materialista de que no se trata de un factor inmanente, sino de un producto histórico que presenta unos determinados comienzos y ciclos, y que concluirá y desaparecerá bajo unas condiciones ampliamente elaboradas ya en el mundo moderno; esta visión nuestra es completamente original y no se identifica para nada con la renuncia a considerar en nuestra doctrina y sobre todo en nuestra acción inseparable de ella (nuestras, o sea propias de nuestro movimiento secular y mundial, y no de uno o de muchos sujetos personales) el importantísimo proceso de la nacionalidad, y mucho menos con el garrafal error histórico de declararlo como algo ya liquidado en sus relaciones con la lucha de clase proletaria, en la estructura política internacional contemporánea.
El proceso, por lo que respecta a la antigua Grecia, y por tanto a la gran forma histórica de la antigüedad clásica mediterránea que se cierra con la caída del Imperio Romano, es sintetizado de esta forma por Engels:
«Así pues, en la constitución griega de la época heroica vemos aún llena de vigor la antigua organización de la gens, pero también observamos el comienzo de su decadencia: el derecho paterno con herencia de la fortuna por los hijos, lo cual facilita la acumulación de las riquezas en la familia y hace de ésta un poder contrario a la gens [compárese con la otra cita del texto que aparece al final de la primera parte]; la repercusión de la diferencia de fortuna sobre la constitución social mediante la formación de los gérmenes de una nobleza hereditaria y una monarquía; la esclavitud, que al principio solo comprendió a los prisioneros de guerra, pero que desbrozó el camino a la esclavización de los propios miembros de la tribu, y hasta de la gens; la degeneración de la antigua guerra de unas tribus contra otras en correrías sistemáticas por tierra y por mar para apoderarse de ganados, esclavos y tesoros, lo que llegó a ser una industria más. En resumen, la fortuna es apreciada y considerada como el sumo bien, y se abusa de la antigua organización de la gens para justificar el robo de las riquezas por medio de la violencia. No faltaba más que una cosa; una institución que no solo asegurase las nuevas riquezas de los individuos contra las tradiciones comunistas de la constitución gentil» [advertimos nuevamente que este adjetivo, debe entenderse como «perteneciente a la gens», evitando la confusión con el concepto menos antiguo de aristocracia como clase: en la gens, que no conoce clases, todos son de la misma sangre y por lo tanto iguales; no adoptaremos el término democracia, espurio y contingente, y tampoco el de pancracia, porque aunque la primera palabra indique todos, la segunda indica poder, algo desconocido por aquel entonces: tampoco era una pananarquía, porque anarquía indica una lucha del individuo contra el Estado, por tanto entre dos formas transitorias, siendo muy frecuente que la segunda haga girar la rueda hacia adelante. En la gens lo que había era un simple ordenamiento comunista, pero limitado a un grupo racial puro, ordenamiento pues etnocomunista, mientras que «nuestro» comunismo, al que tiende nuestro programa histórico, ya no es étnico o nacional, sino que es el comunismo de especie, hecho posible merced a los ciclos de propiedad, de poder y de expansión productiva y mercantil que ha recorrido la historia...].
Continúa la cita:
«No faltaba más que una cosa: una institución que no sólo asegurase las nuevas riquezas de los individuos contra las tradiciones comunistas de la constitución gentil, que no sólo consagrase la propiedad privada antes tan poco estimada e hiciese de esta santificación el fin más elevado de la comunidad humana, sino que, además, imprimiera el sello del reconocimiento general de la sociedad a las nuevas formas de adquirir la propiedad, que se desarrollaban unas tras otras, y por tanto a la acumulación, cada vez más acelerada, de las riquezas; en una palabra, faltaba una institución que no sólo perpetuase la naciente división de la sociedad en clases, sino también el derecho de la clase poseedora para explotar a la no poseedora y el dominio de la primera sobre la segunda.
«Y esa institución nació. Se inventó el Estado».
Y es también Engels quien define el criterio territorial:
«Frente a la antigua organización de la gens, el Estado se caracteriza en primer término por la distribución de los individuos que lo componen, según el territorio. Las antiguas asociaciones, constituidas y sostenidas por los vínculos de sangre, según lo hemos visto, habían llegado a ser insuficientes en gran parte, porque suponían la unión de los asociados con un territorio determinado, lo cual había dejado de suceder desde mucho tiempo atrás. El territorio no se había movido, pero los hombres sí. Tómese como punto de partida la división territorial, y se dejó a los ciudadanos ejercitar sus derechos y sus deberes donde se hubiesen establecido, sin ocuparse de la gens o de la tribu».


Estados sin nación

3. En los antiguos imperios asiático-orientales con una formación política anterior a las helénicas observamos formas plenas de poder estatal en relación a la concentración de enormes riquezas en tierras y bienes en manos de señores, sátrapas, y a veces teócratas, y el sojuzgamiento de grandes masas de prisioneros, esclavos, siervos y parias de la tierra, pero todavía no puede hablarse de forma nacional aún estando presentes las características de la forma Estado: territorio político y cuerpos armados.
La obvia objeción acerca del pueblo hebreo nos brinda la oportunidad de hacer una aclaración útil al último pasaje de Engels citado en el punto precedente.
Puede aparecer la confusión entre el territorio que en una época menos antigua define la forma plenamente estatal, y el vínculo de los miembros de la gens a un determinado territorio, vínculo roto más tarde aun permaneciendo el vínculo inviolable de la sangre.
A la gens pertenece un territorio pero no en el moderno sentido político, y si queremos tampoco en un estricto sentido económico productivo. Engels quiere decir que la gens se distingue de las demás, aparte de por el nombre, por su territorio de origen, no por los distintivos y sucesivos territorios de residencia y trabajo común. El vínculo del indio iroqués con su tierra de origen está roto desde hace siglos, no solo desde el momento en que la civilización blanca ha encerrado a los escasos supervivientes en estúpidas reservas cercadas, sino desde que las diversas estirpes luchaban terriblemente entre ellas, destruyéndose pero cuidándose bien de mezclarse, aun a costa de desplazarse miles de kilómetros a través de inmensos bosques (muchos de ellos reducidos después a desiertos por la técnica capitalista, utilizándolos la filantropía burguesa para ensayar armas atómicas).
El pueblo hebreo es el primero que posee una historia escrita, pero desde el momento en que fue escrita lo fue como una historia de división en clases, presentando a propietarios y desposeídos, ricos y siervos, saltándose abiertamente el comunismo primitivo, cuyo único recuerdo es el Edén, porque ya en la segunda generación estaba Caín, el fundador, el inventor de la lucha de clase. El pueblo hebreo tuvo pues un Estado organizado, sabiamente organizado, con jerarquías precisas y constituciones rigurosas. Sin embargo este pueblo no se convirtió en una nación, como tampoco lo fueron sus bárbaros enemigos asirios, medos o egipcios. Y esto a pesar de la enorme diferencia entre la pureza racial de los hebreos y la indiferencia de los sátrapas y faraones al ver pulular alrededor de sus tronos a siervos, esclavos y a veces funcionarios y jefes militares de otro origen étnico o de otro color, y de yacer con odaliscas blancas, negras o amarillas, todo ello fruto de razzias militares o del sojuzgamiento de tribus primitivas libres o de otros Estados precedentes en el corazón de Asia o África.
Los hebreos, divididos en doce tribus, no son asimilados por otros pueblos, ni siquiera tras ser derrotados. Las tribus y las gentilidades, ya tradicionalmente transformadas en familias patriarcales monógamas, no pierden el vínculo de sangre pura, el nombre del país de origen y la tediosa tradición genealógica (señálese no obstante que la estrecha adhesión a la descendencia paterna de los israelitas tolera ampliamente la unión conyugal con mujeres de otra raza) ni siquiera con las deportaciones territoriales, como sucedió con las legendarias cautividades de Babilonia y Egipto. La mítica vinculación con la tierra prometida es una forma prenacional, porque incluso cuando la comunidad étnica que se conservaba bastante pura vuelva al país de origen, a su cuna etnológica, no consigue organizarse políticamente en él con una estabilidad histórica y el territorio continúa siendo atravesado por ejércitos provenientes de los poderes más diversos y lejanos. Las guerras de la Biblia son luchas de tribus más que guerras de libertad nacional o de conquista imperial, y el territorio continúa siendo el escenario de choques históricos entre pueblos que aspiran a la hegemonía en ese área estratégica del mundo antiguo y moderno.
También los griegos de la guerra de Troya no son todavía una nación sino más bien una federación de pequeños Estados con sedes cercanas y una comunidad étnica muy vaga, dado el distinto origen de jonios y dorios y la confluencia en la península helénica de antiquísimas migraciones provenientes de todos los puntos cardinales. Las mismas formas productivas, constituciones estatales, costumbres, lenguas, tradiciones culturales, son muy diversas para las pequeñas monarquías militares coaligadas: también en las históricas guerras contra los persas la unidad no es más que contingente, y da lugar a las encarnizadas guerras por el predominio en el Peloponeso y en toda Grecia.


Nación helénica y cultura

4. Los factores nacionales son evidentes en la antigua Grecia también en la organización social de Atenas, Esparta y otras ciudades, y más evidentemente en el Estado macedonio que no sólo unifica en país sino que se convierte rápidamente en el centro de una primera conquista imperial en el mundo antiguo. La literatura y la ideología de este primer nacionalismo no sólo se traducirán en el mundo romano, sino que suministrarán la trama a las ebriedades nacionales de las modernas burguesías.
El Estado lacedemonio al igual que el Estado ateniense (o el tebano) no solo son Estados perfectos en el sentido político con un territorio exactamente definido y con instituciones jurídicas, y con un poder central del cual emanan las jerarquías civiles y militares, sino que alcanzan la forma de naciones en la medida en que el tejido social, incluso conservando la división entre clases ricas y pobres respecto a la producción agrícola y artesanal y al ya desarrollado comercio interno y externo, y asegurando el poder político a los estratos económicamente fuertes, permite un entramado legal y administrativo que aplica las mismas normas formales a todos los ciudadanos, y entre estas normas la participación con paridad de voto en las asambleas populares deliberativas y electivas. Tal superestructura jurídica contiene sustancialmente una función análoga a la que denunció el marxismo en las democracias parlamentarias burguesas, pero entre estos dos modos históricos de organización social existe una diferencia básica: hoy cualquiera es ciudadano reconociendo que la misma ley es válida para todos; en aquel entonces el conjunto de la ciudadanía, que formaba exclusivamente la verdadera y propia nación, excluía a la clase de los esclavos, numerosísima en ciertos períodos, privada por ley de todo derecho político y civil.
A pesar de esto, y pese al choque de clase entre aristócratas y plebeyos, entre ricos patricios y mercaderes por un lado y simples trabajadores por otro, que vivían de la caridad, esta forma social estuvo acompañada de unos grandiosos avances tanto en el trabajo como en la tecnología y por tanto en las ciencias aplicadas, y en la ciencia pura: en relación a la participación en el procesos productivo sobre unas bases de paridad y libertad, a pesar de la explotación de clase, la lengua ocupó un lugar de primer orden, alcanzando la literatura y el arte unos altos niveles, remachándose la tradición nacional que fue utilizada en provecho de los dirigentes de la sociedad y del Estado para ligar a todos los ciudadanos a la suerte de la nación, obligándoles al servicio militar, y a cualquier otro sacrificio y contribución en caso de peligro del organismo nacional y de sus estructuras esenciales.
Literatura, historiografía y poesía reflejan ampliamente la afirmación de tales valores, haciendo del patriotismo el motor principal de toda función social, exaltando por cualquier medio la fraternidad entre todos los ciudadanos del Estado, condenando las inevitables y frecuentes guerras y luchas civiles, presentadas habitualmente como conjuras contra los detentadores del poder, promovidas por otros grupos o personas ávidas del mismo, pero que en realidad no eran sino la expresión de los choques de intereses de clase y del descontento de la masa popular de los ciudadanos alimentados con muchas ilusiones pero atormentados por el bajo nivel de vida incluso en los momentos de mayor esplendor de la «polis».
Sin embargo la solidaridad nacional no es una pura ilusión y un espejismo creado por los privilegiados y los poderosos, pues en una determinada fase histórica es el efecto real determinado por los intereses económicos y por las exigencias de las fuerzas de producción materiales. El paso de un primitivo cultivo local del suelo en Grecia, que a pesar de contar con un clima favorable es en muchas partes árido y rocoso, y que podía alimentar a una población escasa y poco evolucionada, a la más intensa navegaciòn comercial desde un extremo al otro del Mediterráneo, que trae productos de países lejanos y difunde los fabricados por un artesanado cada vez más variado representante de un auténtico tipo antiguo de industria, y que permite especialmente a los habitantes de los puertos una grandiosa evolución en sus modos de vida, este paso, como decíamos, no habría podido darse con una forma estatal cerrada y despótica como sucedía con los grandes imperios del continente, sino con una forma democrática y abierta, que no sólo suministrase ciudadanos e ilotas, sino artífices aptos para la numerosa marinería y los trabajadores de la ciudad, maestranzas y órganos de dirección del trabajo, necesarios, aunque en un número mucho menor que modernamente, para esa primera forma de capitalismo que obtuvo unos esplendores inolvidables.
Toda aparición y consolidación de formas de trabajo, sometido siempre a la explotación, pero ya no ligado a vínculos de inmovilización local y de fosilización en técnicas seculares de trabajo, determina en su fase ascendente, en la superestructura, un gran desarrollo de la ciencia, del arte y de la arquitectura, reflejándose en nuevos horizontes ideológicos que se abren a las sociedades vinculadas anteriormente a doctrinas cerradas y tradicionales. Al decaer el feudalismo aparecerá el fenómeno del Renacimiento, entendido como un acontecimiento europeo: muchos consideran que a nivel cultural el dorado período griego es insuperable, pero esto no es más que literatura. No obstante podemos afirmar que el «puente» de «humanidad nacional» tendido sobre las desigualdades económicas, al dejar excluidos a los esclavos, considerados como semianimales y no como seres humanos, era mucho más sólido que el existente en su edición histórica quince o veinte siglos más tarde, y que pretende superar el abismo social que divide a los dueños del capital del proletariado desheredado.
Recuerda Engels que en la época de mayor esplendor de Atenas solo había unos noventa mil ciudadanos libres contra trescientos sesenta y cinco mil esclavos que no sólo trabajaban la tierra sino que además proporcionaban los trabajadores de esas industrias a las que hemos aludido, y también cuarenta y cinco mil «protegidos», es decir ex-esclavos, y extranjeros privados de la ciudadanía.
Es muy admisible que esta estructura social haya determinado en el modo de vivir de esos noventa mil elegidos un grado de «civilización» cualitativamente mayor que el otorgado a los modernos pueblos «libres» del capitalismo actual, a pesar de sus mayores recursos.
Esto no es un motivo que induzca a participar en la extasiada admiración por la grandeza griega en el pensamiento y en el arte, y esto no sólo porque estas cumbres se erigían sobre las espaldas sangrantes de un número de esclavos veinte veces superior al de los hombres libres: éstos antes de Solón estaban explotados por la plutocracia terrateniente hasta el punto que la hipoteca podía reducir a la esclavitud a un ciudadano libre declarado deudor insolvente, decayendo, al no querer asemejarse al despreciable esclavo (la altivez del hombre libre ateniense llegó hasta el grado de que antes que convertirse en esbirro consentía que la policía estatal estuviese constituida por esclavos gratificados, y que un esclavo tuviese la facultad de manumitir a los hombres libres) hasta convertirse en un auténtico Lumpenproletariat, un estrato de andrajosos, cuyas revueltas contra los oligarcas disolvieron la gloriosa república.
Engels hace un comentario que dice todo acerca de la posición marxista respecto a las apologías de las grandes civilizaciones históricas. Los indios iroqueses no pudieron alcanzar esas formas a las que llegó la gens griega originaria, totalmente análoga a la estudiada en la moderna América por Morgan (formas similares son descritas hoy día en los periódicos por exploradores de las islas Andamán en el Océano Índico, exploración realizada por italianos por encargo del nuevo régimen indio, entre grupos primitivos aislados hasta ahora del resto de la humanidad). A los iroqueses les faltaban una serie de condiciones materiales productivas relativas a la geografía, al clima, todo eso ofrecido a los pueblos mediterráneos... Sin embargo dentro del restringido círculo de su economía real los comunistas iroqueses «dominaban sus condiciones de trabajo y sus productos», que se asignaban según las necesidades humanas.
Con el impulso que tomó la producción griega hacia su gloriosa diferenciación, encontrándose en el vértice de la misma las cornisas del Partenón, las Venus de Fidias o las pinturas de Zeuxis, junto a las abstracciones platónicas que el pensamiento moderno aún no ha desechado, los productos del hombre que empezaron a convertirse en mercancías, circularon a través de mercados monetarios. Ya fuese libre o esclavo según los cánones de los códigos de Licurgo o de Solón, el hombre comenzó a ser esclavo de las relaciones productivas y dominado por su propio producto. Todavía no está próxima la tremenda revolución que lo liberará de esta cadena, cuyos eslabones más formidables han sido remachados por las edades «doradas» de la historia.
«Los iroqueses estaban muy lejos de dominar la naturaleza, pero dentro de los límites naturales vigentes para ellos, dominaban su propia producción (...) Esta era la gran ventaja de la producción bárbara, que se perderá con la llegada de la civilización. Reconquistarlo, pero partiendo del potente dominio, ya alcanzado, de la naturaleza por parte del hombre (...) será la tarea de las próximas generaciones».
Aquí se encuentra el punto vital del marxismo, y aquí se ve por qué el marxista sonríe cuando ve a alguien, ingenuamente, admirando extasiado algunas etapas de la evolución humana, atribuyendo a la obra de excelsos investigadores, filósofos, artistas, poetas, los honores en cualquier materia, prescindiendo de las clases y de los partidos, como suele repetir la estupidez corriente. No queremos añadir a la «civilización» su coronación, sino que debemos hacerla saltar desde sus cimientos.


Nación romana y fuerza

5. El factor de la nacionalidad alcanza su más alta expresión en la antigua Roma de los tiempos de la República, desarrollando el modelo ofrecido por Grecia para la cultura en el campo positivo de la organización y del derecho. Sobre las bases de la nación romana se erigió el imperio, que tendía a ser el único Estado organizado en todo el mundo humano conocido hasta entonces, pero que no resistió la presión originada por el aumento de la población en tierras lejanas y desconocidas que ya habían entrado a su vez dentro del gran ciclo del desarrollo productivo, que desde la pequeña gens había conducido a los pueblos mediterráneos al inmenso imperio, empujados a su vez por la imperativa exigencia material de la difusión vital de la especie.
El proceso nacional en Italia es distinto del griego en cuanto que allí no se dan pequeñas ciudades capitales de pequeños Estados que con unas costumbres y un grado de desarrollo productivo no muy diversos luchan por la hegemonía en toda la península. En Italia tras la desaparición de civilizaciones precedentes que, aun habiendo alcanzado avanzados tipos productivos y habiendo tenido indiscutiblemente unos poderes estatales, no pueden ser considerados como nacionales en sentido propio, Roma se convierte en el único centro de una organización estatal con unas formas jurídicas políticas y militares tan definidas que absorbe rápidamente a las demás abarcando un territorio cada vez mayor, alcanzando con rapidez, traspasando los límites del Lazio, el Mediterráneo y el Pó. Mientras que las importantes fuerzas productivas de una zona tan vasta están coordinadas con las de la sociedad romana, la organización social y estatal de Roma y el sistema de administración y el judicial son aplicados por doquier y de un modo cada vez más uniforme.
Con menos rapidez que en Grecia la base productiva agrícola la integran, con una compleja división del trabajo, la producción artesanal, comercial, marítima e industrial: pero muy pronto la misma conquista militar más allá de los mares Jonio y Adriático hace que las aportaciones de la organización técnica y cultural presentes en la vida griega y de otros pueblos sean absorbidas rápidamente.
La disposición social en sustancia no es diferente, siendo siempre imponente la aportación del trabajo de los esclavos. Pero la difusión del mercantilismo, más lenta pero más profunda, hace que sea más marcada aún en el seno de la sociedad de los hombres libres la escala de las diferencias sociales: en la base de la organización y de los mismos derechos se coloca el censo que clasifica a los ciudadanos romanos según su riqueza.
El ciudadano romano está obligado a cumplir el servicio militar, cuando las armas están absolutamente vedadas al esclavo y al mercenario, hasta la decadencia del imperio. El ejército legionario es verdaderamente el ejército nacional que Grecia no tuvo, y tampoco lo fue el de Alejandro el Macedonio, a pesar de sus impetuosos avances hasta la India, donde la muerte detuvo al jovencísimo caudillo, pero que en realidad fue el máximo límite espacial que se le permitía a la aplastante superioridad de la forma estatal occidental con respecto a las existentes entre los diversos principados de Asia. Esa organización mundial tan buscada se derrumbó rápidamente al dividirse en ramificaciones, no por faltar alguien como Alejandro, sino porque el centralismo estatal todavía era muy joven.
La organización romana además de estatal era nacional, tanto por la participación directa del ciudadano en la guerra y en la construcción en cada espacio ocupado de una red estable de calzadas, de fortificaciones, como por la colonización agraria que se daba al mismo tiempo, con la atribución de tierras a los soldados, y el establecimiento inmediato de las formas romanas de producción, de economía y de derecho. No se trataba de una carrera hacia tesoros desconocidos asignados a pueblos legendarios, sino de la difusión sistemática de un modo de producción determinado que se extendía cada vez más, aplastando toda resistencia armada, pero aceptando al momento la colaboración productiva de los pueblos sometidos.
No obstante no resulta fácil establecer los límites de Roma como nación, variables en el tiempo, y mucho menos darle un perfil etnográfico, ya que es de sobra conocido el hecho de que desde el punto de vista racial la Italia prehistórica, al igual que la histórica, no tenía ninguna unidad, ni podía tenerla materialmente ya que ha sido un lugar de paso entre el norte y el sur, el este y el oeste, para un montón de grupos humanos a lo largo del tiempo. Admitamos que los primitivos latinos (abandonando Troya) formasen una unidad racial, pero por aquel entonces ya estaban diferenciados desde hacia mucho tiempo sus vecinos los volscos, samnitas, sabinos, por no hablar de los misteriosísimos etruscos, ligures, etc.
El civis romanus con sus derechos y su proverbial orgullo nacional se extendió rápidamente desde la Urbe por todo el Lazio, organizándose los itálicos por municipios, a los cuales el criterio estatal centralista no puede conceder ninguna autonomía, prefiriendo pocos siglos después llamar ciudadano romano a todo hombre libre que habitase en ellos, con unas inherentes prerrogativas y obligaciones.
El hecho nación es llevado aquí hasta su expresión más poderosa en el mundo antiguo, acompañado de la mayor estabilidad histórica conocida hasta ahora. Muy lejos pues de la comunidad étnica de sangre, los miembros de esta gran comunidad, o sea los ciudadanos libres, divididos en clases sociales, que van desde el gran patricio latifundista con villas en cualquier rincón del imperio hasta el pequeño campesino y el proletario de la Urbe que vive en los períodos difíciles gracias a la distribución de harina por parte del Estado, conviven juntos debido a un sistema general económico y productivo y de intercambio de bienes y productos, regido por el mismo e inflexible código jurídico que la fuerza armada del Estado hace respetar sin excepciones en todo el inmenso territorio.
La historia de las luchas sociales y de las guerras civiles dentro de la Urbe es clásica, pero los desórdenes no disminuyen la solidaridad y la homogeneidad de la soberbia construcción para administrar todos los recursos productivos de los países más lejanos, llenándolos de obras estables destinadas a funciones productivas de todo tipo: calzadas, acueductos, termas, mercados, foros, teatros, etc.


Ocaso de la nacionalidad

6. La decadencia y el ocaso del imperio romano cierran el período de la historia antigua en el que la nacionalidad y la organización en Estados nacionales se presentaron como factores decisivos desarrollándose en el sentido de la evolución de las fuerzas productivas.
La solidaridad nacional, que no elude los períodos de violentas luchas de clase entre los hombres libres de distinta condición social y económica, tiene una clara base económica hasta que, debido a las masas esclavas, el desarrollo del sistema de producción común a los ciudadanos de la nación suministra una aportación continua de nuevos recursos que elevan el tenor general de vida, como la sustitución del simple pastoreo por la agricultura fija y de siembra, el paso de la horticultura irrigada a los sistemas extensivos, del semi-nomadismo primitivo al reparto de la tierra y su comerciabilidad junto a los esclavos y el ganado. También la economía agraria y más tarde urbana romana partió de la primitiva economía colectiva de las gentilidades locales, que fue desplazada al no bastar para alimentar a unas poblaciones que aumentaban rápidamente, entre otras cosas debido en gran medida a la bondad del clima. Engels da de estos orígenes una rápida exposición pero completa, demostrando que las leyes de los antiguos romanos eran derivaciones de las primitivas gentilidades, y refutando viejas tesis de historiadores y de Mommsen (mirad en el capítulo final de la parte precedente como se refuta a un autor reciente que niega la aplicabilidad del materialismo histórico a este período).
Si el sistema de derecho romano sobre la venta de la tierra y el mercantilismo de los bienes muebles representaba la superestructura «de fuerza» de una nueva economía productiva con un rendimiento mayor que el primitivo comunismo tribal, explicando este hecho su aparición, los hechos económicos que explicarán los acontecimientos políticos e históricos de su fin son otros. Al aumentar la riqueza obtenida comerciando a través de un espacio inmenso y del trabajo esclavista, se va determinando la aparición de un foso de clase profundísimo en el «frente nacional», antaño tan sólido. Los pequeños cultivadores que habían combatido por la patria colonizando fatigosamente las tierras conquistadas, eran expropiados y despojados cada vez en mayor número, y los esclavos que formaban parte de la riqueza de los terrateniente ( a otro nivel que las manadas y los rebaños) les sustituyeron en sus fértiles campos, arruinándose éstos. La relación entre hombres libres y esclavos era factible con una medio-baja densidad de población, asegurando a los esclavos su vida material y su reproducción, y a los primeros la rica gama de satisfacciones de las edades florecientes; pero al disminuir las tierras ocupables más allá de las fronteras, y además, agitándose tras ellas nuevas poblaciones emigradas y demográficamente en expansión, y creciendo por tanto el número de los que aspiraban a la posesión de la tierra, se verifica la crisis ineluctable y la degeneración de los métodos de cultivo. Estos decaen hasta el punto de no poder mantener ni al animal ni al esclavo, y al extenderse la desorganización es el mismo patrón quien libera a los esclavos, que aumentan la masa de los hombres libres pobres y privados de trabajo y de tierra.
La magnífica construcción va relajando sus vínculos entre región y región y no consigue intervenir ya en las crisis locales de subsistencia. Mientras las carestías chocan con el factor demográfico, los grupos humanos se reducen a círculos de misérrimas economías locales, círculos estrechos que ya no son los de las antiguas tribus, y cuya situación no puede modificarse debido a los profundos cambios acaecidos y a las nuevas relaciones entre instrumentos productivos, productos y necesidades... La nación que se había convertido en un imperio debe dividirse en unidades mínimas, que ya no tienen el poderoso tejido vinculante del derecho, de la magistratura, de las fuerzas armadas, emanantes de un centro único, y han perdido la común lengua latina, la cultura, la tradición orgullosa... El gran, el «natural», el fundamental hecho nacional, patriótico, que estaría vinculado con la famosa «esencia humana», para mayor confusión de los idealistas, está listo para permitirse un eclipse histórico total de algún millar de años...
«Antes estuvimos junto a la cuna de la antigua civilización griega y romana. Ahora estamos junto a su sepulcro. La garlopa niveladora de la dominación mundial de los romanos había pasado durante siglos por todos los países de la cuenca del Mediterráneo. En todas partes donde el idioma griego no ofreció resistencia, las lenguas nacionales tuvieron que ir cediendo el paso a un latín corrupto; desaparecieron las diferencias nacionales (...) Todos se habían convertido en romanos. La administración y el derecho romanos habían disuelto en todas partes las antiguas uniones gentilicias, y, a la vez, los últimos restos de independencia local o nacional (...) Existían en todas partes elementos de nuevas nacionalidades(...) Pero en ninguna parte existía la fuerza necesaria para formar con esos elementos naciones nuevas...»
Se acercaban los bárbaros, con la frescura de su estructura gentilicia, pero que todavía no estaban maduros para alcanzar una formación estatal fundando verdaderas naciones. Se perfila la sombra del Medievo feudal: y tal como afirma Engels, esto también es una necesidad inherente al desarrollo de las fuerzas productivas.


Estructura de los bárbaros alemanes

7. También los pueblos que anegaron con sus oleadas invasoras el imperio romano tuvieron como organización inicial la gentilicia y matriarcal, y el cultivo comunista de la tierra. Cuando contactan con Roma, estaban entre el estadio medio y superior de la barbarie, y empezaban a pasar del nomadismo a la vida sedentaria. Su organización militar empezaba a dar lugar a la formación de una clase de jefes militares que elegían al rey y que fueron formando una gran propiedad, substrayendo las tierras al campesino libre, que era en lo que se había convertido el miembro de la gens y de la tribu, libre e igual a ellos. También entre estos pueblos empezó a aparecer el Estado, y lentamente se fueron sentando las bases de las nuevas nacionalidades que muchos siglos después conducirían al renacimiento moderno de la nación.
Las noticias que se tienen acerca de los pueblos alemanes situados en toda Europa al norte del Danubio y al este del Rhin hacen que se les atribuya una producción agrícola regida comunmente por familias, gentilidades y marcas, y sucesivamente un tipo de ocupación de la tierra con redistribuciones periódicas de la misma y de la parte que no es totalmente común sometida al régimen de barbecho. Al mismo tiempo el artesanado y la industria son completamente primitivos: no hay comercio y no circula dinero, salvo el romano en las zonas imperiales limítrofes, con una relativa importación de manufacturas.
Todos estos pueblos son aún nómadas en tiempos de Mario, el cual rechazó a las hordas de cimbrios y teutones de la península itálica, ya que querían ocuparla atravesando el río Pó; seguían siendo nómadas en gran parte en tiempos de César, quien los observó a la izquierda del Rhin, y solamente son descritos como sedentarios en tiempos de Tácito, ciento cincuenta años más tarde. Se trató evidentemente de un proceso complicado y relacionado sobre todo con el rápido aumento numérico, pero de este proceso nos falta la documentación histórica original: a la caída del imperio según Engels eran seis millones, en el espacio en el que hoy viven quizás unos ciento cincuenta millones de personas.
La diferencia de clase entre los jefes militares poseedores de tierra y poder y la masa de campesinos-soldados (ya que no hay esclavos y por lo tanto todos los que no empuñan las armas o están exentos de ir a la guerra son los que trabajan la tierra) conduce a la formación de auténticos Estados, a medida que se va ocupando un territorio fijo y se elige un rey o emperador estable, incluso vitalicio pero sin ser todavía hereditario a través de una dinastía. Llegados a este punto el orden gentilicio ya ha sido derribado, ya que la tradición de la asamblea popular de la comunidad es completamente alterada en favor de la asamblea de jefes o príncipes electores, que constituye la base de un abierto poder de clase.
Indudablemente este proceso es acelerado por la conquista de los territorios del decadente imperio romano, en el cual se instalaron los pueblos invasores. Más que su nueva organización, su tarea revolucionaria fue la destrucción del corrompido Estado romano; liberaron, dice Engels, a los súbditos romanos de su Estado parásito, cuyas premisas económico- sociales cayeron, obteniendo los invasores como compensación al menos dos tercios del territorio imperial.
La nueva organización de la producción agrícola en estas tierra, dado el número relativamente pequeño de los ocupantes y su tradición de trabajo comunista, dejó grandes extensiones sin repartir, no solo de bosques y pastos, sino también de tierras cultivadas, prevaleciendo las formas del derecho germánico sobre las romanas, o formándose interferencias entre ambas. Esto hizo posible una administración territorial fija de esos pueblos nómadas, y surgieron los Estados germánicos que durante cuatro o cinco siglos ejercieron su poder sobre las antiguas provincias romanas y sobre la misma Italia. El más importante de ellos era el de los francos, que sirvió de muro de contención contra la ocupación de Europa por parte de los moros, y pese a ceder a la presión opuesta ejercida por los normandos, hizo que las poblaciones permanecieran en los territorios que ocupaban, formándose una compleja mezcla étnica entre germanos, romanos, y en el reino de los francos, con los aborígenes celtas. Estos Estados germánicos no eran naciones debido a este reciente apelotonamiento de tipos étnicos, tradiciones, lenguas, instituciones heterogéneas: pero eran Estados porque tenían finalmente unas fronteras consolidadas y una fuerza militar unificada.
«Y además, por estériles que parezcan esos cuatrocientos años [los siglos V, VI, VII y VIII después de Cristo], no por eso dejaron de producir un gran resultado: las nacionalidades modernas, la refundición y la diferenciación de la humanidad en la Europa Occidental para la historia futura [los siglos XVII, XVIII, XIX]. Los germanos habían, en efecto, revivificado a Europa y por eso la destrucción de los Estado en el período germánico no llevó al avasallamiento por normandos y sarracenos, sino a la progresiva transformación en feudalismo...».
Antes de terminar esta parte con la descripción de los rasgos de la constitución medieval, en la cual el factor «nacional» está sustancialmente excluido, hemos querido mostrar que en la clásica doctrina marxista no sólo se considera como un postulado histórico positivo la organización de las antiguas gentilidades bárbaras y nómadas en Estados territoriales, con lo cual los pueblos de las penínsulas mediterráneas habían obtenido una ventaja de más de mil años, sino que también lo es la naturaleza nacional de los Estados, su correspondencia con la nacionalidad, o sea una comunidad no solo en cierta medida de raza, sino también de lengua y tradiciones y costumbres de todos los habitantes de un territorio geográfico amplio y estable. Mientras que el idealista histórico ve en la nacionalidad un hecho general que está siempre presente y en todo lugar donde haya vida civil, los marxistas le atribuimos determinados ciclos. Ya hemos recorrido un primer ciclo histórico, y ha sido el de las grandes democracias nacionales «sobrepuestas» a la masa de esclavos, pero con los hombres libres divididos en clases sociales. El segundo ciclo que veremos en la tercera parte, es el de las democracias de hombres libres, ya sin esclavos humanos. En este segundo ciclo histórico el hecho nación acompaña a una nueva división en clases: la propia del capitalismo. La nación y su influencia material finalizan en el capitalismo y en la democracia burguesa, pero no antes, ya que la formación de Estados nacionales será indispensable para que la llegada del moderno capitalismo, en las distintas áreas geográficas, se dé por concluido.


La sociedad feudal como organización anacional

8. Las relaciones económicas que definen el orden feudal explican cómo el tipo feudal de producción da origen a una precisa y correspondiente forma histórica de Estado político, pero sin el carácter nacional.
Para explicar cómo el encuentro entre dos tipos de producción tan heterogéneos, la comunidad agraria de los pueblos bárbaros y el régimen de la propiedad territorial privada de los romanos, haya desembocado en el sistema feudal que a su vez está basado en la producción agraria, y para remachar la conclusión marxista de que los Estados de la antigüedad clásica sobre todo en los mejores períodos tuvieron una naturaleza nacional, desconocida en el orden medieval, es necesario recordar los caracteres más notables de las relaciones respectivas de propiedad y producción.
En el ordenamiento bárbaro y hasta que aparece la esclavitud, el componente libre de la comunidad es un trabajador de la tierra, pero ésta no está subdividida en lotes individuales ni para trabajarlos cualquiera para consumo propio, ni para regular los frutos que se recojan y consuman de ellos.
En el ordenamiento clásico antiguo, esencialmente el trabajador agrícola es el esclavo, y esto no solo en la agricultura sino también en la producción ya desarrollada y diferenciada de objetos manufacturados, por lo que es correcto afirmar que el mundo greco-romano tuvo un auténtico industrialismo y en un cierto sentido un verdadero capitalismo: el capital en lugar de estar constituido por la tierra y los instrumentos de producción estaba formado sobre todo por hombres vivos, mientras que hoy por ejemplo en una empresa la tierra, las máquinas y los animales de carga son capital. Este capitalismo antiguo no tenía como término correspondiente el asalariado generalizado, siendo raro el que un hombre libre trabajase a jornal.
Pero al ser los esclavos, fuerza de trabajo social fundamental (quizás en un principio eran propiedad común de todos los hombres libres), un bien de la propiedad, su distribución era desigual y esto significa división de los hombres libres en dos clases: ciudadanos propietarios de esclavos, y ciudadanos sin esclavos, sin hombres en propiedad. Parece que el mismísimo sabio Sócrates aspiraba, dentro de su miseria de filósofo, a comprarse al menos un esclavillo.
El ciudadano sin esclavos no puede pues vivir del trabajo de otro, y por lo tanto debe trabajar. No lo hace como esclavo, es verdad, sino como hombre libre, o sea sin depender de las órdenes del patrón. Y a esto debe ligarse el régimen de propiedad privada de la tierra. El trabajador libre es un campesino propietario que dispone a su antojo de su porción de tierra, obteniendo los productos con el trabajo de sus propios brazos. Otros hombres libres no ricos y sin esclavos llevan a cabo un trabajo libre artesanal o en las profesiones liberales (que no se concedían, al menos como actividad intelectual, a los esclavos).
Cuando este ciclo es perfecto toda la tierra cultivable queda reducida a bien alodial. El alodio es la propiedad privada de la tierra, con plena libertad para venderla o comprar otra. Esto significa que la nueva tierra conquistada se reparte inmediatamente entre los soldados vencedores (Roma) que se transforman en colonos. Pero para que el derecho alodial respire plenamente es necesario que exista dinero circulante con el que comprar diversos productos, dándose compra-ventas de esclavos ligados a la posesión de la tierra.
Los escasos bienes que en el régimen antiguo no se distribuyen en lotes quedando a disposición del Estado o de entes administrativos locales forman, oponiéndose a los bienes alodiales, el demanio. El hecho de que prevalezca el alodio privado sobre el demanio público exige la existencia de un medio circulante, y por lo tanto de un mercado general al que acceden todos los ciudadanos libres de todo el territorio: esto se había alcanzado plenamente en Grecia y en Roma. El tipo de producción antiguo-clásico presenta pues por primera vez, a diferencia de la barbarie con sus restringidos círculos de trabajo-consumo, el mercado interno nacional (y también un inicio de mercado internacional). El Estado territorial es un Estado nacional no solo cuando su poder alcanza todo el territorio a través de la fuerza armada (como sucedía con los egipcios, asirios, y después con los salios o los borgoñones, etc), sino también cuando el comercio de los productos del trabajo y de los bienes se lleva a cabo sobre todo el territorio y entre puntos lejanos del mismo. En la superestructura jurídica esto se expresa con el ejercicio de los mismos derechos por parte del ciudadano en todas las circunscripciones del Estado. Es solo entonces cuando el Estado es una nación. En el sentido del materialismo histórico, nación es pues una comunidad organizada en un territorio en el que se ha formado un mercado interno unitario. Correspondientemente este resultado histórico es paralelo a un cierto grado de comunidad de sangre, y más aún de lengua (¡no se comercia sin hablar!), de usos y costumbres...
El ambiente económico clásico dio lugar al fenómeno de la acumulación, como sucede en el capitalismo moderno: encontramos quien tiene muchísimos esclavos y quien no tiene ninguno, quien tiene mucha tierra y quien apenas tiene la que puede roturar con sus brazos. La concentración condujo al desastre e hizo antieconómico el trabajo esclavista frente a la brutal división parcelaria. En este sentido y con estas relaciones Plinio escribió que «latifundia Italiam perdidere» [Los latifundios arruinarán a Italia, N.d.T.] y en las superestructuras morales esclavizar al hombre se convierte en una infamia... Los actuales compiladores de leyes agrarias han llegado hasta ahí, en lo que se refiere a aspectos del desarrollo técnico y social, y confunden el esclavismo con la odiosa explotación capitalista del trabajo agrario. Pero lo que nos ocupa ahora es el Medievo.
Con el hundimiento de la economía agraria romana que se había convertido en algo retrógrado técnicamente e improductivo, cae también la trama general mercantil por la cual la riqueza mobiliaria circula por todo el imperio, y retrocede la gama de satisfacciones de todo tipo de necesidades para la población. Pero los bárbaros llegan con una tradición de menores consumos, y para ellos, tras el breve paréntesis de la dilapidación de los botines obtenidos en las ciudades, que decaerán desde ese momento, la verdadera riqueza conquistada es la tierra. Pero ya es demasiado tarde, pues la división social del trabajo ya está muy avanzada, para que toda la tierra arrebatada a los romanos propietarios y latifundistas pueda ser gestionada en común, o como demanio de los nuevos poderes. Lo que aparece es un tipo mixto de alodio y demanio. Parte de la tierra será aprovechada en común por las comunidades (usos cívicos que han sobrevivido hasta hoy), otra parte será dividida definitivamente de forma alodial, completamente precaria en el período en el que continuamente llegan otros conquistadores, y otra parte será repartida a través de distribuciones periódicas (aún hoy esta institución de recomposición de la tierra ha sobrevivido en la legislación catastral, por ejemplo en Austria).
Los campesinos libres que se arrojaron sobre la deseada y fértil tierra mediterránea obtendrán rápidamente un beneficio mayor que las masas de esclavos. Y en este sentido las fuerzas productivas de tantos brazos inoperantes y del rico terreno despreciado por los romanos ricos resurgen poderosamente. Pero al caer la trama administrativa romana con sus vínculos y transportes cae el comercio, recayendo en un tipo de producción local y de consumo inmediato de los productos.
Esta economía sin comercio caracteriza al Medievo, cuyos Estados poseen magistraturas y ejércitos territoriales, pero no tienen mercado territorial unitario: no son pues verdaderas naciones.
Si los componentes de las antiguas gentes ya habían perdido la igualdad social en el curso de las migraciones y de las conquistas, pronto perderán, con la gestión semi-común y semi-alodial de la tierra ocupada, también la libertad y la autonomía. Vuelve a empezar el proceso de concentración de la propiedad territorial en manos de jefes militares, funcionarios, cortesanos del rey, cuerpos religiosos.
Los esclavos antiguos son sustituidos por una nueva clase de siervos, de quienes realizan por cuenta propia el trabajo manual y sobre todo la rapiña y la extorsión de los trabajadores libres. El trabajo de la tierra dividida en lotes presupone un orden estable, que en el Estado romano se garantizaba con sus jueces y sus soldados, pero que ahora falta no solo porque frecuentemente llegan hasta las tierras fértiles nuevos pueblos armados, sino además porque estallan luchas entre los señores y jefes partícipes de un mismo poder mal centralizado.
El campesino libre necesitaba seguridad más que libertad, ya que la seguridad era el elemento básico del orden jurídico romano, que ahora se renovaba presentándose como modelo. Cediendo la libertad encontró la seguridad, o sea una probabilidad grande de cultivar la tierra para sí mismo y no para otros predadores, que le privaban de toda la cosecha y de los enseres y aperos.
Esta forma fue la acomandación (no de recomendación como escriben en algunos textos), que en el fondo no es más que un pacto entre el trabajador de la tierra y el señor armado y combatiente. El señor feudal garantizaba la estabilidad en el territorio de trabajo, y el campesino le entregaba parte de la cosecha o bien parte de su tiempo de trabajo. Pero la seguridad de no ser expulsado se convierte en obligación de no dejar la tierra. Ya no era el esclavo, alienable, pero tampoco el campesino libre: era el siervo de la gleba.


Las bases de la revolución moderna

La defensa hecha por Engels de esta forma frente al esclavismo latifundista es plenamente marxista. La nueva forma permite, por ejemplo en la Francia de los celtas semisalvajes, un enorme desarrollo de la producción y un enorme aumento de la población estable, de tal forma que las carestías periódicas (consecuencia de la abolición del comercio entre regiones y provincias) y las Cruzadas (tentativa de volver a abrir las clásicas rutas comerciales) no mermaron dicha población dos siglos después.
Por lo tanto la revolución que acompañó, por obra de las migraciones bárbaras, la caída del imperio romano desarrolló las fuerzas productivas sociales.
La destrucción del comercio general y de los mercados extendidos a nivel nacional e imperial fue lo que condenó a la fertilizada y colonizada Europa a un larguísimo período de vida económica molecular, dispersa, reducida a pequeños islotes, una Europa que albergaba ya a pueblos estables que gradualmente habían ido avanzando técnica y culturalmente, avance consustancial a la organización de los países ocupados de forma estable por los humanos, y la clase que formaba en aquel entonces, la grandísima mayoría de la población, la clase de los siervos vinculada a la gleba, fue excluida de cualquier horizonte.
Pero, como había intuido genialmente Fourier, mientras que el esclavo antiguo no había llevado a cabo verdaderas luchas victoriosas de liberación, para los pueblos europeos se había sentado la base de un lejano pero formidable levantamiento revolucionario contra las clases dominantes y las instituciones de la época feudal.
Mientras el moderno proletariado urbano hace su presentación en la historia, la reivindicación nacional es la causa mayor de esta inmensa revolución, apta para liberar al ciudadano moderno de las cadenas de la servidumbre situándolo a la altura del ciudadano antiguo. Si la revolución burguesa moderna usa y abusa literalmente del eco de las glorias greco-romanas – «qui nous délivrera des Grecs et des Romains?» – es cierto que se trata de un fermento revolucionario con una fuerza gigantesca.
La revolución nacional y su reivindicación no son nuestras, y tampoco suponen la conquista de un beneficio irrevocable y eterno del hombre. Pero el marxismo la observa con interés, más aún con admiración y pasión, y cuando se presenta en la historia, en los momentos y en los lugares decisivos, participa en esa lucha a su favor.
Es necesario estudiar el grado de desarrollo de los ciclos, identificando los lugares y los momentos verdaderos. Si pasaron mil años entre el desarrollo de los primitivos pueblos mediterráneos y los de Europa continental, el cierre del ciclo nacional moderno en Occidente puede darse por hecho, queda sin embargo abierto desde el punto de vista revolucionario durante un largo período el de los pueblos de otras razas, con ciclos y continentes distintos. Y es sobre todo por esto por lo que importa enormemente poner a la luz, en sentido marxista y revolucionario, el papel del factor nacional.









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Tercera parte
EL MOVIMIENTO DEL PROLETARIADO MODERNO Y LAS LUCHAS POR LA FORMACIÓN Y LA LIBERTAD DE LAS NACIONES


Obstáculos feudales a la aparición de las naciones modernas

1. La organización de la sociedad y del Estado feudal se levanta como un obstáculo ante el empuje burgués hacia la formación de la nación unitaria moderna por su carácter descentralizado en un sentido horizontal y vertical. Mientras que los «órdenes» reconocidos poseen cada uno un derecho propio y en un cierto sentido no tienen relaciones familiares externas formando casi naciones dentro de ellas, los distritos feudales, a su vez, al tener una economía cerrada también respecto a la fuerza de trabajo humana, hacen que los grupos de trabajadores siervos formen pequeñas naciones esclavas.
A la hora de resumir el punto de llegada de la segunda parte de este estudio sobre el curso de la nación clásica, tal y como se dio tras la caída del imperio romano, las invasiones bárbaras y la formación de los Estados medievales, no está mal hacer un elenco de los engranajes feudales que impedían el resurgimiento histórico de la nación. Nación es pues un circuito geográfico dentro del cual el tráfico económico es libre, el derecho positivo es común, y en gran medida hay una identidad de raza y lengua. En el sentido clásico la nación deja fuera a la masa esclava y agrupa dentro de esas relaciones sólo a los ciudadanos libres; en el sentido moderno y burgués la nación comprende a todos los que han nacido en ella.
Si antes de la primera gran etapa histórica greco-romana hemos encontrado Estados que no eran naciones, y si bien los volvemos a encontrar tras esta fase y antes de la etapa burguesa, nunca encontramos una nación sin Estado. Todo este análisis materialista del fenómeno nacional, se fundamenta pues a cada paso en la teoría marxista del Estado, y ésta es la diferencia entre los burgueses y nosotros. La formación de las naciones es un hecho histórico real y físico como cualquier otro, pero una vez conseguida la nación estatalmente unitaria, siempre aparece dividida en clases sociales, y el Estado no es expresión – como dicen los burgueses – del conjunto de la nación como agregado de personas, o incluso de municipios o distritos, sino que es la expresión y el órgano de los intereses de la clase económicamente dominante.
Por lo tanto contemporáneamente hay dos tesis que son ciertas: la unidad nacional es una necesidad histórica y también es una condición para la futura llegada del comunismo la unidad alcanzada, con el mercado interno único, la abolición de los Órdenes, y el derecho positivo igual para todos los súbditos; el Estado central no sólo no excluye sino que lleva a su más alta expresión la lucha de la clase obrera contra él, y la internacionalidad de esta lucha en el ámbito del mundo social desarrollado.
La economía de la sociedad feudal es predominantemente agraria. Los miembros del orden nobiliario se dividen la posesión de toda la tierra no sólo en un sentido de demarcación topográfica, sino sobre todo para establecer su sujección personal sobre grupos de la población campesina. Debido a sus privilegios los nobles forman en cierto sentido una «nación»: no hay cruce de sangre con siervos, artesanos o burgueses, y poseen un derecho propio y jueces pertenecientes a su mismo orden. Su posesión hereditaria de la tierra en su forma pura tampoco es alienable, y se rige por un título o investidura otorgado por la jerarquía superior feudal y en última instancia, con límites determinados, por el rey. El ejercicio de las armas es privilegio de este orden al igual que las tareas de mando; cuando sea necesario formar tropas masivas, éstas serán mercenarias y muy a menudo reclutadas extranacionalmente.
La clase de los siervos no forma una nación, no solo porque no tiene ninguna representación o expresión central, sino además porque se reproduce en círculos cerrados incomunicados entre sí; depende jurídicamente del señor y los códigos varían según las zonas o según su criterio. El siervo no tiene como límite físico la frontera estatal o el centro estatal como límite jurisdiccional, ya que ambos límites se encuentran en el feudo del señor.
Debemos hablar ahora del orden eclesiástico, que en las distintas fases está muy cerca del poder del orden nobiliario. Pero el orden eclesiástico no es una nación y no define una nación, tanto porque no puede tener una continuidad genealógica debido al celibato de los curas, como porque su límite es extranacional. La Iglesia católica, como su mismo nombre indica, es internacional, o mejor dicho organizativa y doctrinalmente es interestatal e interracial. Esta superestructura particular es el producto de una economía basada en unidades cerradas. El siervo es el único que suministra la fuerza de trabajo, y consume una parte de ella bajo la forma de una fracción de los productos de la tierra: sus necesidades están limitadas de tal forma que él mismo se abastece de los productos manufacturados que necesita, teniendo la división del trabajo un carácter completamente embrionario, tolerándose apenas a los primeros artesanos (esos tan famosos que, mientras los campesinos habitaban aisladamente la tierra, se concentraban en el burgo al pie del castillo señorial y que más tarde se convertirán en los terribles, destructivos, revolucionarios burgueses). El señor y sus pocos esbirros consumen la cuota aportada por los campesinos al castillo, o bien lo que éstos mismos producen en los campos señoriales trabajando por turnos según los días. Está claro que al disponer una pequeña minoría privilegiada de gran cantidad de productos, poco a poco aumentarán las necesidades multiplicándose las peticiones de artículos manufacturados, si bien las princesitas todavía comen con las manos y se cambian de camisa sólo en las grandes ocasiones.
De aquí se deriva el choque material, punto de partida de toda esa inmensa lucha que invocará las altisonantes palabras Patria, Libertad, Razón, Crítica, Idealidad, entre los obstáculos feudales al movimiento de personas y cosas, y la exigencia del libre comercio interno en todo el Estado, y posteriormente universal, que permita al señor disfrutar de sus riquezas, pero acelerar la carrera hacia la audacia de los mercaderes que un día comprarán con dinero la sagrada y ávida tierra feudal: Los que se ilusionen por haber obtenido una patria, lo que tendrán dentro de los confines estatales será una Moneda, una Bolsa, un Fisco unitario, condiciones para que irrumpan las fuerzas productivas capitalistas.


Localismo feudal e iglesia universal

2. En la sociedad medieval la base productiva y económica no es nacional ya que es subnacional, en lo que respecta a lugares de trabajo y mercado. La superestructura lingüística, cultural, escolástica, ideológica, no es nacional ya que se concentra alrededor de la iglesia cristiana romana, con dogma, rito y organización universales. Pero la fuerza de la iglesia no tiene el medio para vencer el particularismo feudal, ya que la iglesia apoya estrechamente los intereses y los ordenamientos de la nobleza terrateniente.
Las naciones clásicas ya habían alcanzado la unidad del derecho personal y comercial dentro de las fronteras políticas, porque a la producción agraria, también en aquel entonces fundamental, se sobreponía la posibilidad de amasar mercancías y moneda gracias al trabajo de los esclavos, y a la clamorosa desigualdad, no sólo permitida sino tolerada por el derecho romano, existente en el número de esclavos que podían poseer los ciudadanos libres, como sucedía igualmente con la posesión alodial de la tierra.
Tras la supresión, aclarada a la luz del determinismo, de este tipo esclavista de producción, se abrirá a través de otra vía – la burguesa – la vía al flujo general de las mercancías manufacturadas, y su producción se llevará a cabo equilibradamente frente a la agricultura, para superarla enormemente – e insensatamente – en la época capitalista.
Pero con Roma la nación clásica había llegado a ser, más que una nación, una universalidad política territorial con un poder organizado, en todo el mundo no bárbaro.
La crisis ineluctable de este modo de producción, a la cual había conducido una fantástica acumulación, favorecida por el centralismo estatal y su dictadura sobre las provincias, de la posesión de la tierra y esclavista en manos de unos pocos ricos superpoderosos, había facilitado a los invasores bárbaros la reducción en fragmentos de esa inmensa organización unitaria.
En el Medievo esta universalidad se había alcanzado bajo una forma muy distinta, en la poderosa organización de la iglesia cristiana de Roma. No nos ocuparemos aquí del gran proceso histórico, descifrable con las mismas directivas sociales, relativo al imperio de Oriente que resistió durante siglos y siglos tras la caída del occidental, y si bien pudo desviar el ataque germánico del noreste no pudo hacer lo mismo con los mongoles del suroeste, sucediéndole a través de unas vías esencialmente análogas, la fragmentación de una unidad que había llegado a ser cada vez más simbólica.
En Europa occidental la necesidad de desarrollar el intercambio mercantil general contra el desmenuzamiento feudal de la tierra adopta la forma de una exigencia para reconstruir el centralismo, el cual había dado al mundo romano clásico un poderío, una riqueza y una sabiduría que parecían ya inalcanzables. Pero la respuesta a esta exigencia no podía ser la «güelfa», que opuso contra los imperios germánicos de la época, y su belicosa clase dirigente, la influencia internacional de la iglesia, si bien esto se dio en medio del choque con las fuerzas de clase de las primeras ciudadelas de la nueva clase burguesa: las ciudades italianas, regidas por maestros, artesanos, banqueros, mercaderes, que ya habían hecho mella en toda Europa.
La iglesia de hecho constituye en todos los Estados que surgen del desmembramiento del imperio – tras los primeros siglos de resistencia – una superestructura común que se adhiere al poder de los señores feudales y de sus monarcas. Precisamente porque no se trata de sociedades nacionales, las funciones de las que hablamos van más allá de los límites de las fronteras políticas. No existen todavía lenguas nacionales habladas por el «pueblo», o sea «vulgares». La lengua de los sacerdotes en todas partes es el latín, mientras la masa de los siervos habla unos dialectos que no se entienden entre sí a una decena de kilómetros de distancia, que en tanto no se pueda viajar para encontrar trabajo o dinero, sino sólo para combatir, y para eso se necesitan pocos discursos. Pero el latín no sólo es la lengua del rito religioso, que no sería mucho, sino que es el único vehículo cultural, prácticamente la única lengua que todos pueden leer y escribir por doquier.
El latín, y sólo él, se enseña a los miembros del orden noble, y esto quiere decir que la escuela queda, asimilada por la iglesia, como una estructura interestatal, incluso aunque se vayan admitiendo a elementos de otras clases, que además de los «jóvenes señores» y de los curas y frailes de mañana, abarcan a unos pocos hijos de los burgueses de las ciudades, excluyendo absolutamente (¡y esto no ha sido superado totalmente tampoco hoy, en algunas provincias desgraciadas de naciones tan nobles como... Italia y Yugoslavia!) a los dispersos campesinos.
Por este tamiz unitario no sólo pasa toda la alta cultura, discutiéndose los mismos temas y textos en Bolonia, Salamanca, París o Londres, sino que pasa también la misma cultura práctica y al final, de aquí sale todo el elemento burocrático, civil, judicial y militar: toda la clase que posee una cultura, no tiene sino muy vagamente una «cultura nacional», y sólo después del año Mil surgen las «literaturas nacionales».
Los mismos burgueses que se habitúan a todo pagan su tributo a esta conexión social, que es una superestructura del tipo productivo dominante, pero al mismo tiempo es un inevitable medio de trabajo, y si bien desde Florencia el banquero hace negocios con Amberes o Rotterdam, lo hace a través de una correspondencia comercial en latín, aunque dicho latín mataría súbitamente a César y Cicerón resucitados; no menos que el utilizado en la misa.
Sin embargo toda la estructura ideológica católica, a pesar de la magnitud de esta construcción que va mucho más allá de las diferencias de sangre, de raza y de lengua entre los hombres, está ligada históricamente a la defensa y a la conservación del tipo feudal de servidumbre. La colaboración empieza desde abajo con la colaboración entre el cura y el señor, los cuales se reparten los diezmos y los tributos del campesino explotado, cuya sujección está ligada estrechamente a su vínculo con la tierra y con el feudo donde ha nacido. Por otra parte las comunidades monásticas y las grandes órdenes religiosas, no sin luchar contra los señores, detentan vastas posesiones con una relación productiva completamente idéntica a la feudal, y tienen en común la reivindicación de que esta posesión de terrenos, cuerpos y almas está ligada inalienablemente al título, aristocrático por un lado, y eclesiástico-jerárquico por otro.


Universalismo y centralismo político

3. Aunque en Italia las primeras luchas de los burgueses, organizados en pequeñas ciudades-repúblicas pero incapaces todavía de plantear una economía interregional, hayan encontrado apoyo en el papado con los güelfos, Dante precede a las modernas formas burguesas invocando en la monarquía la primera forma históricamente posible de Estado centralizado, aunque no anticipe expresamente la reivindicación nacional en su universalismo gibelino que teorizaba un poder único europeo.
Cuando Dante escribe su tratado De Monarchia él, de familia güelfa, adopta la tesis gibelina. En la teoría histórica expresada por Dante es fundamental la exigencia unitaria de un poder centralista, rechazando las estériles luchas entre familias de los municipios y señores feudales. La nueva exigencia universal se apoya en la formidable tradición del imperio romano, rechazando y combatiendo la universalidad de la Roma católica; es por esto por lo que Dante condena el poder y la dirección política del papado e invoca en el emperador germánico al gran monarca que unifique en un Estado central a toda Europa: Alemania e Italia, y después Francia y el resto.
¿Incluiremos la doctrina política de Dante en el Medievo, porque no contiene la esencial exigencia burguesa de las nacionalidades separadas, o por el contrario vemos en ella un anticipo de la moderna era burguesa? Evidentemente hay que elegir la segunda tesis. La institución de la monarquía absoluta surge, en el seno del Medievo, como la única forma compatible del Estado central en aquel momento en pugna con el federalismo de los señores feudales y con sus pretensiones de autogobierno periférico. Junto a estos se encuentra el oscurantismo del clero y de Roma; las primeras cortes, y un brillante ejemplo alabado por Aligheri es el de Federico de Suabia en Palermo, se abren a las nuevas fuerzas productivas, al comercio, y por lo tanto al apoyo a las artes y al intercambio de ideas fuera de la dictadura escolástica. El rey suabo no es precisamente un rey nacional, pero no es todo leyenda cuando se le describe como ateo, docto, artista, y es cierto que fue el fundador de las primeras industrias y manufacturas, precursoras de formas sociales ajenas a la ignorancia retrógrada de la aristocracia, experta sólo en el uso de las armas. La primera forma con la que el capitalismo se contrapone al antiguo régimen terrateniente es la monarquía central con sede en una gran capital, donde artesanos, artistas y sabios abren nuevos horizontes a la vida material.
El tratado latino De Monarchia es una primera manifestación ideológica de esta moderna exigencia y en este sentido es revolucionario, antifeudal y antigüelfo: el futuro anticlericalismo utilizará ampliamente las invectivas del gran poema contra el papado. Y si la exigencia claramente nacional no es explícita en Dante, y si él ve una Italia políticamente unida pese a los señores feudales, pero como una provincia del imperio transalpino, esto se debe al hecho de que en Italia la burguesía moderna nace antes, pero con un carácter municipal y local, lo cual no resta importancia a ésta primera manifestación de las fuerzas vivas del futuro, pero que socialmente sucumbe, debido a razones inherentes al cambio en los itinerarios geográficos de los nacientes intercambios comerciales, antes de presentarse la visión del poderoso Estado capitalista unitario y con un límite nacional. Esto no quita que en el país, que será de los últimos en conseguir el postulado de la nacionalidad en la historia moderna, sea el mismo Dante quien asiente en la literatura la lengua vulgar italiana, colocando los pilares de la difusión decisiva del habla toscana frente a los cien dialectos que van desde los de origen longobardo a los sarracenos.


Reivindicaciones revolucionarias de las burguesías nacionales
4. Según la interpretación marxista de la historia cada período de transición de un modo de producción a otro, asiste por un lado al agrupamiento de la clase dominante para defender su privilegio económico mediante el empleo de los aparatos del poder y de la influencia de sus ideologías tradicionales, y por otro lado a la lucha de la clase revolucionaria contra tales intereses, instituciones e ideologías. Una clase revolucionaria que de un modo más o menos definido y completo lleva a cabo una agitación de unas ideologías nuevas en el seno de la vieja sociedad, nuevas ideologías que contienen la conciencia de sus propias conquistas y del futuro modo social de producción. Las modernas burguesías desarrollan en las distintas naciones europeas sistemas particularmente interesantes y sugestivos que son verdaderas armas de lucha, y todos ellos giran alrededor de la gran reivindicación de unidad y de independencia nacional.
El comienzo de la edad moderna y el fin del Medievo se sitúa en los manuales de historia, unas veces en 1492 y otras en 1305. La primera fecha es la del descubrimiento de América, y es significativa en la historia de la burguesía – verdadera epopeya del curso burgués ofrecida por el marxismo desde la sin par síntesis del Manifiesto hasta las demás descripciones clásicas – ya que marcó la apertura de las vías ultraoceánicas, la formación del tejido del mercado mundial, el despertar de poderosísimas fuerzas de atracción que, bajo la forma de peticiones de mercancías manufacturadas, impulsó a la avanzada raza blanca hacia la guerra de la superproducción. Paralelamente a este poderoso desarrollo, el centro del vigoroso surgimiento del industrialismo se desplazó, y se desplazó precisamente desde el centro-norte de Italia al corazón de la Europa atlántica, extra-mediterránea.
Pero 1305 es la fecha en la que Dante escribe la Comedia, y en Italia las reivindicaciones de la revolución antifeudal y antieclesiástica ya estaban asentadas, aunque en función de un área geográfica muy limitada. Puesto que la tradición de Roma estaba dentro de los límites peninsulares, y por grandes que fuesen las aportaciones de la nueva sangre bárbara, las formas organizativas de los pueblos germánicos encontraron una mayor resistencia y el régimen feudal nunca gozó de plena vida.
Al permanecer las ventajas de su ubicación dentro de los mares navegables, el comercio y los intercambios se recuperaron rápidamente desarrollándose sobre nuevas bases la división del trabajo. Si bien el sistema municipal cayó surgiendo pequeños señoríos y monarquías autocráticas hereditarias, no por ello prevaleció la servidumbre agraria, y una gran parte de la población siguió estando formada por campesinos y artesanos autónomos, por pequeños y medianos comerciantes. La burguesía no se eleva, debido a estos motivos particulares, como clase nacional, cosa que podrá hacer algunos siglos más tarde a un nivel más amplio. Al retrasarse en Italia, la revolución capitalista sufrió un largo aplazamiento, pero en los siglos XVI, XVII y XVIII pudo triunfar en Inglaterra, Francia y posteriormente en Europa central.
De esta forma la aparición de un nuevo modo de producción, limitado a un círculo restringido, puede fracasar siendo obligado por esta derrota a esperar varias generaciones. Pero su recuperación histórica se presentará en un circuito más amplio. Por eso no hay que dejar de lado el hecho de que la revolución comunista, aplastada en 1871 en Francia, haya tenido que esperar hasta 1917 para intentar no sólo la conquista de Francia sino de toda Europa; ni tampoco que al estar hoy derrotada y privada de significado como sucedió con la limitada revolución burguesa de las ciudades, pueda replantearse tras un largo período, a nivel mundial, y no solo en las zonas ocupadas y controladas por la raza blanca.
En el período comprendido entre el siglo XII y el XV pudieron parecer ilusiones dispersadas por la historia las reivindicaciones de igualdad jurídica de los ciudadanos, libertad política, democracia parlamentaria, república, pero su fuerza no hacía más que aumentar debido a un importante avance histórico a escala europea que hoy nos parece como algo obvio. Actualmente solo en apariencia, pueden parecer aletargadas y olvidadas las reivindicaciones del moderno proletariado para el derrocamiento violento del Estado democrático capitalista, la dictadura de la clase trabajadora y la destrucción de la economía salarial y monetaria.
En todo ese período las clases y los grupos burgueses, con una influencia mayor debido a los cambios en las fuerzas y técnicas productivas y el auge de los intercambios mercantiles, no cesan de plantear en cualquier ocasión las nuevas reivindicaciones luchando por ellas, hasta que consigan de manera totalitaria abatir el orden feudal imponiendo su poder.
El artesano y el mercader rechazan que se les considere siervos súbditos de un noblecillo local: ambos se desplazan, aunque esto en un principio sea peligroso, de un distrito a otro se recorren todo el territorio estatal, requeridos por su trabajo y sus negocios, aunque a los nobles les resulte muy fácil vejarlos y despojarlos de todo lo que hayan acumulado a medida que masas considerables de riqueza se forman en las manos de individuos que están fuera de los órdenes y jerarquías tradicionales. Estos pioneros de un nuevo modo de vivir reivindican el derecho a ser ciudadanos del Estado y no súbditos de un noble: en su primera forma se declaran súbditos del rey, como gobernante absoluto. El monarca y la dinastía son la primera expresión de un poder central que abarca a todo el pueblo y a toda la nación. El vínculo, entre Estado y súbdito, pilar fundamental del derecho burgués, tiende a establecerse directamente sin transmitirse a través de las fragmentarias jerarquías feudales.
Si queremos ver este proceso en el campo de la base económica, recordemos el romance dedicado al episodio «El rey de Inglaterra no paga». Los Bardi, grandes banqueros burgueses de Florencia, anticiparon al rey una suma colosal en florines de oro para actividades bélicas: pero el rey, al perder la guerra, no pagó ni los intereses ni el capital prestado: el banco quebró y la economía florentina sufrió un terrible golpe. El viejo banquero se murió del disgusto al no encontrar una jurisdicción ante la cual denunciar al moroso. En el sistema burgués habría podido hacerlo incluso ante un magistrado inglés, y le habría pagado.
En la comedia de Lope de Vega "El mejor alcalde, el rey", si queremos expresar sumariamente la reivindicación jurídica, el rey tienen el papel del bueno, pero la reivindicación principal siempre es burguesa. En un pueblo de provincias un tal Don Rodrigo rapta a una joven. Su padre, tras reirse Don Rodrigo en su cara, va a Madrid y se dirige al rey; éste, de incógnito, va con él al pueblo, con muy poco séquito y sin armas; se erige como juez y condena severamente al señor ordenando la liberación de la joven con las debidas indemnizaciones. El concepto de que todo ciudadano encuentra justicia en el rey contra los abusos del poder periférico, traduce la reivindicación centralista burguesa.
Posteriormente se hizo famoso el molinero de Sans Souci que se enfrentó a Federico de Prusia, el cual le quería expropiar el molino para ampliar sus parques recreativos. El molinero salió de la audiencia diciendo: «¡Hay jueces en Berlín!». El juez pudo condenar al rey en nombre del rey, y esto parece una obra maestra dentro de la concepción burguesa del derecho: pero muy pronto la misma burguesía debido a las exigencias revolucionarias se mostrará más decidida y condenará al rey a la decapitación.
A medida que en los antiguos Estados regidos por la nobleza terrateniente como en los casos clásicos de Francia e Inglaterra, crece la importancia de los comercios y de las manufacturas frente a la economía agraria, y a medida que van apareciendo los grandes bancos, la deuda estatal, el sistema proteccionista, el sistema fiscal central y único, las burguesías piden mayores privilegios al poder Real, o sea a la administración central. Dentro de la superestructura ideológica, al reivindicarse cultural y políticamente estos nuevos postulados, todos estos sistemas unitarios son descritos y ensalzados como la expresión no de una dinastía por derecho divino, reconocida e investida por el poder religioso, sino de todo el pueblo, del conjunto de la ciudadanía, en una palabra, de la nación. El patriotismo, ese ideal eclipsado tras su exaltación en la antigüedad clásica, se convierte en el lema de las reivindicaciones civiles y muy pronto inflama (ya que surge de las exigencias de los mercaderes y fabricantes) a los intelectuales, escritores y filósofos, que adornan la irrupción de las nuevas fuerzas productivas con una maravillosa arquitectura de principios supremos y decorados literarios.


Superestructuras iridiscentes de la revolución capitalista

5. De la misma forma que las condiciones para la lucha revolucionaria del moderno proletariado se establecen al desarrollarse plenamente el modo capitalista de producción, la doctrina y el programa de la revolución comunista internacional se construyen una vez desarrollada plenamente la crítica de las ideologías burguesas, que adoptan diversos caracteres nacionales ya que precisamente toda revolución burguesa es nacional, y posee unas características peculiares en su particular manera de construir lo que Marx define «la conciencia que cada época tiene de sí misma».
En Italia, como hemos señalado ya, el contenido económico de la forma burguesa aparece precozmente, pero se demuestra insuficiente para asumir el control de la sociedad: el contenido político, de gran importancia histórica, se limita al control de pequeñas ciudades-repúblicas libres, artesanas, comerciantes o marineras. Estas formas no conseguirán históricamente pasar a la constitución de un poder nacional. Pero si por un lado esta primera sociedad burguesa va a ser reabsorbida por la sociedad feudal europea a pesar de sus victorias militares contra el emperador germánico, por otro sus efectos sobre la «superestructura» ideológica y sobre todo artística se dejarán notar en los siglos posteriores. El reclamo a las formas políticas del mundo romano y a las libres instituciones clásicas hecho por los ciudadanos de las primeras repúblicas, se refleja más que en la organización de los Estados y de las naciones, en el florecimiento de la nueva tecnología y en el gran esplendor del arte renancentista, que retoma y reaviva los modelos clásicos. Paralelamente adquieren el mismo impulso, al retomarse y renovarse el estudio de los textos clásicos que suministra un material puesto al día debido a las exigencias sociales de la época, la literatura y la ciencia que se contraponen al dominio conformista de la cultura católica y escolástica. Este inmenso movimiento es pues el producto de un desarrollo particular de choque y de paso de uno a otro entre dos modos de producción, el resplandor tras la explosión de una nueva sociedad en el seno de la antigua, pero que aún no ha podido romper las últimas ligaduras habiéndolas sólo sacudido a través de un terremoto histórico; esto es todo, aunque se pueda desarrollar y exponer mejor, sin tener que recurrir a extraños congresos de alcoba de aguerridos espermatozoides que habrían dado vida a arquitectos, pintores, escultores, poetas, músicos, pensadores, científicos, filósofos, etc, todos de primera magnitud.
Y hubo artistas, poetas e ideólogos con unas obras memorables y famosas, que no dejaron de exaltar, incluso encontrándose en una situación de servidumbre política y social, el concepto de patria y de nacionalidad italiana, conceptos a los que recurrieron de manera incesante y machacona sus lejanos imitadores, que a menudo no estuvieron a su altura.
En Alemania, donde debe hablarse, y tantas veces se habla en las invectivas de Marx y Engels de una serie de abortos en el parto de la Nación, se dio otro fenómeno grandioso: la Reforma, que se difundió, en mayor o menor grado por toda Europa.
La lucha social de los nuevos estratos contra la antigua dominación de los príncipes feudales sostenidos por la iglesia no consiguió concretarse en resultados políticos, pero tampoco se limitó en ese primer período a la crítica de escuelas artísticas o filosóficas, ya que se desarrolló dentro de la iglesia y se situó en el terreno de los dogmas religiosos. Asistimos a una fase de la fragmentación de la iglesia única en diversas iglesias nacionales que escapan a las normativas de Roma, no solo modificando más o menos los artículos de la doctrina mística, sino sobre todo rompiendo los vínculos con la jerarquía del clero y sustituyendo a las nuevas jerarquías nacionales. Si la lengua nacional es uno de los aspectos a través del cual el Estado nacional burgués aparece en la historia, otro aspecto no menos importante es la religión. Lo sucedido en Alemania fue más imponente en cuanto se refiere a la religión y a la iglesia nacional. El fondo de la cuestión era la agitación de las nuevas clases: burgueses y maestros artesanos de las ciudades alemanas, al igual que los campesinos siervos del campo, miraban a Lutero como a la persona que les guiaría en la lucha contra los príncipes, baluartes del engranaje feudal y terrateniente, pero Lutero no sólo rechazó a Münzer quien capitaneaba la derrotada pero gloriosa insurrección de los campesinos contra los pequeños príncipes, sino que además no supo tampoco dirigir a los campesinos para derrotar a los grandes príncipes.
Si los límites y los vínculos de la sociedad medieval fueron rotos en Italia sólo en la literatura y en Alemania sólo en la religión, como expresiones de revoluciones inmaduras o aplastadas, en su primer caso histórico puro, el de Inglaterra, la economía social fue sacudida desde sus estructuras más profundas. Allí, por razones climatológicas y geográficas, la producción agrícola nunca habría conseguido alimentar a una población densa, y la producción manufacturera e industrial, desconocida hasta entonces en cualquier país, adquirió un desarrollo dominante. Los colonos arrendatarios acumularon grandes sumas de dinero mientras que un número cada vez mayor de campesinos eran despojados de la tierra y se proletarizaban: de esta forma se formaron mucho más intensamente que en otras partes las condiciones de la producción capitalista y la burguesía manufacturera adquirió una grandísima importancia. Nobleza y realeza fueron abatidas y, a pesar de la breve vida de la república revolucionaria y la muerte de Cromwell, muy pronto la burguesía vuelve a tomar el poder a través de una nueva revolución, bajo una forma que hoy todavía perdura: la monarquía parlamentaria.
Indiscutiblemente las condiciones geográficas no menos que las productivas contribuyeron a dar al Reino Unido el carácter de nación opuesta a todas las demás, limitada geográficamente sólo por el mar. Pero como señalaba Engels, en la crítica al programa de Erfurt (en la cual Engels proponía para una Alemania todavía dividida en pequeños Estados federados, la reivindicación de la «República unitaria e indivisible»), en las dos islas británicas se encontraban por lo menos tres nacionalidades, con subdivisiones tanto lingüísticas como raciales y religiosas. Con el paso del tiempo los irlandeses, de raza celta, católicos y de lengua gaélica casi desaparecida, se diferenciarán sustancialmente; y los escoceses todavía se sienten muy distintos de los ingleses, teniendo en cuenta otras filtraciones y tradiciones sociales, como en Gales, y los efectos de una sucesión de invasiones y migraciones: romanos, normandos y finalmente sajones. Una mezcla pues de razas, tradiciones, dialectos y lenguas, algunas de ellas literarias, de religiones e iglesias, pero también se da la primera formación de ese hecho histórico que es el Estado nacional unitario, que se corresponde con la instauración del modo social capitalista.
En Francia la estructura del Estado nacional se va construyendo a través de la lucha civil entre las clases. Los límites geográficos están definidos con precisión, salvo la histórica oscilación de la frontera hacia el Rhin, por mares y cadenas montañosas. Un rápido proceso ha conducido a la formación de una lengua única y de una literatura ligada estrechamente a ella y que absorbe las primeras manifestaciones literarias del Medievo borrando sus diferencias: poco a poco este proceso también se irá dando con las diversidades etnológicas, que eran notables. No hay que olvidar que esta nación por antonomasia toma su nombre de los francos, pueblo germánico originario del este que aplastó o sometió a los galos o celtas autóctonos. Por lo tanto tenemos dos pueblos con un origen no latino, pero esto no impidió que la lengua formase parte del tronco latino. La necesidad de la unidad nacional no era pues territorial sino social, y la burguesía pronto consigue convertirse en el tercer orden reconocido con representación en los Estados Generales que tenían una función consultiva para el poder real. Cuando esto se mostró insuficiente, entonces la lucha fue directamente política. No existía un industrialismo comparable al británico, y las escuelas económicas son expresión de esto: los ingleses adoptaron la teoría y la apología del capitalismo productivo, Francia empezó con la escuela fisiocrática agraria, y pasó después a la mercantilista que no veía el valor en el trabajo productivo sino en el comercio de los productos.
Políticamente no hubo vacilaciones: la burguesía francesa construyó su doctrina del Estado aspirando directamente al poder: la soberanía no se deriva de la herencia y del derecho divino sino de la consulta de la opinión de los ciudadanos; caída del dogma y triunfo de la razón, destrucción de los Órdenes y de las corporaciones, democracia electiva, parlamento y república. La otra forma nacional típica del poder de la burguesía había sido forjada en un bloque por la fragua de la historia.
En el tránsito del modo de producción feudal al moderno, una base económica fundamental es el choque de las fuerzas productivas con las viejas relaciones, y las superestructuras políticas jurídicas e ideológicas emanan de esta palingenesis de la base económica.
Pero esto no puede reducirse a una simple formulilla farmaceútica. La burguesía no ha hecho una revolución mundial sino una gama, una rosa de revoluciones nacionales, y todavía no las hemos visto todas.
De este sumario y reducido resumen que hemos ofrecido se puede poner de relieve, destinado al estudio fundamental de las «áreas» geográficas y de los «períodos históricos» que efectuamos sobre la revolución burguesa, para estudiar bien la revolución proletaria – prescindiendo ya de sus particularidades nacionales, e insertándola dentro de los límites espacio-temporales de su rica dinámica, como decíamos se puede poner de relieve esta serie rotativa. Italia: arte, Alemania: religión; Inglaterra: ciencia económica; Francia: política. Esta es la superestructura integral de la base productiva capitalista.
Las gestas de la burguesía en la historia son, evidentemente, al mismo tiempo económicas, políticas, artísticas y religiosas. Pero la riqueza de su camino no se puede resumir mejor que con las palabras del Manifiesto:
«Cada etapa de la revolución recorrida por la burguesía ha ido acompañada del correspondiente progreso político. Estamento bajo la dominación de los señores feudales; asociación armada y autónoma en las ciudades; en unos sitios República urbana independiente; en otros, tercer estado tributario de la monarquía; después, durante el período de la manufactura, contrapeso de la nobleza en las monarquías estamentales, absolutas y, en general, piedra angular de las grandes monarquías, la burguesía, después del establecimiento de la gran industria y del mercado universal, conquistó finalmente la hegemonía exclusiva del poder político en el Estado representativo moderno. El gobierno del Estado moderno no es más que una junta que administra los negocios comunes de toda la clase burguesa.
«La burguesía ha desempeñado en la historia un papel altamente revolucionario.
«...La burguesía vive en lucha permanente: al principio, contra la aristocracia; después, contra aquellas fracciones de la misma burguesía, cuyos intereses entran en contradicción con los progresos de la industria, y siempre, en fin, contra la burguesía de todos los demás países».


El proletariado entra en la escena histórica

6. Con la manufactura y la industria capitalista se forma la nueva clase social de los trabajadores asalariados. Hay una coincidencia histórica entre la formación de esta clase en grandes masas y el gran esfuerzo de la burguesía para asumir el poder político y constituirse en nación. Las masas proletarias, tras una primera fase de reacción caótica ante el maquinismo en un sentido feudal-medieval, encuentran su camino junto a la burguesía revolucionaria, y es a escala nacional como el proletariado encuentra una unión de clase, pero todavía no una autonomía de clase.
La historia de la época moderna está plagada de esta lucha contra una nobleza demasiado autónoma y una iglesia demasiado universal, para fundar tras la victoria y el poder integral de la burguesía las naciones modernas. Si el contenido de clase, y de subversión del viejo modo productivo, es – según el marxismo – uniforme para todas las burguesías nacionales, igualmente evidente según nuestra doctrina es que las revoluciones burguesas, en cuanto que nacionales, poseen, cada una de ellas, una originalidad y una forma propias, con un alcance mayor de la derivada exclusivamente de las sucesivas fases históricas y de las distintas localidades geográficas. Y esto sirve, de acuerdo con la marcha obligada del desarrollo capitalista, para explicar cómo las naciones fundadas de esta manera son solidarias entre ellas en la lucha contra el antiguo régimen por razones de clase, pero se combaten sin descanso como naciones y Estados.
Con la nueva clase dominante, el tercer estado burgués, aparece, en los primeros decenios del siglo XVIII y aún antes, el nuevo y fundamental elemento social: la clase obrera. Las luchas por la conquista del poder contra el feudalismo y el clero aliado a él, y la lucha por la constitución de unidades nacionales, están en pleno desarrollo: los obreros de las ciudades y del campo participan plenamente en ellas, incluso cuando empiezan a tener auténticas organizaciones de clase y partidos políticos propios que anticipan el programa del abatimiento del dominio burgués.
Cuanto surge el verdadero y propio movimiento socialista y comunista, no sólo no ignora la enorme complejidad de este proceso construyendo su crítica teórica, sino que establece las condiciones, épocas y lugares en los cuales los proletarios deben apoyar totalmente los movimientos revolucionarios burgueses y las insurrecciones y guerras nacionales.
No viene mal para mayor claridad, y para disipar rápidamente la sorpresa de aquellos que parecen haber oído estas cosas por primera vez, referirse una vez más al Manifiesto: «El proletariado pasa por diferentes etapas de desarrollo. Su lucha contra la burguesía comienza con su surgimiento» Y aquí Marx recuerda la primera «reaccionaria» forma de lucha: quema de fábricas, destrucción de máquinas, de productos extranjeros, peticiones de volver a la condición medieval de los artesanos, algo ya superado.
Esta primera fase bastaría por sí sola para echar abajo el antihistórico planteamiento de esos que simplifican las cosas diciendo: hay dos clases, burguesía y proletariado; con que éste luche contra aquella ya está todo hecho. Pero sigamos.
«En esta etapa, los obreros forman una masa diseminada por todo el país y disgregada por la competencia. Si los obreros forman masas compactas, esta acción no es todavía consecuencia de su propia unión, sino de la unión de la burguesía, que para alcanzar sus propios fines políticos debe – y por ahora aún puede – poner en movimiento a todo el proletariado. Durante esta etapa, los proletarios no combaten, por tanto, contra sus propios enemigos, [léase: los burgueses] sino contra los enemigos de sus enemigos, es decir contra los restos de la monarquía absoluta, los propietarios territoriales, los burgueses no industriales y los pequeños burgueses. Todo el movimiento histórico se concentra, de esta suerte, en manos de la burguesía; cada victoria alcanzada en estas condiciones es una victoria de la burguesía».
Continuamos con este pasaje acerca de las incesantes luchas de la burguesía y entre las burguesías nacionales. Continúa como sigue: «En todas estas luchas la burguesía se ve forzada a apelar al proletariado, a reclamar su ayuda y a arrastrarle así al movimiento político. De tal manera, la burguesía proporciona a los proletarios los elementos de su propia educación [traduciremos como entrenamiento], es decir armas contra ella misma».
Las condiciones de vida del proletariado moderno, «el moderno yugo del capital, que es el mismo en Inglaterra que en Francia, en Norteamérica que en Alemania, despoja al proletariado de todo carácter nacional».
Este pasaje que precede al otro pasaje famoso del segundo capítulo, ese que tanto gusta, citado fuera de contexto, a los oportunistas de cualquier época ( y ahora al más tonto de todos, ese que toma como modelo el gobierno de Tito) se corresponde a la exacta tesis histórica que hemos seguido en la actual elaboración reexpositiva sobre la cuestión nacional. La burguesía posee por doquier un carácter nacional y su programa consiste en dar a la sociedad un carácter nacional. Su lucha es nacional y para dirigirla la burguesía debe unirse, transmitiendo esta unión al mismo proletariado mientras lo utiliza como aliado: la burguesía inicia su lucha política constituyéndose dentro de cada Estado moderno en clase nacional revolucionaria. El proletariado no tiene un carácter nacional sino internacional.
Esto no se traduce en el siguiente teorema: el proletariado no participa en luchas nacionales, sino en este otro: la burguesía tiene el postulado nacional en su programa revolucionario, su victoria destruye el carácter anacional de la sociedad medieval. El proletariado no tiene en su programa, programa que pondrá en práctica con su revolución y la conquista del poder político, el postulado nacional, al que opone el postulado del internacionalismo. La expresión nacional burguesa tiene un sentido marxista y en una determinada etapa histórica es una reivindicación revolucionaria. La expresión nación en general tiene un sentido idealista y antimarxista. La expresión nación proletaria no tiene ningún sentido, ni idealista ni marxista.
Esto pone en su justo lugar todo lo que se refiere tanto a la teoría de la historia como al contenido del programa de la clase revolucionaria que combate históricamente.


Lucha proletaria y ámbito nacional

7. Viejas y nuevas deformaciones polémicas han confundido la posición programática internacionalista del proletariado comunista con la naturaleza formalmente nacional de algunas de las primeras etapas de su lucha. Históricamente el proletariado no se convierte en una clase y no consigue tener un partido político de clase si no es dentro del ámbito nacional, e incluso la lucha por el poder la lleva a cabo bajo una forma nacional en la medida en que tiende a abatir al Estado de su propia burguesía. También durante un cierto tiempo tras la conquista del poder proletario éste puede limitarse al ámbito nacional. Pero esto no suprime la contraposición histórica esencial entre la burguesía que aspira a constituir naciones burguesas, presentándolas como naciones «en general», y el proletariado que niega la nación «en general» y la solidaridad patriótica, ya que su deber es el de construir una sociedad internacional, aunque comprenda que hasta un cierto momento la reivindicación de la unidad nacional es útil, pero siempre dentro del campo burgués.
En lo que se refiere a las fases del paso de la lucha burguesa por el poder a la proletaria, leamos este otro pasaje:
«Mas, por cuanto el proletariado debe en primer lugar conquistar el poder político, elevarse a la condición de clase nacional, constituirse en nación, todavía es nacional, aunque de ninguna manera en el sentido burgués».
Este pasaje junto a otros se resiente en todas las traducciones de un cierto gradualismo erróneo en el uso de los términos: organización política fuerza política, dominio político, poder político, y finalmente dictadura. Dicho pasaje sigue, en la serie de respuestas que se dan a las objeciones burguesas del capítulo Proletarios y comunistas, a este otro pasaje no menos famoso: «Se acusa también a los comunistas de querer abolir la patria, la nacionalidad. Los obreros no tienen patria. No se les puede arrebatar lo que no poseen» (3). Tras esta radical afirmación de principio el texto no podía seguir así: los obreros no tienen nacionalidad. Es un hecho que los obreros son franceses, italianos, alemanes, etc. No sólo por la raza y la lengua (sabemos lo que os hace reír todo esto), sino por su pertenencia física a cada uno de los territorios donde gobierna el Estado nacional burgués, que influye mucho en el desarrollo de su lucha de clase, y también en la lucha internacional. Esto está muy claro.
Separar de este contexto unas pocas frases de Marx para hacerle decir que los obreros tienen como programa, tras derrotar a la burguesía, fundar naciones proletarias separadas como aspecto esencial de su revolución, no sólo es un engaño, sino que equivale a imponer al proletariado, con su alto grado de desarrollo actual, los programas propios de la burguesía, para mantenerlo bajo su dominio.
Esto es aún más claro si nos remontamos al orden lógico e histórico, antes de que se declare que el proletariado no tiene carácter nacional, en el capítulo precendente: Burgueses y proletarios.
Hemos recordado la descripción de la primera fase de la lucha del proletariado contra las máquinas industriales; y después la de la fase ulterior en la que el proletariado se une por primera vez a la burguesía en lucha: por lo tanto se forma una unión nacional de los obreros, con una finalidad burguesa.
Posteriormente se describe el choque entre obreros y burgueses en empresas y localidades aisladas. Se da un gran paso cuando las luchas locales se centralizan «en una lucha nacional, en una lucha de clase».
No se refiere aquí a un estúpido aislamiento de la nación proletaria, sino por el contrario, a la radical superación del federalismo, localista, autonomista, representado por los reaccionarios proudhonianos y por otras escuelas similares posteriores combatidas siempre por el marxismo. No es una lucha de clase la que se desarrolla dentro del perímetro de Roccacannuccia o de Turín. Una vez que la burguesía ha hecho triunfar su reivindicación de la unidad nacional, nuestra lucha de clase se presenta por primera vez después de tener físicamente unos límites nacionales. Veamos ahora las otras palabras esenciales: «Más toda lucha de clases es una lucha política». Esta es la tesis arrojada sobre la cara de los federalistas, de los economicistas de todo tipo: «Todo movimiento económico es un movimiento social, y es un movimiento político». Y cuando ya no existen los pequeños poderes autónomos de los nobles sino el poder de la burguesía que se manifiesta a través de su Estado nacional central, nos encontramos con la lucha política desde el momento en que se centraliza la acción de los proletarios dentro de los límites de una nación. Por eso cuando todavía en Europa y Francia los proletarios no luchan ni tan siquiera como tropa de asalto de la burguesía, en Inglaterra el pleno desarrollo industrial ya los enfrenta como clase a la patronal y al Estado británico.
Por tanto no nos encontramos dentro del campo del contenido programático de la lucha proletaria, sino describiendo por un lado sus estadiossucesivos en el tiempo, y por otro los estadios en el espacio, es decir, del perímetro dentro del cual las clases luchan y combaten (la palabra estadio en un principio servía para medir longitudes y no tiempo). Ahora la burguesía en su larga lucha ha reagrupado a los pequeños rings feudales en un único estadio nacional de lucha, y resulta obligado luchar en él.
Lo vamos a ver a continuación con todas las letras: «Por su forma, aunque no por su contenido, la lucha del proletariado contra la burguesía es primeramente una lucha nacional. Es natural que el proletariado de cada país deba acabar en primer lugar con su propia burguesía».
Por lo tanto los estadios, o sea las sucesivas fases temporales pueden colocarse con total seguridad tal y como sigue:
– Lucha del obrero contra su empresa bajo una forma primitiva y local.
– Lucha política nacional de la burguesía y victoria de ésta, con la participación de los obreros unidos a escala nacional.
– Luchas locales y de empresa, de los obreros contra los burgueses.
– Lucha unitaria del proletariado de un determinado Estado nacional contra la burguesía gobernante. Esto equivale a la constitución del proletariado en clase nacional, a la organización del proletariado en partido político de clase.
– Destrucción del dominio burgués.
– Conquista del poder político por parte del proletariado.
Partiendo de esto, bajo un aspecto contingente y formal y constitucional-jurídico, el proletariado, al igual que se constituye en Estado de clase (dictadura), debe constituirse en Estado nacional, pero todo esto con un carácter transitorio.
Con todo esto el proletariado, que no tenía un carácter nacional, no lo conquista como si se tratase de una característica histórica propia y definitiva (como había ocurrido con la burguesía). El carácter y el programa del proletariado y de su revolución siguen siendo totalmente internacionales, y el proletariado que ya haya «acabado con su propia burguesía» no se enfrenta a las naciones en las que esto no haya sucedido, sino que se enfrenta a las burguesías extranjeras uniéndose en una lucha unitaria junto a sus proletarios.
Concluyendo: el movimiento proletario en determinadas fases históricas lucha por la formación de las naciones, o sea favorece la constitución en naciones de la burguesía. En esta fase y en la posterior en la que ya no se habla de alianza, el postulado nacional es definido como un postulado burgués.


Estrategia proletaria en la Europa de 1848

8. El Manifiesto, y no se trata de una exposición doctrinal o de una descripción del proceso histórico, sino de una estratégica consigna política del partido comunista ya creado, en el ámbito de los países sometidos a la reaccionaria Santa Alianza, quiere que se apoye insurreccionalmente a los partidos burgueses que luchan contra el absolutismo feudal y la opresión de las nacionalidades, y que, si triunfa la burguesía, se prosiga con una ruptura de la alianza y la revolución obrera.
Preferimos hablar de estrategia y no de táctica, ya que las cuestiones planteadas por el incandescente período histórico en que fue publicado el Manifiesto, no implicaban soluciones particulares, locales, contingentes, que variasen de un lugar a otro consintiendo cambios alternativos en las decisiones. La táctica consiste (como sucede en el ejército cuando se valora si una compañía está en disposición de atacar, mantener la posición o retirarse) en decidir el momento para iniciar, por ejemplo una huelga local, o también para dar la señal de ataque a un grupo proletario armado en un barrio o pueblecito. La estrategia abarca la dirección general de una campaña bélica o de una revolución: o bien existen las condiciones favorables, o de poco sirve, más bien es desastroso, cambiarla e invertirla en el transcurso de la acción general.
Sin estrategia no hay partido revolucionario. Desde hace decenios y decenios los comentaristas del Manifiesto y de otros textos nuestros fundamentales, se empeñan en excusar los errores estratégicos que Marx habría cometido en su perspectiva de la acción futura de los comunistas. Sin embargo este formidable texto, y con una brevedad incomparable, no sólo contiene la teoría interpretativa del proceso histórico moderno y el programa general de la sociedad que deberá suceder al capitalismo, sino que además contiene unas referencias precisas de tiempo con una probable rapidez, en las distintas zonas, acerca del desarrollo de las luchas y guerras de clase.
No es posible prescindir de una visión de conjunto de las fuerzas sociales y políticas en Europa, ya que el aspecto característico de ese período histórico era que paralelamente a la ebullición del proceso de formación de las naciones, junto a las exaltaciones líricas de la ideología burguesa, el movimiento que surgía en París encontraba un eco inmediato en Viena, Varsovia, Milán,etc., a pesar de que la resistencia ofrecida por el agonizante régimen pre-burgués no era la misma en los distintos países de Europa. En esa atmósfera incandescente, todo parecía indicar que ese era el último y decisivo ataque que habría derribado las fortalezas monárquicas e imperiales del antiguo régimen, quitando de en medio todo tipo de trabas a la extensión del capitalismo.
Pero la fuerza excepcional de esa básica proclamación nuestra se halla en declarar que, si por un lado el primer plano de la escena se ha llevado a cabo a través de la batalla por la libertad democrática y nacional, contra las últimas supervivencias de la servidumbre y del oscurantismo medieval, por otro lado desde hace ya diez años se halla presente, dentro de la nueva economía capitalista, el choque a gran escala de las fuerzas productivas contra las relaciones de producción propias del trabajo asalariado y del mercantilismo industrial y agrario, y no contra las del feudalismo territorial.
Esos que todavía hoy cortejan el aumento del ritmo productivo, y que presentándose como presuntos revolucionarios, se hacen coro de las invitaciones del capital para invertir y producir más, deberían recordar la tremenda frase, que ya en 1848 prevé el hundimiento de la burguesía, ya que «la sociedad posee demasiada civilización, demasiados medios de subsistencia, demasiada industria, demasiado comercio».
La tesis central del Manifiesto no es que en la fase presente en aquel entonces Europa se haga comunista, sino que en cualquier período de cambios violentos puede venir la fractura del sistema de relaciones productivas y que ya en esa época resultaba evidente que las relaciones de tipo capitalista no conducían al equilibrio, sino a unas contradicciones mayores dentro de los límites de las fuerzas productivas. Un siglo después el volumen de estas fuerzas se ha hecho mucho mayor, pero también se ha modificado el espesor de las láminas acorazadas que protegen el vientre monstruoso donde el capital alberga dichas fuerzas productivas. El pequeño burgués, incapaz de comprender dialécticamente la comparación entre una previsión científica y un hecho, y que tampoco ha comprendido el refrán que dice "a buenas horas mangas verdes" se horroriza al oír una tesis como ésta: estábamos más cerca de la revolución proletaria en 1848 que en 1948, al igual que tampoco comprendía la tesis de que está más cerca del cretinismo con su doctorado que con los estudios primarios.
La estrategia europea de 1848 contempla en los distintos Estados dos formidables tareas para la clase obrera: ayudar para que se complete la formación burguesa de Estados nacionales independientes; intentar echar abajo el poder de las burguesías ya victoriosas como el de las que ya están en camino.
La historia, sus vicisitudes y el choque de las fuerzas materiales ha alejado la conclusión de este proceso, pero no ha hecho mella en el fundamento estratégico de aquel entonces: no se podrá ganar el segundo punto si no se ha superado el primero, o sea derribar los últimos obstáculos para la organización de la sociedad en Estados nacionales.
El principal obstáculo está en pie desde 1815 y se erigió tras la derrota de Napoleón: la Santa Alianza de Austria, Prusia y Rusia. La posición del Manifiesto es que no habrá una república social europea si no cae la Santa Alianza, y por lo tanto se deberá luchar, junto a los demócratas revolucionarios de la época, contra el yugo de la Santa Alianza sobre los pueblos de Centroeuropa, y al mismo tiempo desenmascarar a esos demócratas ante los proletarios preparándose para cuando, una vez asegurada por doquier la liberación nacional burguesa con sus democracias electivas, llegue la crisis aún más profunda fruto de las contradicciones del modo de producción capitalista, con los choques y explosiones históricas que deberá suscitar, en lugar de la idílica igualdad de los ciudadanos en el Estado y las naciones del mundo.
Con solo ser un poquito menos chismoso y bobo que un político a sueldo, que cree que el curso histórico se acaba con el final de su mandato electoral, se ve que esta gigantesca visión obtuvo su confirmación histórica, por muy dura de roer que fuese la Santa Alianza, si bien más dura e infame resulta la triunfante Civilización capitalista.
El cuarto capítulo, dedicado a la estrategia, analiza, como ya es conocido, las tareas del partido comunista en los distintos Estados. Un breve comentario sirve para establecer que los comunistas en América, Inglaterra y Francia, o sea en países con un sistema capitalista desarrollado, sólo tienen relaciones con partidos de la clase obrera, incluso criticando sus deficiencias teóricas y sus ilusiones demagógicas. Más adelante viene la parte (cuyo desarrollo seguiremos en esta parte final de nuestra exposición) relativa a Polonia y Alemania, o sea a países sometidos al régimen de la Santa Alianza: aquí se legítima el apoyo a partidos de la burguesía: en Polonia, al que sostiene la emancipación de los siervos del campo y la resurrección nacional; en Alemania a los partidos de la burguesía ya que luchan contra la monarquía, la nobleza y (dirigido a los traidores modernos) la pequeña burguesía. Y no menos conocido y repetido en otros documentos es que esta propuesta de acción común, con las armas en la mano, no se olvida ni por un momento de la crítica despiadada de los principios burgueses y de las relaciones sociales capitalistas, siguiendo el esquema de la revolución burguesa preludio inmediato de la revolución proletaria. La historia no ha desmentido esto, pero lo dejó a un lado: como hemos dicho tantas veces, ambas fracasaron.


Repliegue revolucionario y movimiento obrero

9. Las luchas de 1848 no condujeron a la victoria general de la burguesía europea contra las fuerzas de la reacción absolutista; y mucho menos pudieron conducir a una victoria del proletariado sobre la burguesía, cosa que sólo se intentó en Francia. En el desfavorable período que vino después, que duró hasta 1866, la posición de los marxistas osciló por un lado sobre la crítica despiadada a los burgueses liberales demócratas y humanitarios, y por otro sobre el necesario impulso a las luchas por la unidad e independencia de las nacionalidades, que se llevaban a cabo mediante insurrecciones y guerras entre Estados (Polonia, Alemania, Italia, Irlanda, etc).
Cuando tras las batallas de 1848-49 Marx y Engels extraen el balance de ese período agitado (que se presentó tan prometedor que todavía en la opinión popular tiene más color que el que presentan Europa y el mundo en este terrible siglo actual con todos sus años de desastres y tormentos) se muestran convencidos de que la fase revolucionaria volverá, pero no pronto. Habrá que sistematizar primero la teoría y después la organización antes de que se pueda pensar en una acción general victoriosa: y no faltará tiempo.
En Alemania y en toda Europa central como sucedía con Italia, el balance de la lucha era el mismo: los burgueses revolucionarios liberales alzados en armas fueron derrotados en las barricadas: junto a ellos habían estado los obreros en una alianza completa, compartiendo el peso de la grave derrota, y por lo tanto la situación posterior de una disputa entre burgueses y obreros por el poder conquistado ni siquiera se planteó. Por tanto no fue la revolución comunista la que resultó derrotada, sino la revolución liberal, y los obreros han luchado por doquier intentando salvarla de la catástrofe, como estaba teóricamente previsto y políticamente indicado en el Manifiesto.
La excepción a esta regla histórica fueron Inglaterra y Francia. En la primera la reacción feudal estaba fuera de combate desde hacía un siglo y ya se habían dado los choques de clase entre el proletariado y la burguesía: allí donde, como sucede con el cartismo, estos choques tomaron una primera forma política, aunque fuese con programas vagos y llenos de ideologías democráticas, la burguesía no ha dudado un momento en reprimirlos violentamente, aunque al mismo tiempo debía hacer una serie de concesiones legislativas y reformistas mitigando la inhumana explotación de los fabricantes.
Francia recorrió una vía distinta, con un extraordinario significado para la teoría y la política de la revolución proletaria. Tras la derrota de Napoleón, que para Marx fue una derrota positiva de la fuerza revolucionaria burguesa por parte de la reacción absolutista europea (es necesario conocer la verdad sobre esto, de cara a todos esos que escuchan las frases acerca del César, el déspota, el dictador, el que sofocó la libertad en el 1789 e historias similares: carta de Marx a Engels del 2 de diciembre de 1856: «...es un hecho histórico que todas las revoluciones, desde 1789, miden casi con certeza la intensidad y la vitalidad de su contenido en relación con Polonia. Polonia es su termómetro "externo". Esto lo demuestra particularmente la historia de Francia. De todos los gobiernos revolucionarios, incluyendo a Napoleón I, sólo el Comité de Salud Pública es una excepción, ya que rechazó en 1794 la intervención, no por debilidad sino por desconfianza...»). Veamos ahora la serie que ya conocemos. Desde 1815 hasta 1831 reina el Borbón, colocado en el trono por Austria, Prusia y Rusia tras Waterloo. En 1831 la insurrección revolucionaria de París derriba la monarquía absoluta y accede al trono el Orleans, con una constitución parlamentaria. Por lo tanto se trata de una victoria de la burguesía, apoyada desde ahora por los obreros.
Pero la monarquía burguesa oscila abiertamente hacia los grandes propietarios y financieros, y en febrero de 1848 París se levanta una vez más y se proclama la república. Burgueses, pequeños burgueses y obreros enarbolan, como recuerda un Marx entusiasta, la resplandeciente (sin conocer los tubos de neón) consigna de 1793: «Libertè, Egalitè, Fraternitè».
Esta vez la clase obrera, a la que el nuevo gobierno republicano deniega inmediatamente las prometidas mejoras sociales, comienza la lucha para ir más lejos que sus aliados traidores. Son las formidables batallas de junio de 1848 descritas por Marx en ese libro que es al mismo tiempo ciencia y epopeya: Las luchas de clase en Francia, aparecido en 1850 en tres fascículos de la revista de Hamburgo. La tremenda derrota de los trabajadores estableció históricamente la capacidad de la moderna burguesía republicana y democrática para ser más despiadada en las represiones que la aristocracia feudal y la monarquía despótica. Desde entonces poseemos el esquema revolucionario completo utilizado contra la oleada oportunista de la primera guerra mundial, y que debe servir contra el oportunismo de la segunda. Es en estas páginas donde encontramos la tesis política fundamental: ¡Destrucción de la burguesía! ¡Dictadura de la clase obrera! Y también: ¡La revolución permanente, la dictadura de clase del proletariado! Son las «palabras olvidadas del marxismo» restablecidas por Lenin. Y son las palabras olvidadas después, que hay que restablecer hoy contra los renegados del marxismo y del leninismo, y que Engels subraya en el prefacio al formular la tesis económica fundamental: «tomar posesión del capital... y consecuentemente abolir el trabajo asalariado, y con él abolir el capital y sus relaciones de intercambio» (Introducción de Engels a la ed. de 1895 de Las luchas de clase en Francia).
Si el Estado, como en Rusia, toma posesión del capital sin abolir el capital, hace lo mismo que un Estado burgués. ¡El Estado que abole económicamente el capital, el trabajo asalariado y las relaciones de intercambio entre capital y trabajo, sólo puede ser el Estado del proletariado!
En Francia – no en Europa – desde 1848 la serie de las gloriosas alianzas revolucionarias con la burguesía jacobina es denunciada por los trabajadores, y precisamente desde 1848 poseemos nuestro modelo – sí, modelo, la revolución es el descubrimiento de un modelo histórico – de la revolución de clase comunista. Estas denuncias no son negociables ya que están marcadas con la sangre de decenas de miles de trabajadores caídos en las barricadas, y de ellos tres mil prisioneros bestialmente fusilados por la república burguesa.
Marx justifica que en 1852, durante el golpe de Estado de Luis Napoleón, que no era para nada el retorno al feudalismo, el proletariado francés, al cual no se puede tachar ciertamente de vileza, opusiese una gélida indiferencia ante la caída de la democracia charlatana. ¡Mucho peor fue lo que le ocurrió al proletariado italiano con ese banal episodio de Mussolini, análogo al francés!
La nación francesa es una conquista ya asegurada por la historia. El proletariado ya no tiene impedimentos para «librarse de su propia burguesía nacional». Los obreros de Francia, con los levantamientos de junio y la Commune de París, han rendido un gran honor, tras la tentativa de Babeuf en la gran revolución, a esta tarea. Pero desmintieron su tradición en 1914 y 1939, dos graves crisis para la burguesía. También aquí son válidas las palabras de Marx: «Una nueva revolución no es posible si no es a continuación de una nueva crisis. Pero la una es tan cierta como la otra».


Luchas de formación de las naciones después de 1848

10. El desarrollo de la revolución en Alemania en 1848 no alcanza el estadio de la victoria política de la burguesía y de su llegada al poder; y por lo tanto el proletariado alemán, que en aquel entonces no era numeroso, no llegó hasta el punto estratégico de atacar a la burguesía tras haberla apoyado antes. A partir de entonces la posición de los comunistas marxistas es la de favorecer un proceso de formación nacional alemana y de revolución liberal contra la dinastía y el Estado prusiano, como tránsito necesario a una lucha de clase abierta entre burguesía y proletariado.
El proceso nacional alemán es particularmente complejo desde el punto de vista histórico. Todavía hoy no tenemos un Estado nacional alemán unitario: éste no existía antes de la primera guerra mundial, y sólo Hitler lo llevó a cabo con la anexión violenta de Austria, despojada tras la derrota de sus dominios sobre poblaciones de otras nacionalidades. Hoy, después de la segunda guerra, los vencedores han dividido a los alemanes en tres Estados: Alemania del Este, Alemania del Oeste y Austria. Pero mientras hablan desde ambos lados de la reunificación de las dos Alemanias, todos están empeñados en aislar de ellas a la pequeña y débil Austria.
Para caracterizar la posición del marxismo sobre este problema podrían servir innumerables citas a partir de 1848. El Estado prusiano es definido como un Estado feudal y reaccionario, que no se puede transformar en un Estado político burgués dentro de ese territorio, y la monarquía de los Hollenzollern también es considerada como adversaria de la revolución burguesa. Dinastía, aristocracia, ejército y burocracia, son considerados nacionalmente como no alemanes, con influencias y vínculos anacionales, rusófilos, bálticos y filoeslavos. Un elemento fundamental indiscutible en el análisis de la formación de la nacionalidad política tras la llegada del capitalismo, es el antagonismo con las grandes nacionalidades limítrofes, y si bien esto se obtiene plenamente con los franceses, enemigos seculares, falta completamente en la frontera oriental: dentro de este proceso hay que considerar como particularmente contradictorias las guerras de Federico II, que aunque fortalecieron a Prusia, lo hicieron convirtiéndola en un Estado-gregario.
Por lo que respecta a las guerras antinapoleónicas, éstas tampoco han dado literariamente una base adecuada a la nación alemana, ya que fueron dirigidas contra la vanguardia de la nueva sociedad burguesa y nacional formada por los ejércitos de la Convención del Consulado y del Primer imperio, y se desnaturalizaron debido a la alianza con los opresores de las nacionalidades, los autócratas de Rusia y Austria. Por lo tanto estas guerras no pueden servir como punto de apoyo para definir una salida para Alemania.
No obstante hay que entender bien la posición de Marx y Engels, ya que si por un lado rechazan considerar como base de una nación moderna al Estado prusiano y al territorio prusiano, por otro tampoco están a favor de la conservación y la independencia de los pequeños Estados y de los principados. Prusia, sin ellos o manteniendo su hegemonía sobre ellos, no es la nación alemana esperada desde hace siglos, pero tampoco se habla de una nación bávara o sajona, y el desmenuzamiento de los grandes ducados es un puro residuo feudal. Nunca – ya que tenían los ojos puestos en el modelo de la vecina «república una e indivisible» – ha sido alentada por Marx y Engels una sistematización federal.
Para ellos sería un gran paso hacia adelante una centralización estatal democrática en la que cada ciudadano fuese jurídicamente alemán y súbdito del poder central. Contra este Estado capitalista unitario se dirigiría posteriormente el asalto revolucionario de la cada vez más numerosa clase obrera alemana.
Tras la derrota en 1850 de la insurrección antifeudal interna, con una plena capitulación de la débil burguesía ante el prusianismo, el cambio sólo podía esperarse de las guerras entre Estados, cuyo trasfondo son las cuestiones nacionales. Son de un interés particular las posiciones de Marx sobre la guerra con Dinamarca en 1849, la austro-francesa de 1859, y la austro-prusiana de 1866 y finalmente la franco-prusiana de 1871 de la cual saldrá el imperio, pero siempre con una impronta prusiana y bismarckiana.
En todas estas guerras, tal y como se comenta en otras ocasiones, Marx y Engels optan precisa y motivadamente por la victoria de una de las partes, y llevan a cabo la correspondiente agitación política. Naturalmente esto está muy lejos de la apología de los radicales burgueses y de los revolucionarios independentistas de diversas nacionalidades que recorren Europa y que son tratados – incluso lo más ilustres como Kossuth, Mazzini, Garibaldi y otros (por no hablar de los franceses del mismo color a quienes falta completamente cualquier justificación de la aparición histórica de la patria burguesa, como los Blanc, Ledru-Rollin y otros figurones) – como farsantes y borricos santurrones. Esta distinción la reclamamos a cada momento, para que nuestra reconstrucción histórica no pueda ser considerada ingenuamente como descargo de las recientes y contemporáneas adulaciones nauseabundas por parte «proletaria» de todos los Churchill, Truman, De Gaulle, Orlando, Nitti, y otros tantos liberadores y resistentes actuales.
Servirán unas cuantas referencias y una sola cita, remitiendo al lector a algunos "Hilos del Tiempo" sobre Nación, Guerra, Revolución (números del 9 al 13 de Battaglia Comunista, 1950).
Guerra entre Piamonte y Austria en 1848 y 1849. Condena de la atacada Austria, ya que se trata de una guerra por la formación de la nación italiana.
Guerra entre Austria y Dinamarca en 1849 por la conquista de Schleswig-Holstein, condenada comunmente como agresiva: sin embargo es apoyada porque une a los alemanes un territorio que les pertenece.
Guerra de Napoleón III aliado al Piamonte contra Austria en 1859, y sucesivas luchas en Italia en 1860. La posición está claramente a favor de la constitución del Estado unitario italiano, y por tanto a favor de la derrota austriaca; Engels demuestra que los intereses alemanes no se defienden sobre el Mincio. ¿Con esto se apoya quizás a Bonaparte? Ahora veremos el escrito que invoca también la lucha contra él en el Rhin, propuesta mucho después, contra Rusia. El segundo imperio es también denigrado por haber defraudado a la nación italiana en Niza, Saboya y también en Córcega. De esto se hará eco Marx en su escrito sobre la Commune de París estigmatizando ferozmente la intervención en defensa del papado y contra Roma como capital de Italia, como lo había hecho tras la intervención de la Segunda república francesa aplastando en 1849 la república romana.
Puesto que de las guerras de 1866 y 1870 hablaremos más adelante, ofreceremos la cita que aclara el pensamiento de Marx: necesaria reivindicación de la nación alemana, para después arrancársela a la burguesía; denuncia del contrarrevolucionario Estado de Berlín.
Carta a Engels con fecha 24 de marzo de 1863:
«... Bismarck representa exactamente el principio estatal prusiano, y el "Estado" prusiano (creación muy distinta de Alemania) no puede existir sin la antigua Rusia ni con una Polonia independiente. Toda la historia prusiana lleva a esta conclusión, que los Hohenzollern (incluido Federico II) han sacado desde hace mucho tiempo. Esta conciencia de padres de la patria es muy superior a la restringida inteligencia de los súbditos propia de los liberales prusianos. Ya que la existencia de Polonia es pues necesaria para Alemania, pero imposible junto al Estado prusiano (...) De todas formas la cuestión polaca es sólo una nueva ocasión de probar que es imposible llevar a cabo los intereses alemanes, mientras exista el Estado dinástico de los Hohenzollern».
Vemos a cada paso, pues, Alemania, nación alemana, intereses alemanes: claramente intereses nacionales alemanes. Esto expresa bien con un caso particular – pero con un peso inmenso – la tesis de que la constitución unitaria y central del Estado nación es un interés propio de los burgueses, ya que es la forma de su poder de clase, pero también lo es de los proletarios hasta el momento de su realización, porque a partir de ese momento comienza el posicionamiento político y de clase, mediante el cual el proletariado arrebataría el poder a la burguesía nacional.


La cuestión polaca

11. La plena solidaridad con la reivindicación de independencia nacional de Polonia oprimida por el Zar tiene una importancia fundamental porque se trata no solo de una opinión histórica expresada en escritos teóricos, sino de una verdadera y propia alineación política de las fuerzas de la Primera Internacional. No sólo se ofrece y se da el más completo apoyo de las fuerzas de los trabajadores europeos, sino que la revuelta polaca es considerada como un punto de apoyo para el retorno de una situación revolucionaria y la lucha general en todo el continente.
Sigamos a través de los textos y documentos de nuestra escuela detalladamente estas manifestaciones, porque tendemos a demostrar que es errónea la tesis según la cual en la política marxista, de lo que se trata es de hacer valoraciones y deducciones según se presentan las distintas situaciones contingentes, cambiando sin dificultad de dirección; por el contrario las decisiones políticas están ligadas rígidamente etapa por etapa a una visión única del curso histórico de la revolución general, y en nuestro caso a la definición materialista-histórica de la función de las nacionalidades según la sucesión de los grandes y típicos modos de producción.
La utilización fragmentaria y episódica de estos elementos se viene haciendo desde hace más de medio siglo desde distintas partes, con el fin de justificar los incesantes contorneos del oportunismo y del eclecticismo, que pretende cada día dar forma a una nueva doctrina y a una nueva norma, haciendo sin ningún pudor de sus demonios de ayer sus ángeles de hoy, o viceversa.
Pero la cuestión polaca es importante aunque sea desde otro punto de vista. Puede parecer que la decidida simpatía hacia las luchas de nacionalidad tenga un alcance casi platónico limitándose sólo a escritos y estudios de descripción histórica o de teoría social, y que no traslade esos efectos también al plano de los programas políticos y de la acción del partido, del verdadero y propio partido proletario comunista que en ese período que estamos tratando (1847-71) ya tenía como contenido original propio la lucha entre proletariado y capitalismo, y la destrucción de este modo social de producción. Por eso no será a los escritores Marx y Engels a quienes llamemos para que testimonien, sino a Marx y Engels jefes internacionales del movimiento comunista. Si alguien en lecturas juveniles superficiales pudo deducir que los escritos de Engels sobre Pó y Rhin y Niza, Saboya, Rhin, eran estudios político-militares realizados durante una pausa de la revolución de clase, abstrayéndose del método económico-social (dejando caer, por si no se había advertido, que dentro de esta concepción está permitido abrir paréntesis y «zonas francas» de todo tipo en la doctrina marxista de la sucesión de los acontecimientos humanos, de todos y de cada uno de ellos) es muy importante mostrar que todas las deducciones nacen con una adhesión absoluta al tronco de la explicación materialista de la historia y del desciframiento del «viaje» colectivo humano en el tiempo a la luz del desarrollo de las fuerzas productivas. A nadie le está permitido olvidarse de esto, aunque esté empuñando la espada, o bien el bisturí, la pluma, el pincel, el cincel o la sierra, o la hoz y el martillo.
Un Marx y un Engels «ocasionalistas» les van muy bien al Kominform y a congregaciones similares, y son la falsificación central, dentro de todas esas miserables falsificaciones que circulan por ahí.
En una carta con fecha 13 de febrero de 1863 Marx interpela a su amigo Engels acerca de los acontecimientos polacos. Las noticias sobre esa heroica insurrección en las ciudades y en los campos, que se convierte en una verdadera guerra civil contra las fuerzas rusas, hacen exclamar a Marx: «Es cierto que la era de las revoluciones se ha vuelto a abrir completamente en Europa. Y la situación general es buena». Pero el recuerdo de las amarguras de 1850 está demasiado vivo: «Pero las inocentes ilusiones y el entusiasmo casi infantil [nace aquí entre nosotros el uso de este adjetivo tan utilizado por Lenin, pero siempre en un sentido no despectivo] con que saludábamos antes de 1848 la era de las revoluciones, se han ido al diablo (...) viejos camaradas ya están muertos, otros han cambiado de chaqueta o han degenerado, y no aparecen nuevos reclutas. Además ya sabemos el peso que tienen las estupideces en las revoluciones y cómo se aprovechan de ello los filibusteros». Adelante gandules, que ya no sois infantiles sino seniles, actualizad un poco a Carlos Marx en este punto.
Esta carta da con unos pocos toques, que completamos sirviéndonos de otras cartas posteriores, el balance de la actitud de todas las fuerzas políticas europeas hacia la insurrección polaca. Los «nacionalistas» prusianos, que se hacen los autonomistas para arrebatar al emperador de Viena la figura de jefe de la confederación germánica e hipócritamente se muestran solidarios con Italia y Hungría que reclaman su independencia son sorprendidos con las manos en la masa: son unos sucios rusófilos y se alinean contra los polacos. Los revolucionarios demócratas rusos (Herzen) también son puestos a prueba; a pesar de su predilección eslava deben defender a los polacos contra la Rusia oficial (rechazando el que una vez obtenida una constitución del Zar, Polonia siga siendo una provincia rusa). El gobierno burgués de Londres y el de Plon-Plon (Napoléon III) muestran un apoyo hipócrita hacia la causa polaca por sus rivalidades con Rusia, pero ambos son sospechosos, y la traición del segundo es segura; sus agentes están en relación con el ala derecha de los polacos que efectivamente se echará atrás, sobre todo si hay un fracaso.
Poco o nada puede y quiere hacer por la insurrecta Polonia la «democracia» europea; e inmediatamente Marx presiona para que aparezca un programa de acción práctica en la Asociación Internacional de los Trabajadores, constituida en Londres el 28 de septiembre de 1864. Antes del famoso mitin en el Martin's Hall, Marx se dirige a la Asociación obrera inglesa. Su plan es trazado rápidamente: una breve proclama a los obreros de todos los países por parte de los ingleses – un opúsculo minucioso sobre la cuestión polaca escrito sobre determinados temas por él y por Engels. Y justo después de septiembre de 1864 discusiones en el seno del Consejo General, que él presidía moralmente aunque no había aceptado el cargo, sobre la acción a desarrollar. Estas discusiones dieron lugar a unos debates del mayor interés y a la clarificación de los problemas políticos del momento.
La acción pro-Polonia está pues incluida en todos los documentos que emanan del partido, de la Internacional obrera; y se la considera como la palanca principal para desarrollar al máximo la agitación obrera en Europa acelerando las ocasiones para que surja un movimiento revolucionario. Por lo tanto tienen una gran importancia las precisaciones de principio acerca del problema histórico del apoyo del proletariado internacionalista a una lucha nacional.


La Internacional y la cuestión de las nacionalidades

12. En el seno del Consejo General de la Primera Internacional y bajo la dirección de Marx, una serie de interesantes debates suministraron los elementos para rectificar los errores de principio sobre la cuestión de las luchas históricas de las nacionalidades. La tendencia a ignorarlos en lugar de explicarlas desde un punto de vista materialista más que caracterizar a un internacionalismo avanzado lo que hace es manifestar posiciones particularistas y federalistas derivadas de teorías utopistas y libertarias que el marxismo quitó de en medio.
El mismo congreso de la Asociación Internacional de los Trabajadores se convocó en solidaridad con los polacos (dio lugar a una carta de los obreros ingleses a los obreros franceses respecto a Polonia) y los armenios oprimidos por Rusia, y como el mismo Marx cuenta, en este congreso participaron muchos elementos que eran demócratas radicales que suscitaron la desconfianza de los obreros. Preocupado por la claridad teórica pero también por la fuerza del movimiento, en un momento histórico en el que las reivindicaciones de independencia tenían un contenido revolucionario real, Marx dispuso dejar a un lado un texto deforme y él mismo redactó el poderoso Llamamiento inaugural, en el cual la lucha de clase proletaria en Inglaterra y en el continente se coloca en primerísimo plano.
La célebre carta de Marx del 4 noviembre de 1864 aclara totalmente la posición a tomar contra el ingreso de los demócratas en las filas obreras. Esto es interesante para juzgar correctamente las actuaciones de quienes hoy serían acusados de estar a la derecha en cuestión de nacionalidades. Un tal Wolff presentó un estatuto que decía ser el de las sociedades obreras italianas: «Son esencialmente sociedades de socorro mutuo. Más adelante he visto como actúan. Evidentemente era obra de Mazzini, y tú ya sabes con qué espíritu y con qué fraseología se aborda la verdadera cuestión, la cuestión obrera, y también las cuestiones nacionales». Al pedirle Eccarius que acudiese a las reuniones de subcomisión, Marx escuchó «un preámbulo terriblemente pomposo, mal escrito, peor pensado, con la pretensión de ser una declaración de principios, donde se veía por todas partes la mano de Mazzini, acompañado de imprecisos retales de socialismo francés...».
Había además, sacado del estatuto italiano, «algo completamente imposible, una especie de gobierno central (naturalmente con Mazzini detrás) de las clases trabajadoras de Europa».
Finalmente Marx prepara el Llamamiento, reduciendo el estatuto de 40 a 10 artículos, y lee el texto que más tarde se hará histórico, aceptado por todos. Sin embargo no ha desarrollado claramente su método. Mucha de esa gente no nos entenderá nada, comenta a Engels, y son tipos que irían junto a los liberales en unos comicios para reclamar el sufragio universal.
Es conocido que el célebre Llamamiento después de la parte social y clasista contiene un parágrafo final referente a la política internacional, en el cual los obreros reclaman que las relaciones entre los Estados estén sujetas a las mismas normas morales que rigen las relaciones entre los hombres. La frase aparece repetida en el primer llamamiento sobre la guerra de 1870, y no sólo expresa un postulado burgués, como todos los de las nacionalidades, sino que lo expresa de una forma puramente propagandística. Marx se excusará de haber debido actuar fortiter in re, suaviter in modo, duramente en el contenido, suavemente en la forma. Pero los falsos marxistas de hoy han caído igualmente por debajo de las peores meadas de los demócratas ultraburgueses. Veamos la verdadera aclaración de Marx:
«En la medida en que en el Llamamiento se aborda la política internacional, hablo de países y no de nacionalidades, denunciando a Rusia y no a los pequeños Estados. Todas mis propuestas fueron aceptadas por la subcomisión. Pero me vi obligado a admitir en el Preámbulo algunas frases sobre el deber, el derecho, la moral y la justicia: pero colocadas de tal forma que no perjudicasen al conjunto».
El 10 de diciembre de 1864 Marx expone la discusión desarrollada sobre el proyecto de Fox de llamamiento hacia Polonia. Este buen demócrata se ha esmerado llegando a hablar de «reducción de las clases». Pero hay un punto que no se le ha escapado a Marx, una manifestación de simpatía hacia la democracia francesa que casi llega «hasta Boustrapa (Plon-Plon)».
«Me he propuesto, y a través de un recorrido histórico, he demostrado de modo irrefutable que, desde Luis XV a Bonaparte III, los franceses siempre han traicionado a los polacos. Al mismo tiempo he señalado la inoportunidad de presentar como núcleo de la Internacional la alianza anglo-francesa aunque sea bajo un aspecto democrático».
El proyecto sigue adelante con las rectificaciones de Marx, pero el delegado suizo Jung que representa a la minoría vota contra «ese texto absolutamente burgués».
Para hacernos una idea del grado de interés alcanzado sobre la revuelta en Polonia, conviene señalar que el Consejo General no sólo tiene contactos directos con los polacos burgueses, sino que en una sesión recibe incluso a representantes de la aristocracia, ya que también formaban parte de la unión nacional antirrusa. Estos aristócratas aseguran que también son demócratas, y que la revolución nacional en Polonia es imposible sin que se produzca un levantamiento campesino. Marx se limita a preguntarse si estas gentes se creen lo que dicen.
Vayamos a 1866: una vez más la cuestión polaca «es el verdadero nervio de la polémica dentro de la Asociación». Un tal Vésinier acusa nada más y nada menos a la Internacional de transformarse en comité de nacionalidades a remolque del bonapartismo. La barba de Carlos comienza a alborotarse. «Este asno» había atribuido a los delegados parisinos, que por el contrario lo habían considerado inoportuno, un parágrafo sobre Polonia incluido en el orden del día del congreso de Ginebra. En él se deploraba que se abordasen cuestiones «fuera de los objetivos de la Asociación y contrarios al derecho, a la justicia, a la libertad, a la fraternidad, a la solidaridad de los pueblos y de las razas, como la de acabar con la influencia rusa en Europa, etc». La tesis de Vésinier es esta: no es clasista ni internacionalista alentar una guerra nacional de los polacos contra los rusos y crearle enemigos a Rusia, porque debemos estar por la paz entre los pueblos. Como justificación se pone a recordar las iniquidades del régimen de Bonaparte y de la burguesía inglesa, y la emancipación en Rusia y Polonia de los siervos de la gleba, que era reciente, deplorando que «en lugar de proclamar la solidaridad de todos los pueblos se enfrente a toda Europa contra uno solo, el ruso». Vésinier acusa después a los polacos de haber ocupado los cargos en el Consejo General «para ocuparse de su victoria nacional sin preocuparse de la emancipación de los trabajadores». Marx se limita a señalar las carcajadas con que son acogidas estas sandeces y patrañas, llamándolas «teorías moscovitas de Proudhon-Herzen» y diciendo de Vésinier que «éste es el tipo que sirve a los rusos, sin gran valor literario, pero con muy burdo ingenio, mucha fuerza retórica, una gran energía, y por encima de todo... una falta absoluta de escrúpulos».
Vésinier será derrotado y «el 23 de enero celebraremos la revolución polaca». Somos totalmente de la opinión de que toda revolución en armas «contra las condiciones sociales existentes» vale más que una teoría provista de un extremismo exagerado y que un pacifismo entre los pueblos que lo que invoca realmente es un abrazo entre las burguesías de Occidente y el Zar de todas las Rusias, creyendo o fingiendo ser clasista.


Los eslavos y Rusia

13. El ciclo histórico de la formación de los Estados burgueses nacionales, paralelo a la difusión del industrialismo y a la formación de los grandes mercados, se extiende a Inglaterra, Francia, Alemania e Italia; otras potencias menores pueden considerarse como naciones constituidas: España, Portugal, Bélgica, Holanda, Suecia y Noruega. La reivindicación marxista se extiende al caso típico de Polonia, y hay que valorarla como una lucha declarada a la «Santa Alianza» de Rusia, Austria y Prusia. Pero este ciclo se cerrará, en la visión marxista, dejando abierto, entre otros, el problema de los eslavos del este y del sudeste.
Desde 1856 Marx se interesó por un libro del polaco Mieroslavsky, dirigido abiertamente contra Rusia, Alemania y el paneslavismo, y en él su autor plantéa «una libre confederación de naciones eslavas con Polonia como pueblo Arquímedes», lo que equivaldría a decir pueblo de vanguardia, descubridor de la libertad. Algo parecido se dio tras la primera guerra mundial y la disolución de Austria (1918) con la formación de la Pequeña Entente de los Estados eslavos (Bulgaria, Yugoslavia, Checoslovaquia, en la cual Polonia era el Estado más importante y homogéneo). Ya se sabe que esta situación vivió sólo un ventenio, hasta que llegó el nuevo reparto entre alemanes y rusos en 1939.
Es muy interesante la crítica realizada por Marx a la tentativa de explicación social de Mieroslavsky, además de criticar a éste que el fundamento de sus esperanzas sean los gobiernos inglés y francés. El autor no prevé la futura gran industrialización de muchas ciudades y regiones polacas y basa su Estado independiente en la «comunidad agraria democrática». En un principio los campesinos polacos estaban unidos en comunidades libres, una especie de corporaciones agrarias, enfrentadas a un dominium, o sea un territorio controlado militar y administrativamente por un noble: los nobles eran los que elegían al rey. Pronto fue usurpada la tierra libre de los campesinos, una parte por la monarquía y otra parte por la aristocracia, y las comunidades acabaron sometidas a la servidumbre. No obstante sobrevivió una clase casi libre de campesinos medios, con derecho a formar una seminobleza, un orden ecuestre: pero los campesinos accedían a este orden solo si participaban en la guerra o en la colonización de tierras incultas; este estrato se convierte a su vez en una especie de Lumpenproletariat de la aristocracia, en una nobleza andrajosa: «Este modo de desarrollo es interesante – escribe Marx – porque así se puede demostrar el origen de la servidumbre a través de una vía puramente económica, sin la introducción de la conquista y del dualismo racial». De hecho, el rey, la alta y baja nobleza, el campesinado, todos son de la misma raza y hablan la misma lengua, y la tradición nacional es tan antigua como fuerte. La tesis de Marx establece pues que el yugo de clase aparece, con el desarrollo de los medios técnicos productivos, incluso dentro de un conjunto étnico uniforme, al igual que en otros casos aparece por el choque entre dos razas y dos pueblos, funcionando entonces la raza y la lengua, a su vez, como «agentes económicos» (ver a Engels en la primera parte).
Evidentemente el demócrata polaco no preveía la aparición en la contienda de una verdadera burguesía industrial y mucho menos la de un proletariado potente y glorioso, que en 1905 tuvo en jaque a las tropas zaristas, y se levantó incluso en la segunda guerra mundial en un desesperado intento de tomar el poder en la martirizada capital contra los Estados mayores alemán y ruso, acabando igual que los comuneros de París, que cayeron en medio de dos fuegos enemigos.
La atención de Marx no se aparta ni un momento de Rusia ya que considera al ejército del Zar como el ejército de reserva de la contrarrevolución europea, dispuesto a cruzar las fronteras siempre que se trate de restablecer «el orden» sofocando todo nuevo movimiento que tienda a derribar los Estados del antiguo régimen, cortando de esta forma el camino hacia las distintas salidas de las cuales puede surgir la revolución del proletariado. Casi diez años después Marx se interesa por la doctrina de Duchinsky (un profesor ruso de Kiev, domiciliado en París). Duchinsky sostiene que «los gran rusos, los verdaderos moscovitas, es decir los habitantes del antiguo gran-ducado de Moscú, son en gran parte mongoles o finlandeses, al igual que también son mongoles los habitantes de las partes orientales y sud-orientales de la Rusia europea. Veo en todo caso que esta cuestión ha perturbado enormemente al gobierno de Petersburgo (ya que sería el fin del paneslavismo). Todos los sabihondos rusos han sido invitados a preparar las respuestas o confutaciones; pero éstas son de una debilidad extremada. La pureza del dialecto gran ruso y su parentela con el eslavo eclesiástico actúan, dentro de este debate, como testimonios a favor de la concepción polaca más que de la concepción moscovita (...) Se ha comprobado junto a la geología y la hidrografía que al este del Dnieper se establece una gran diferencia "asiática" en relación a los países que quedan al oeste del río, mientras el Ural, como ha defendido Marchison, no constituye para nada una separación. El resultado, tal y como lo establece Duchinsky, es que los moscovitas han usurpado el nombre de Rusia. No son eslavos, no pertenecen a la raza indogermánica, y son intrusos que es necesario rechazar más allá del Dnieper. El paneslavismo, en sentido ruso, es pues una invención del gobierno de Petersburgo. Espero que Duchinsky tenga razón y en todo caso su opinión se generalice entre los eslavos. Por otra parte, Duchinsky afirma que muchos de los pueblos de Turquía, considerados hasta ahora como eslavos, por ejemplo los búlgaros no lo son» (Carta de Marx a Engels del 24 de junio de 1866).
No sabemos si este fragmento de la carta ha sido utilizado en la reciente polémica burguesa contra la revolución rusa, ya que según la acepción común el pueblo ruso es asiático y no europeo, ¡y por esto padece la dictadura! Esta tesis, absolutamente inofensiva para el marxismo auténtico, es perjudicial para los rusos actuales que siguiendo las huellas de Stalin, se apoyan en una tradición racial, nacional y lingüística más que en el vínculo de clase del proletariado mundial.
En el sentido marxista, el hecho de que los gran rusos sean clasificados como mongoles y no como arios (no olvidemos la vieja frase que Marx recuerda a menudo: rasca al ruso y encontrarás al tártaro) tiene esta importancia fundamental: ¿es necesario esperar la formación de una grandísima nación capitalista eslava que abarque todo el territorio ruso, o que al menos se extienda hasta los Urales, para cerrar el ciclo en el cual las fuerzas de la clase trabajadora europea deben ofrecerse a la causa de la formación de las naciones, cerrada la cual se plantéa la revolución proletaria europea? La respuesta de entonces era que la formación de modernos Estados nacionales como premisa a la revolución obrera corresponde a un área que limita al este con Polonia, y eventualmente con Ucrania y la Pequeña Rusia que acaban en el Dnieper. Esta es el area europea de la revolución, la primera que debe abarcar, y el ciclo que prelude al siguiente con una acción puramente clasista, es el que se cierra más tarde en 1871.
No hay que olvidar, para evitar que la etnología se convierta en el único factor determinante, que los pueblos de estirpe mongólica, o sea los fineses, forman naciones en Europa (Hungría y Finlandia, Estonia, Lituania, Letonia) que al ser socialmente avanzadas están dentro del area histórica europea, y el marxismo ve favorablemente, en este período, sus esfuerzos independentistas contra los tres miembros de la Santa Alianza.


Guerras de 1866 y 1870

14. Mientras la insurrección polaca se va apagando y se cierra esta vía para que resurja la revolución, igual que se cerró en 1848, Marx y Engels perciben que se avecina la guerra entre Austria y Prusia. En esta guerra participará sin ninguna duda Italia debido al agudo problema de la independencia de Venecia, y está en duda la actitud de Rusia y Francia; es cierto que un nuevo período agitado se está preparando. Sedan saldará todas las cuentas, y el único enemigo de la revolución será el imperio francés, al cual habrá que abatir.
El 10 de abril de 1866 Marx piensa que son los rusos los que desean la guerra al concentrar tropas en la frontera austriaca y prusiana, con la aspiración de aprovechar la situación y ocupar las otras dos partes de Polonia. Esto sería el fin del régimen de los Hohenzollern, pero el verdadero objetivo es el de caer eventualmente sobre un Berlín revolucionario para sostener a los Hohenzollern. Marx y Engels esperan que a la primera derrota militar Berlín se mueva.
Es muy original que estando contra Austria en la cuestión veneciana, Marx y Engels consideren como algo útil una victoria austriaca, a efectos de la revolución antiprusiana.
Por lo que respecta a Napoléon III, éste no es menos sospechoso para la causa proletaria que Alejandro de Rusia, y hasta ahora su sueño habría sido «ser el cuarto miembro de la Santa Alianza», ya rota.
Tras estallar la guerra, el Consejo de la Internacional discute la situación el 19 de junio de 1866, abordando con rigor el problema de las nacionalidades.
«Los franceses, venidos en gran número, dieron rienda suelta a la cordial antipatía que sienten por los italianos». Marx pone de manifiesto el hecho de que inconscientemente los franceses están contra la coalición ítalo-prusiana y preferirían la victoria de Austria. Pero en esta sesión más que una toma de posición lo que prima es la cuestión teórica: «Los representantes (no obreros) de la "Joven Francia" declararon que toda nacionalidad y las naciones mismas son prejuicios superados». Aquí se le escapa a Marx de las manos un golpe sequísimo: «¡Esto es stirnerismo proudhonizado!» (Stirner es el filósofo del individualismo extremo que, centrándolo todo en el sujeto "único", toca por un lado la teoría del superdictador de Nietzsche, y por otro, la teoría que niega el Estado y la sociedad, teoría propia de los anarquistas: ambas teorías son la quintaesencia del pensamiento burgués. Proudhon en el terreno económico y sociológico glorificó al pequeño grupo autónomo de productores que intercambia sus productos con todos los demás). Marx aclara esta condena, denunciando el carácter retrógado de algo que se quiere hacer pasar por radical. Como ya hemos señalado no se trata de superar ese postulado históricamente burgués, pero activo, de la nación, sino de quedarse detrás de él.
«Dividido todo en pequeños grupos o comunidades que a su vez forman una unión, pero sin Estado. Y la individualización de la humanidad, al igual que su correspondiente "mutualismo" se formarán de este modo, y mientras tanto la historia se detendrá en todos los países y el mundo entero esperará que los franceses estén maduros para hacer una revolución social. Entonces ellos serán los primeros en llevar a cabo dicha experiencia, y el resto del mundo atraído por la fuerza de su ejemplo [¿no da la impresión de que esté hablando de los rusos actuales?..] hará lo mismo. Esto es exactamente lo que Fourier ofrecía con su moderno falansterio [hoy se dice la patria socialista, el país del socialismo...]. Todos los que obstaculizan la cuestión "social" con supersticiones del Viejo Mundo no son más que unos "reaccionarios"».
En esta ocasión Marx, tan reacio a la actividad pública, no pudo evitar hablar contra su futuro yerno Lafargue. Su intervención hizo que los ingleses se troncharán a reír al señalar que Lafargue, tras suprimir las nacionalidades, había hablado en francés, lengua desconocida para la mayoría de los allí presentes: «Parece que Lafargue entiende por abolición de las nacionalidades su absorción por la nación francesa, la nación modelo».
¿Pero cuál era, en esa guerra, la posición de Marx? En primer lugar la derrota prusiana. Y en carta a Engels, no en el Consejo (no hay que olvidar la naturaleza interna de estos escritos que citamos) dice: «La situación es difícil en este momento. Por un lado hay que hacer frente a la estúpida italianofilia inglesa y por otro a la falsa polémica francesa, y sobre todo impedir cualquier demostración que pueda encarrilar a nuestra Asociación en una dirección exclusivista» Por lo tanto en la guerra de 1866 oficialmente no se toma posición por ninguno de los beligerantes, actitud parangonable a la de los polacos durante la insurrección antirrusa.
Tras la victorias austriacas en Italia llega Sadova con el triunfo de Prusia e interviene Napoleón como mediador. El 7 de julio de 1866 Marx escribe: «Dejando a un lado una gran derrota de los prusianos, que quizás terminase en una revolución (¡pero estos berlineses!) lo mejor que puede suceder es que obtengan una gran victoria». Marx considera que el mayor interés de Bonaparte sería el de darse una alternancia de victorias y derrotas entre austriacos y prusianos, con el fin de que no se formara una Alemania demasiado fuerte con una decidida hegemonía central, y de esta forma Bonaparte con su fuerza militar intacta se convertiría en el árbitro de Europa. Marx considera también escabrosa la posición de Italia y ventajosa la de Rusia. Como es sabido, Austria aceptando la mediación de Francia había cedido a ésta el Veneto: el rey Saboya para obtenerlo debía inclinarse una vez más ante su aliado en el 59, que opuso el famoso «jamais» a la ocupación de Roma.
Con este panorama la posición de la Internacional es precisa: la guerra será desencadenada en su momento por Bonaparte que está introduciendo el fusil de aguja en su infantería (Marx en una carta del 7 de julio considera la evolución técnica del armamento como una aplicación del determinismo económico, y sugiere a Engels que escriba un estudio sobre el tema: hoy parece que todo se reduce a la siguiente cuestión: ¿quién tiene la atómica?). En segundo lugar es necesario que la Francia de Napoleón sea derrotada en esta guerra.
Hemos insistido ampliamente acerca de la política proletaria con respecto a una guerra de independencia nacional interna y revolucionaria, como la polaca de 1863 (o la italiana de 1848 y 1860), en cuyo caso el posicionamiento era total y decidido. No vamos a repetir todo lo que ya se ha expuesto sobre la guerra de 1870 entre Francia y Prusia. Los Llamamientos de la Internacional excluyen totalmente un apoyo tanto al gobierno de Bismarck como al de Bonaparte: sobre esto no hay ninguna duda. Pero se desea abiertamente la derrota del Segundo Imperio (al igual que en 1815 lo había sido la victoria del Primero).
En el Llamamiento del Consejo General con fecha 23 de julio de 1870 se aplaude la valiente oposición a la guerra de las secciones francesas, pero a continuación aparece esa frase tan utilizada: por parte alemana la guerra es una guerra defensiva (glosada con una irrevocabilidad histórica por Lenin). A esta frase le sigue el ataque abierto a la política prusiana y la invitación a los obreros alemanes para que fraternicen con los franceses: la victoria de Alemania sería un desastre y reproduciría «todas las desgracias que se han abatido sobre Alemania tras las así llamadas [sic: ved más adelante] guerras de independencia [contra Napoleón]». ¡Fue necesario que apareciera alguien como Lenin para decir: el filisteo pequeño-burgués no puede comprender como puede desearse la derrota de ambos contendientes! Desde 1870 la teoría del derrotismo proletario general está en pie.
Con la frase que veremos a continuación se da la valoración histórica del marxismo sobre esta fase de 1866 y 1870, y sobre el papel jugado por las potencias feudales de Oriente y por las dictaduras burguesas de Occidente (sin olvidar que hay que desaconsejar el uso del si en la historia a todos esos cretinos que ambicionan ser publicados): «Si la batalla de Sadova se hubiese perdido en lugar de haberse ganado, los batallones franceses habrían inundado Alemania como aliados de Prusia».
Guerra defensiva significa guerra en sentido histórico progresivo, y esto se dio, tal y como establece Lenin, entre 1789 y 1871, pero nunca después (no nos cansaremos de arrojar esto a la cara de los guerrajustistas de 1939-45). Esto significa que si Moltke hubiese salido un día antes que Bazaine, y si el grito guerrero hubiese sido: ¡a París, a París! en lugar de: ¡a Berlín, a Berlín! – la valoración marxista habría sido la misma.


La Comuna y el nuevo ciclo

15. La frustrada revolución de 1848 en Alemania no estalló en 1866 ni en 1871 a causa de las clamorosas victorias del militarismo prusiano. Pero la tremenda derrota del militarismo francés subleva al proletariado de París, no sólo contra el régimen derrocado sino contra toda la clase burguesa republicana y capituladora y contra la fuerza reaccionaria prusiana. La caída del gobierno revolucionario de la Comuna no resta ninguna importancia histórica al nuevo ciclo que desde ese momento impone a los comunistas europeos solamente un objetivo histórico: la dictadura proletaria.
El segundo Llamamiento de la Internacional con fecha 9 de septiembre de 1870 aparece después de la victoria de Sedan y la rendición del ejército francés, la destitución de Napoleón y la proclamación de la República. Este Llamamiento es una firme exhortación contra los propósitos de anexión de Alsacia y Lorena, y contra la pretensión de que se trata de asegurar un cordón militar de seguridad; se burla de la falta de una análoga sensibilidad prusiana por parte rusa y prevé «la guerra contra las razas eslava y latina coaligadas». En este texto también se dice que la clase obrera alemana «ha apoyado enérgicamente la guerra, y no tenía ningún poder para impedirla», pero ahora pide la paz y que se reconozca a la república proclamada en París. Contra ésta expresa serias sospechas; sin embargo desaconseja al proletariado parisino que se levante contra ella. Pero el tercer Llamamiento, trabajo personal de Marx, no sólo constituye una manifestación de la política del proletariado, sino que es un pilar histórico de la teoría y del programa revolucionario. Marx lo lee el 30 de marzo de 1871 – como recuerda Engels en el prefacio – sólo dos días después de que caigan los últimos combatientes de la Comuna en Belleville.
Esta fuente clásica del comunismo revolucionario a la cual hay que referirse incesantemente, prescinde de ese tipo de preocupaciones que seis meses antes habían sugerido al Consejo General una advertencia para que el París proletario no intentase esa empresa imposible, ya que la posterior catástrofe favorecería posteriores invasiones y anexiones prusianas, volviendo a abrir otro gran problema de formación nacional en el corazón mismo de la Europa más avanzada. La Internacional de los trabajadores de todo el mundo se une con todas sus fuerzas al primer gobierno revolucionario de la clase obrera y toma nota de las lecciones que la feroz represión ha transmitido a la historia futura de la revolución proletaria.
Estas enseñanzas han sido traicionadas dos veces a escala mundial, en 1914 y 1939, pero el objetivo de nuestras pacientes reconstrucciones y de nuestras incansables repeticiones es demostrar que, a pesar de esto, serán retomadas en un período histórico futuro, tal y como fueron establecidas en aquel memorable escrito.
La unión de versalleses y prusianos para aplastar a la Comuna roja, señalando que los primeros asumen, bajo la presión de los segundos y las órdenes de Bismarck, el papel de verdugos de la revolución, lleva a la conclusión histórica de que «el grado más alto de heroísmo que todavía puede alcanzar la vieja sociedad es la guerra nacional [que hasta entonces debíamos apoyar]; hoy ha quedado demostrado que ésta no es otra cosa que una mistificación gubernamental, que tiende a retrasar la lucha de clase, y es arrinconada en cuanto la lucha de clase se transforma en guerra civil».
Lenin no inventó la norma: transformar la guerra nacional en guerra civil; la encontró ya escrita. Lenin no dijo que esta consigna dirigida a los partidos proletarios europeos en 1914 y 1915, pudiese modificarse en situaciones posteriores, volviendo a abrir la fase de las alianzas para las guerras nacionales, la fase de «paz entre los trabajadores y quienes se apropian de su trabajo» como señala el texto anteriormente citado. Marx y Lenin ponen de manifiesto la ley histórica según la cual desde 1871 hasta la destrucción del capitalismo, en Europa existen dos alternativas: o bien los proletarios siguen el derrotismo de todas las guerras, o, como Engels escribió profeticamente en el prefacio de 1891, y como podemos ver hoy, «penderá cotidianamente sobre nuestras cabezas la espada de Damocles de una guerra en la que el primer día todas las alianzas oficiales de los gobernantes se dispersarán como el polvo (...) Que someterá a toda Europa a la devastación por parte de quince o veinte millones de soldados» (Prefacio de Engels a la ed. de 1891 de La guerra civil en Francia de Marx).
Primero: el marxismo siempre ha previsto la guerra entre los Estados burgueses; segundo: siempre ha admitido que en unas precisas y determinadas fases históricas no es el pacifismo sino las guerras las que aceleran el desarrollo social general, como sucede con las guerras que han servido a la burguesía para formar los Estados nacionales; tercero: desde 1871 el marxismo ha establecido que el proletariado revolucionario sólo puede poner fin a las guerras de un modo: con la guerra civil y la destrucción del capitalismo.


Época imperialista y residuos irredentistas

16. La supervivencia, en la época de las guerras de independencia y de formación nacional con un carácter burgués revolucionario, de un gran número de casos en los cuales nacionalidades menores están sometidas a Estados de otra nacionalidad en la misma Europa, no quita que la Internacional proletaria deba rechazar toda justificación de guerra entre Estados por motivos de irredentismo, desenmascarando la finalidad imperialista de cualquier guerra burguesa, e invitando a los trabajadores a sabotearla desde ambas partes. La incapacidad para poner esto en práctica ha determinado la destrucción de las energías revolucionarias bajo las oleadas oportunistas de dos guerras, y la determinará en una guerra futura si las masas no abandonan a tiempo la dirección oportunista (socialdemócrata o kominformista) permitiendo que el capitalismo pueda sobrevivir a sus violentas y sangrientas crisis.
Fue precisamente Lenin quien demostró, refiriéndose a la guerra de 1914, que estalló debido a la rivalidad económica entre los grandes Estados capitalistas para repartirse los recursos productivos mundiales y en especial de las colonias en los continentes menos desarrollados. No se olvidaba de la existencia de agudas cuestiones nacionales en varios Estados metropolitanos; ejemplo exquisito la monarquía austriaca que dominaba a varias ramas eslavas, a latinos y magiares, sin excluir a grupos otomanos. Otro ejemplo era Rusia, cuyo Estado feudal estaba a caballo entre el área europea y la asiática. Por eso acerca de las cuestiones nacionales rusas ni puede sacarse una conclusión sin tener presente el objetivo de este trabajo presente y otros sucesivos, en los que se abordará la dinámica de las luchas de clase y nacionales en los continentes no europeos y entre las razas de color (cuestión oriental; cuestión colonial).
Los socialistas de la Segunda Internacional traicionaron a través de tres sofismas. El primero el apoyo a la nación en caso de guerra defensiva; el segundo en caso de guerra contra un país «menos desarrollado»; y el tercero que la guerra de 1914 tendía a resolver problemas de irredentismo. La dificultad de estos problemas era formidable: Francia, por poner un ejemplo, quería recuperar Alsacia y Lorena, pero no se preocupaba de devolver Córcega o Niza. Inglaterra le echaba una mano, pero no soltaba Gibraltar, Malta y Chipre. A Polonia eran tres los que la querían liberar, para dominarla cada uno por su lado.
Por otra parte es conocido que el mayor ejemplo de resistencia a la seducción irredentista la dio el partido italiano; un ejemplo aún más clásico fue el del partido serbio, que actuaba en una nación rodeada de connacionales sometidos, atacada por Austria que era mucho más fuerte, y que dirigió vigorosamente la lucha contra el militarismo de Belgrado y la fiebre patriótica. Sobre el alcance de esas cuestiones nacionales, hemos recordado las tesis básicas en una serie de "Hilos del Tiempo" de 1950 y 1951, y ahora nos limitaremos a resumirlas.
1. Los marxistas radicales combatieron correctamente la tesis socialdemócrata de la simple autonomía «cultural» lingüística en el seno del Estado único dentro de los países plurinacionales, defendiendo la autonomía total de las nacionalidades menores, pero no como un resultado burgués o posible por parte de la burguesía, sino como resultado del abatimiento del Estado central, por parte de los proletarios de su nacionalidad.
2. Son fórmulas burguesas y contrarrevolucionarias las de la liberación y la igualdad de todas las nacionalidades, ya que esto es imposible bajo el régimen capitalista. No obstante las resistencias que ofrecen a los grandes colosos estatales del capitalismo las nacionalidades oprimidas y las pequeñas potencias «semicoloniales» o bajo protectorados, son fuerzas que contribuyen a la caída del capitalismo.
3. Dentro del ciclo en el que la Internacional proletaria deniega cualquier apoyo y contribución con sus propias fuerzas políticas organizadas a las guerras entre los Estados, rechazando que la presencia en uno de los bandos de Estados feudales despóticos, o menos organizados democráticamente que los demás, sea un motivo para derogar esa histórica posición internacional, adoptando por doquier el derrotismo interno, esto no quita que en el análisis histórico se puedan y se deban prever los distintos efectos que puedan tener los desarrollos bélicos.
En otros trabajos hemos ofrecido numerosos ejemplos: en la guerra ruso-turca de 1877 en la que la democracia franco-británica apoya a los rusos, Marx simpatiza abiertamente con los turcos. En la guerra greco-turca de independencia de 1899 sin llegar a participar con voluntarios como los anarquistas y los republicanos, los socialistas de izquierda están a favor de Grecia, de la misma forma que simpatizan con la revolución de los jóvenes turcos, y con la liberación griega, serbia, búlgara del dominio otomano en las guerras balcánicas de 1912. Lo mismo podría decirse de los Boers contra los ingleses, guerra – como la hispano-americana de 1898 – de alcance extra-europeo y con unas finalidades imperialistas.
Pero estos son episodios que aparecen en el gran período de calma que va desde el año 1871 hasta 1914. A continuación vienen las guerras mundiales: todo partido proletario que ha ayudado a su Estado en guerra o a sus aliados es un traidor, y había que aplicar por doquier la táctica del derrotismo revolucionario. De esta cristalina conclusión no hay que deducir que fuese indiferente la victoria de uno u otro bando para un mejor desarrollo de los acontecimientos en sentido revolucionario.
Es conocida nuestra posición a este respecto. La victoria de las democracias occidentales y de América en la primera y segunda guerras mundiales ha alejado las posibilidades de la revolución comunista, mientras que un resultado distinto las habría acelerado. Lo mismo hay que decir del monstruo capitalista americano en una tercera guerra mundial, que puede acaecer dentro de uno o dos decenios.
La condición para el triunfo de la revolución comunista es la victoria del proletariado sobre la burguesía: más que condición, es la revolución misma. Pero en el campo de la guerra entre los Estados, que hasta que no se demuestre lo contrario ha movilizado hasta el momento mayores energías físicas que las guerras sociales, se perciben también condiciones revolucionarias: las dos principales son una catástrofe para Gran Bretaña y los Estados Unidos de América, gigantescos volantes de la terrible inercia histórica del sistema y del modo de producción capitalista.


Una fórmula para Trieste ofrecida a los "contigentistas"

18. La posición de los comunistas acerca del actual conflicto sobre Trieste se recoge en estos puntos básicos: desde 1911 se había manifestado la posición del proletariado italiano contra las reivindicaciones de unidad nacional; en la guerra por Trieste y Trento de 1915 los socialistas rechazaron el apoyo, y los grupos que formaron más tarde el partido comunista en Livorno en 1921, defendieron el sabotaje a la guerra nacional; después de 1918 el proletariado de la región Giulia de ambas razas y lenguas se unió estrechamente al socialismo revolucionario y al partido de Livorno; el proletariado comunista debe despreciar con la misma decisión la política nacionalista de los gobiernos de Roma y Belgrado, y aún más la política inverosimilmente fullera de los cominformistas.
Por una extraña coincidencia este trabajo se desarrolla mientras una serie imprevista de acontecimientos colocan a Trieste en el primer plano de la política internacional. ¿Que dicen los comunistas sobre el asunto de Trieste?
El Partido Comunista de Italia constituido en Livorno en 1921, reivindicaba plenamente la más decidida oposición a la guerra que liberó Trieste y los territorios giulianos y tridentinos, ya que dicho partido era el heredero de los grupos que, rechazando la unión sagrada en la guerra y el «ni adherirse ni sabotear» defendieron el derrotismo leninista, reclamando en mayo de 1915 la huelga general (indefinida) a ultranza contra la movilización, y empujando al viejo partido a la acción durante todo el curso de la guerra y en el período de la derrota de Caporetto.
Por lo tanto no queríamos Trieste. Pero la Trieste proletaria y revolucionaria fue nuestra, y al partido comunista se adhirieron la mayoría de las secciones políticas, los sindicatos, las cooperativas, de lengua italiana o eslovena, !qué importaba¡, y el glorioso «Lavoratore», que se publicaba en las dos lenguas con versiones de los mismos artículos de teoría, propaganda, y de agitación política y organizativa. Y en las filas comunistas, la Trieste roja fue la primera en la lucha contra el fascismo, que triunfó sólo gracias a la ayuda de los carabineros tricolores.
Esto no tiene nada en común con lo que defienden los así llamados comunistas actuales italianos, que ayer defendían que Trieste pasase a manos de Tito porque así entraba en una patria socialista, y hoy haciendo gala de un despreciable nacionalismo llaman a Tito «el verdugo» por antonomasia.
La rivalidad entre el Estado de Belgrado y el de Roma dentro de la repugnante lucha diplomática mundial, como sucede con la rivalidad entre los partidos italianos con respecto a las soluciones para Trieste, se desarrolla según las más rancias fórmulas nacionalistas, y los más dados a hacer un uso grosero de los sofismas étnico-lingüísticos e históricos no son los burgueses auténticos, sino los "marxistas" Tito y Togliatti.
No nos preocupa, y no sólo por nuestra escasa fuerza numérica, la pregunta habitual: ¿qué defendéis prácticamente, qué proponéis? Pero a estos marxistas del concretismo y de la política positiva, les regalaremos una fórmula en la que no han pensado. El problema de la doble nacionalidad y de la doble lengua es indescifrable, y no se resuelve escribiendo a venetos y eslovenos discursos en inglés o serbocroata.
En sustancia la situación es que en las ciudades, organizadas en modo burgués, prevalecen los latinos, y por el contrario los eslavos lo hacen en los pueblos dispersos del interior y especialmente a lo largo de la costa. Son italianos los comerciantes, los industriales, los obreros, los profesionales; los propietarios de tierras y los campesinos son eslavos. Una diferencia social que se presenta como diferencia nacional, y que desaparecería si los obreros se cargasen a los industriales y los campesinos a los propietarios, pero que no puede desaparecer trazando líneas fronterizas.
En la constitución de la URSS, señores de la Botteghe Oscure [referencia a la sede del PC italiano. N.d.T.] y en su versión copiada en la república popular yugoslava, señores marxistas de Belgrado, la base de la alianza entre obreros y campesinos era la siguiente fórmula: un representante por cien obreros, uno por mil campesinos.
Llevad a cabo el plebiscito que tanto reclamáis (esta fórmula la habéis tomado de Mussolini, vuestro enemigo común) con la norma de que el voto del habitante de la ciudad y ciudades pequeñas (por ejemplo, con más de diez mil habitantes) equivale a diez, y el del habitante del pueblo y del campo equivale a uno. Entonces podríais extender la consulta democrática a todo el área situada entre la frontera de 1866 y la de 1918: meted dentro a Gorizia, Pola, Fiume y Zara.
Pero por una parte y por otra han engullido tanta asquerosa democracia burguesa que se doblegan ante el sagrado dogma, del cual se ríe desvergonzadamente la clase rica, o sea el sagrado dogma repetido por todas partes de que el voto de cada persona tiene el mismo peso.
Con una aritmética como la nuestra la mayoría estará a favor de la tesis que dice ¡iros al infierno ambos!


Revolución europea

19. Dentro del desarrollo histórico de las fuerzas productivas sociales, Trieste es un punto de convergencia de factores económicos que se extienden más allá de las fronteras de los Estados en pugna, y un punto crucial del moderno equipamiento industrial y de comunicaciones: sea cual sea, cualquier corte que se le dé actúa en un sentido contrario a la difusión de los intercambios, que es la infraestructura de ese gran movimiento por la formación de unidades nacionales, cerrado con el siglo XIX. En medio del siglo XX, no puede haber para Trieste más que un futuro internacional, que no puede encontrarse de manera útil en compromisos políticos y mercantiles de las fuerzas burguesas, sino solamente en la revolución comunista europea, en la cual los trabajadores de Trieste y de su territorio deberán ser uno de sus grupos de asalto.
En el apogeo del primer capitalismo que se tuvo en Italia, uno de cuyos primeros Estados políticos fue la Serenísima república de Venecia, es indiscutible el hecho de que la dependencia veneciana de Trieste, puerto y emporio del Adriático avanzado en medio de una Europa feudal y semibárbara, fue históricamente muy progresivo.
Cuando la apertura mundial de las comunicaciones marítimas hundió el capitalismo mediterráneo, y el mercado mundial pareció que se construía gracias a España, Portugal, Holanda, Francia, Inglaterra, a través de las vías atlánticas, desde Trieste siempre surge geográficamente la posibilidad de que el nuevo modo de producción penetre hacia el interior de Europa central y del este, allí donde la reacción terrateniente y antiindustrial parecía estar atrincherada, levantando seculares obstáculos a la nueva organización humana.
La disposición del variopinto imperio austriaco que ligaba el puerto adriático con los nacientes centros industriales alemanes, magiares y bohemios, es sin embargo una disposición progresiva respecto a los bloques erigidos por rusos y turcos, y que el capitalismo va abriendo progresivamente.
Para que retornase el industrialismo pleno a la península itálica y se afianzase en la balcánica, una situación útil era la que se estaba delineando a través de un enlace con la potente economía germánica, intentando arrojar fuera del Mediterráneo el predominio económico anglosajón.
Después de la derrota del Eje, Trieste aparece siempre en primerísimo plano, y para determinar mejor la colonización americana de Europa y sus repugnantes planes, se ha sometido a la ciudad y su territorio a un régimen de excepción.
Todos los revolucionarios comunistas saludan al proletariado de Trieste ya que a lo largo de distintas fases han sido ocupados y representados obscenamente por los peores capitalismos y los nacionalismos militarescos más feroces, celebrando sus orgías de crueldad, corrupción y explotación.
Al estar extendidas sobre un área tan restringida tantas garras rapaces y tantos representantes de un desvergonzado colonialismo chulesco, Trieste no encontrará una salida nacional por ninguna parte, independientemente de la lengua que se utilice para invocarla.
La solución sólo puede ser internacional: pero al igual que no va a venir de los roces y conflictos entre Estados, tampoco vendrá de sus fornicaciones democráticas, de la sórdida unidad de la servidumbre europea.
No pronosticamos una bandera nacional sobre la torre de San Justo, sino la llegada de la dictadura proletaria europea, que no dejará de encontrar entre un proletariado que ha pasado por estas experiencias tan dolorosas, cuando llegue la hora, a los combatientes más decididos.





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NOTAS
1. Serie de artículos publicados primero en Battaglia Comunista y posteriormente en Il Programma Comunista en los años 50 y 60. "Il Battilocchio nella storia", nº 7, 3-17 de abril y "Superuomo ammosciati", nº 8 17-30 de abril de 1953, sobre la función de la personalidad; "Fantasime carlailiane", nº 9, 7-21 de mayo de 1953, sobre la misma cuestión reflejada en el campo del arte. (Volver)
2. El estudio sobre Stalin y la lingüística – del cual se habla en parte en el artículo, "Iglesia e Fe, Individuo y Razón, Clase y Teoría", Battaglia comunista, nº 17, 1950 – estaba precedido por la nota siguiente: «La disgresión no está fuera de lugar en esta disposición del material utilizado en el informe, ya que se trata al analizar la doctrina puesta en circulación por Stalin en materia lingüística, toda ella basada en las distinciones, empleadas de manera poco congruente, entre base y superestructura». (Volver)
3. Este y anteriores pasajes corresponden al Manifiesto. En la edición inglesa de 1888 donde se habla de la educación del proletariado se precisa: educación política y general, mientras donde se decía elevarse a clase nacional se dice: a clase dirigente de la nación. La palabra alemana Bildung significa, en sentido más general, formación.

Amadeo bordiga

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