El PARTIDO COMUNISTA DE ITALIA FRENTE A LA OFENSIVA FASCISTA
(1921 – 1924)
Las tres primeras partes de este estudio han aparecido en los nº 45
(Julio-septiembre 1969), 46 (octubre-diciembre 1969)
y 47 (enero-marzo 1978) de programme comuniste
HACIA EL PODER
Si nos detenido largamente sobre la huelga de agosto de 1922 y sobre las luchas proletarias que la han precedido, es porque confirman tres tesis comunistas capitales:
1) El papel invariablemente contrarrevolucionario de la socialdemocracia
Mientras la Alianza del Trabajo existió y actuó, la socialdemocracia, que se oponía a la huelga general con ocasión de los grandes movimientos obreros del otoño de 1921 y de la primavera de 1922, rechazó constantemente las proposiciones de los comunistas, que querían que la huelga fuese desencadenada con ocasión de un episodio sobresaliente de la lucha contra el fascismo o de la ofensiva de los camisas negras contra los centros obreros. Ahora bien, cuando la dirección de derecha de la C.G.T. decidió finalmente la huelga general, fue “en frío”, sin preparación apropiada, en conexión con una vulgar maniobra parlamentaria, o, más bien, gubernamental. Además, divulgó por medio de uno de sus periódicos la orden de huelga, que debía permanecer secreta, de manera que las fuerzas del orden fueron advertidas a tiempo; cedió al chantaje fascista, mientras que, manifiestamente, ninguna sección de los camisas negras habría aplicado el ultimátum “de cuarenta y ocho horas al Estado para que diese pruebas de su autoridad” si el Estado mismo no hubiese entrado en acción; finalmente ordenó parar la huelga que, gracias a la adhesión total de los trabajadores, estaba entonces en pleno desarrollo, únicamente para poder desacreditarla a continuación, declarando, como lo hicieron enseguida los partidarios de Turati: “¡Esta huelga ha sido nuestro Caporetto!.
2) El papel no menos contrarrevolucionario del ala maximalista del P.S.I.
Durante todo este período crucial, el maximalismo cubrió al ala derecha atrincherándose detrás de una “intransigencia” parlamentaria y un antiministerialismo engañoso e impidiéndole entrar en el gobierno, mientras que esto habría sido mil veces deseable para demostrar definitivamente a los obreros que la única función de los “socialistas” era sabotear la lucha proletaria.
3) La colusión de la socialdemocracia, del Estado democrático y del fascismo.
La primera preparó la intervención del segundo como “órgano de defensa de la legalidad”, y, al intervenir con sus propias fuerzas, éste despejó el camino al tercero, que únicamente entonces y únicamente gracias a estas circunstancias preliminares, logró “conquistar” las ciudadelas proletarias. Esto aparece netamente, entre otras cosas, en el informe del C.C. del P.C. de Italia sobre el período comprendido entre el IIIer y el IVº Congreso de la I.C., es decir, entre marzo y octubre de 1922:
“Desde el centro de las ciudades en donde estaban concentrados, los fascistas marcharon sobre los barrios obreros que los recibieron a tiros desde todas partes: esquinas de las calles, barricadas y trincheras improvisadas. Habiéndose retirado los fascistas en demanda de ayuda, la fuerza pública entró en escena con ametralladoras y vehículos blindados: las casas fueron rociadas de ráfagas de proyectiles, después invadidas por cientos de hombres armados, y todos los habitantes sospechosos de haberse defendido fueron detenidos. Únicamente a continuación es cuando volvieron los fascistas para destruir, incendiar y saquear, y la policía, que habría debido rechazarlos, recibió la orden de…tirar al aire y dejarlos pasar. No fueron, pues, los fascistas quienes tomaron Ancona y Liorna, sino la policía. En cuanto a Milán y Bari, Roma y Génova resistieron”.
A continuación, en Milán, la municipalidad socialista fue expulsada por los camisas negras. Las de Cremona y Treviso fueron disueltas. En los primeros días de septiembre, son Terni y Civitavecchia, en la ruta de Roma, las que caen a su vez. En Udina y Novarra, Placencia y Cremona, tienen lugar grandes concentraciones fascistas que estrechan cada vez más el cerco alrededor de los centros obreros.
En su segundo Congreso nacional de Roma, el P.C. de Italia había reaccionado hasta su última energía contra las tesis defendidas por el representante del Partido Comunista alemán (verdadero inspirador de los giros tácticos de la Internacional) a favor no sólo del frente único, sino también y sobre todo del apoyo e incluso de la participación de los comunistas en un gobierno “obrero”, es decir socialdemócrata, como “transición” a la toma revolucionaria del poder. Para él, en efecto, no podía haber ninguna duda sobre el hecho de que el papel permanente e invariable de la socialdemocracia era traicionar:
“El Partido Comunista es a la revolución lo que el partido socialista es a la contrarrevolución…Si, en el terreno político, rehusamos apretar la mano a los Noske y Scheidemano es porque estas manos están bañadas con la sangre de Rosa Luxemburgo y Carlos Liebknecht, sino porque sabemos bien una cosa: si los comunistas se hubieran abstenido de apretar estas manos inmediatamente después de la guerra, el movimiento revolucionario del proletariado habría vencido ya muy probablemente en Alemania. ¿Por qué se quiere la alianza con los socialdemócratas? ¿Para hacer las únicas cosas que ellos saben, pueden y quieren hacer? ¿O bien para pedirles que haga lo que no saben, ni pueden ni quieren hacer? ¿Se exige de nosotros que digamos a los socialdemócratas que estamos listos a colaborar con ellos, incluso en el Parlamento y aún en el gobierno que se ha definido como “obrero”? Si es eso ciertamente lo que se nos pide, es decir, si se nos pide que hagamos en nombre del P.C. un proyecto de gobierno en el que deberían participar socialistas y comunistas y que presentemos a las masas este gobierno como “antiburgués”, nosotros responderemos, tomando toda la responsabilidad de nuestra respuesta, que una tal actitud se opone a todos los principios fundamentales del Comunismo. Aceptar esta fórmula política ser, efectivamente, desgarrar nuestra bandera, sobre la cual está escrito que no existe gobierno proletario que no esté constituido sobre la base de la victoria revolucionaria del proletariado”
O bien se reconoce que la socialdemocracia será siempre una fuerza contrarrevolucionaria, ya esté en el gobierno y emplee el método fuerte, o bien permanezca en la oposición, pretenda actuar con nosotros para defender posiciones “comunes”; o bien se admite que la socialdemocracia puede dejar de ser ella misma y por consiguiente convertirse en un aliado, y entonces toda nuestra construcción teórica, toda nuestra acción y nuestra vida prácticas se vienen abajo, y nosotros nos hacemos los cómplices de una fuerza de conservación del régimen. La huelga de agosto – maniobra parlamentaria y gubernamental de un lado, sabotaje de la acción de clase, de otro – es una contraprueba aplastante de ello. Los papagayos habituales dicen y repiten que, en nuestras Tesis de Roma, habíamos previsto un gobierno social-liberal y no el asalto al poder de los fascistas. Es cierto, y todo demuestra que era efectivamente un gobierno de coalición el que se habría formado a finales de julio, cuando la crisis ministerial provocada por la caída del gobierno Facta si los maximalistas, por un lado, y la Internacional, por el otro, no hubiesen retenido con todas sus fuerzas a Turati por la chaqueta para impedirle entrar en el gobierno, mientras que Buozzi y Dugoni habían declarado que el P.S.I. estaba dispuesto a hacerlo. Nosotros no sólo habíamos previsto, sino incluso deseado en cierto sentido esta solución porque habría permitido desenmascarar a los socialdemócratas. Pero nosotros no habíamos excluido de ningún modo la hipótesis de un gobierno fascista apoyado por todos los partidos democráticos (los cuales, de hecho, votaron todos por el primer ministerio Mussolini, después de la “marcha sobre Roma”) e incluso, como deseaba d´Aragona, el Júpiter tonante de la C.G.T., por los socialdemócratas. Para nosotros, tanto en Italia como en Alemania, la función histórica de la socialdemocracia no podía ser más que la función de Noske en persona, o bien la de una cómplice directa o indirecta de las bandas fascistas, y eso es ciertamente lo que ha sido. Apretar las manos a los socialdemócratas – o incluso solamente desearlo, pedirlo – era dar luz verde al fascismo.
Se pretende que nuestro “sectarismo” en la lucha contra los Turati, los Serrati, los d´Aragona y los Ribaldi ha dejado el campo libre a las bandas fascistas, ¡mientras que son precisamente ellos los que han paralizado a los proletarios y su magnífica lucha de calles contra el terror blanco! Se pretende que si hubiésemos hecho el “frente único” con los reformistas, la historia habría seguido otro curso. ¡Cierto! ¡Nosotros, que luchábamos para defender las condiciones de vida y de trabajo, las organizaciones de clase y la vida misma de los proletarios, habríamos abdicado en este caso en favor de una política de defensa de las instituciones democráticas que son las de la clase dominante!. Así, no solo nos habríamos prohibido toda defensa de clase, ¡sino toda posibilidad de contraofensiva, dos formas de lucha necesariamente antilegalistas, en principio como de hecho!
Es perfectamente normal que la historiografía de hoy, unánimemente democrática en todos sus matices, llore acerca de la “desunión” de la clase obrera y que nos atribuya la responsabilidad a los comunistas, como si no fuese la Historia misma la que hubiese abierto irrevocablemente dos caminos opuestos. Para ella, el ideal habría sido alcanzar entonces el punto al que se ha llegado mucho más tarde, a saber, la gestión en común del régimen burgués después de la Liberación, y su defensa en una oposición parlamentaria común. Esto, nosotros no lo queríamos, y únicamente los anticomunistas podían quererlo. Finalmente, se nos ha reprochado el haber previsto, sobre todo después de la huelga de agosto, una confluencia entre la socialdemocracia y el fascismo que no se ha producido, de suerte que, una vez más, habríamos sido malos profetas. Dejemos de lado el hecho de que los intentos personales de acercamiento que tuvieron lugar en varias ocasiones entre los dos partidos habrían logrado ciertamente su meta sin el asesinato de Matteoti, y también el hecho de que numerosos reformistas se pasaron al fascismo con armas y bagajes después de su victoria. El problema está en otra parte. ¿Qué ha sido, efectivamente, el fascismo sino un intento de síntesis entre la manera fuerte y los métodos dulces, entre el palo y el engaño, la dureza de la represión y la flexibilidad de la reforma, listo a cortarle los vuelos, en caso de necesidad, a los intereses de capas burguesas particulares y a hacer a los obreros pequeñas concesiones en materia de previsión social? ¿Qué ha sido el fascismo sino un intento de colaboración entre las clases en nombre del interés supuestamente superior de la nación, exactamente como en los sueños socialdemócratas? El error de la Internacional (que, por otro lado, no fue la única en cometerlo) fue ver en Mussolini un nuevo Kornilov y sacar de ahí la conclusión de que había que adoptar la táctica de los bolcheviques en agosto de 1917, es decir, marchar con los socialdemócratas contra la “reacción”, pero sin cambiar uno mismo. Por desgracia, la analogía era falsa pues jamás el fascismo tuvo la intención de restaurar un régimen pre-capitalista; en sus orígenes, en sus intenciones y en tanto su desarrollo expresa, por el contrario, el esfuerzo del gran capital con vistas a movilizar a la pequeña burguesía e incluso a una parte del proletariado (aristocracia obrera o subproletariado) para su defensa. El hecho de que fue y permaneció como un fenómeno del Norte de Italia, es decir, de las zonas de agricultura capitalista y de una gran industria mecanizada, y que no invadió el Sur sino con un enorme retraso, gracias a “clientelas” desarrolladas al sol de la democracia, por un lado, y del atraso económico, del otro, es una prueba banal, sin duda, pero convincente. El fascismo era el capitalismo a la enésima potencia; no podía ser batida más que por un movimiento proletario llegado al máximo de su potencia ofensiva y guiado por el partido de clase, el partido revolucionario, el sólo Partido Comunista.
Después de este paréntesis necesario, volvamos al relato de los hechos.
Todavía ardían las sedes de organizaciones y los periódicos obreros incendiados por los fascistas, los camisas negra y los guardias reales continuaban asediando los centro proletarios del Norte y del Sur con una profusión de autoametralladoras, aprovechándose de la suspensión de la huelga decidida traidoramente por el oportunismo, cuando ya el Partido Comunista de Italia lanzaba a los comités de la Alianza del Trabajo la invitación a reunirse urgentemente y a “tomar una decisión respecto a una nueva oleada de acción roja” mientras rechazaba, por su parte, con la simple mención “devuélvase al remitente”, el llamamiento a la “paz entre las facciones” lanzado por el gobierno Facta. Sin embargo, añadía que si este llamamiento meloso a la paz ocultaba en realidad una amenaza de movilización nacional contra los proletarios y los “rojos” en general, respondería sin vacilar al desafío: “aceptamos” (IL Comunista, 8-8-1922). Es así como, en un manifiesto lanzado el 6 de agosto, el partido escribía, después de haber criticado el modo infame como había sido dirigida la huelga general:
“Independientemente de la actitud de todo otro organismo, cualquiera que sea, el Partido Comunista reafirma que la táctica a aplicar permanentemente por el proletariado en el período y la situación presente es golpe por golpe, violencia contra violencia. Reivindica orgullosamente su lucha en medio de las masas que han combatido tan magníficamente a pesar de su inferioridad notoria frente a un enemigo más fuerte y mejor equipado.
El Partido Comunista da una vez más a sus miembros la consigna, por otro lado superflua, de apoyar con su acción el combate defensivo sagrado de los trabajadores, suministrándoles los elementos de estrategia y de táctica que les faltan todavía, y fraternizando con los proletarios de todos los partidos.
Pero el Partido Comunista no puede dejar de lanzar también un nuevo llamamiento a las otras organizaciones que tienen una influencia sobre una gran parte de la masa proletaria y que deberían comprender que en adelante hay que abandonar toda visión pacifista y legalista. No se dirá que los trabajadores de los centros todavía en lucha y las víctimas de las represalias contra los huelguistas de estos últimos días serán abandonados a los golpes del enemigo en una posición de inferioridad evidente y que éste podrá golpear impunemente los periódicos proletarios, hoy que la gran masa ha sido retirada de la lucha”.
Es inútil decir que el envite del Partido fue dejado sin respuesta por los dirigentes de la Alianza del Trabajo (de la que, dicho sea de paso, el sindicato de los ferroviarios, que había sido su promotor, se separó el 19 de agosto para reemprender su propia libertad de acción) y con más razón aún por la C.G.T. Durante este tiempo, los “partidos obreros” hacían el balance de la huelga. El órgano de la derecha socialdemócrata, “La Justicia”, había proclamado el 12 de agosto:
“Hay que tener el valor de confesarlo: la huelga general proclamada y ordenada por la Alianza del Trabajo ha sido nuestro Caporetto. Salimos de esta prueba netamente batidos.”
En cuanto a la dirección maximalista del P.S.I., sacaba a la huelga, en un manifiesto del 8 de agosto, esta única lección:
“Recogimiento para todos, que sirva para corregir los errores, rectificar el frente, perfeccionar el instrumento de la lucha. Este recogimiento no comporta ni rendiciones ni impaciencia”
Como si la orden de cese de la huelga no hubiese sido la suprema “rendición”, como si la áspera lucha todavía en curso en algunas grandes ciudades fuese compatible con una “paciencia” cualquiera. Como de costumbre, la dirección del P.S.I. se atrincheraba detrás de la necesidad previa de una “organización” que ella misma había sido siempre la primera en rechazar el ataque estatal y fascista, proclamaba efectivamente el manifiesto,
“se rechaza con una fuerte organización y la organización no permite impaciencias individuales; ella exige disciplina en la acción. Una tal disciplina se impone a todo el proletariado, que ha encontrado el medio único, el único, para probar su fuerza…El P.S.I. necesita de todos sus adherentes para continuar esta batalla, que quizás está en su período agudo. Las pruebas de abnegación individual que habéis dado son admirables, pero no bastan. El furor adverso impone otras, y en primer lugar, la resistencia en las posiciones conquistadas en las administraciones públicas”.
¡Ni una palabra para condenar a los dirigentes de la C.G.T., ni una reprobación para Turati que corre al Quirinal, ni una alusión a las batallas armadas en curso!!! No, pues la gran preocupación de los maximalistas de la dirección del P.S.I. es guardar el control de las administraciones comunales!!!
Dos días más tarde, en un artículo titulado: “El maximalismo ha hablado”, el órgano del P.C. de Italia, IL Comunista, escribía:
“En dos ocasiones pareció que iba a producirse una ruptura entre las dos corrientes oportunistas, puesto que los reformistas estaban decididos a colaborar en el gobierno mientras que el maximalismo no podía renunciar a su intransigencia imbécil si quería continuar la especulación demagógica que servía para disimular su exasperante incapacidad para la acción de masas. En realidad, el grupo de Serrati jamás hizo al reformismo otra crítica que la concerniente a su táctica parlamentaria. Según él, pues, bastaría observar en la Cámara una posición de intransigencia y estaría permitido practicar el pacifismo y el derrotismo de la lucha de clase, denigrar en la propaganda todos los valores revolucionarios, e incluso firmar acuerdos con los representantes del fascismo…Si los reformistas hubiesen declarado que renunciaban por disciplina a colaborar, el maximalismo los habría perdonado. Pero se ha ido más lejos. No solamente los reformistas no han renunciado a su táctica, sino que para aplicarla han consumado el más grande de sus crímenes contra la causa proletaria, y si han sido rechazados con una bofetada bien merecida no es a causa de haber querido participar en los ministerios de Su Majestad, sino únicamente a causa de su ineptitud: eso es lo que ha hecho de ellos soldados intransigentes del glorioso P.S.I. Ahora bien, el manifiesto socialista no dice nada de las pesadas responsabilidades que han tomado en el último movimiento, ni de lo que debería hacerse para desembarazar la acción proletaria de las deficiencias terribles que ha revelado la Alianza del Trabajo – abandonada por la mayoría maximalista a la influencia predominante de los socialistas colaboradores –. Sobre esos problemas no ha habido ni debates ni congreso. El hecho de que no haya habido gobierno Modigliani o Turati basta para satisfacer a los maximalistas.
Es en esto en lo que piensan los trabajadores socialistas mismos. Si no abren los ojos y no se vuelven hacia el programa y los métodos del Partido Comunista, si no aprenden a conocer todas las formas del engaño oportunista, las peores de las cuales son también las más demagógicas, la reactivación de clase hacia la cual tienden todos nuestros esfuerzos será imposible.”
Era urgente dar a los proletarios todavía comprometidos en la lucha o que ardían en deseos de reanudarla por solidaridad con sus hermanos consignas que, sin ninguna demagogia, les ayudasen a reponerse de la primera oleada de desconcierto y de desmoralización consecutiva a la brusca interrupción de la huelga, y que les indicasen las vías de una reactivación segura en condiciones mejores y sobre una posición política bien delimitada. El “recogimiento” al que la dirección del P.S.I. invitaba a los obreros so pretexto de “reorganización del movimiento” y de balance reflexionado de las razones de la derrota no era de hecho más que una nueva dosis de opio. La vía a seguir era bien diferente. No sólo era necesario apoyar a los proletarios todavía en lucha, sino evitar a toda costa que se extendiese la desmoralización inevitable provocada por la contraofensiva del Estado y del fascismo, consecutiva a la asfixia de la huelga nacional; era necesario que los proletarios se sintiesen apoyados no sólo “moralmente”, sino sobre todo materialmente, por una fuerza política que les guiase; era necesario que las organizaciones económicas y, en particular las Bolsas del Trabajo, ciudadelas tradicionales de la defensa armada, fuesen protegidas tanto del ataque de las fuerzas del orden, legales o “ilegales”, como de las maniobras confederales que so pretexto de…remontar la pendiente oriental a los sindicatos hacia vías y métodos que no podían más que desnaturalizar su carácter de clase y, conforme a la común ideología reformista y fascista, transformarlos en órganos de colaboración nacional y de apoyo al Estado. Después del fracaso de la “subida al gobierno”, es a esto a lo que apuntaban, por otra parte, los maximalistas de la C.G.T. y en esta pendiente podían muy bien encontrarse con los “enemigos” en camisa negra.
El 19 de agosto, Sindicato Roso, órgano del Comité Central sindical del P.C. de Italia, publicaba en este sentido el manifiesto siguiente:
“A pesar de todo, la lucha no ha sido inútil: el proletariado ha sabido combatir; sin la intervención de las fuerzas legales del Estado, las victorias del fascismo se habrían transformado probablemente por todas partes en derrotas”… (el Partido ha) “demostrado” que poseía una organización apta para el combate, la resistencia y la contraofensiva y entre las masas en lucha, sus militantes han “cumplido todos con su deber” (en particular, los jóvenes se habían distinguido por su maravilloso espíritu de lucha).
¿Cuál es la situación dejada por la huelga general? La burguesía y el fascismo se jactan de una victoria definitiva; pero no es más que una mentira; todas las noticias que continuamos recogiendo (una encuesta lanzada por el Partido sobre las responsabilidades del fracaso de la huelga en curso) muestran que el proletariado sigue en pie y que había respondido unánimemente al llamamiento. Lejos de extinguirse, la lucha de clase se transformará cada vez más en una guerra abierta. El proletariado ha flanqueado una nueva etapa de su preparación a los métodos de lucha revolucionaria que la situación actual le impone y que son muy diferentes de los métodos tradicionales”.
Mientras que los bonzos confederales y los socialistas se aprovechaban de la situación para “desmovilizar” los sindicatos y para desmoralizar a los proletarios desviándolos de la lucha violenta, los comunistas lanzaban la consigna de “de unidad sindical del proletariado italiano fuera de toda influencia del patronato y del Estado” llamando al mantenimiento de la Alianza del Trabajo “a pesar y contra los que la han desnaturalizado” y concluían:
“El proletariado debe prepararse a utilizar de nuevo el arma de la movilización simultánea de todas sus fuerzas, a reagrupar todas las tendencias que la ofensiva burguesa continuará suscitando implacablemente tanto en el terreno de las luchas sindicales como en la lucha cotidiana contra el fascismo….En esta guerra, el arma esencial es la huelga general, que no tiene en sí valor milagroso pero que es eficaz si es organizada y dirigida convenientemente. Una vez eliminadas todas las trabas del pacifismo social, todo intento de utilizar el movimiento para fines parlamentarios, la meta del próximo conflicto general será, si no la revolución política, al menos la detención de la ofensiva económica y militar del enemigo y la conquista de sólidas posiciones de fuerza.
Por esta razón, mientras indican a los proletarios los peligros de la táctica aplicada ayer por jefes cuya indignidad se ha hecho evidente, los comunistas defienden una vez más la consigna de la acción general proletaria contra la reacción, es decir, del empleo directo de la fuerza de clase en lugar de las imploraciones habituales al Estado para que defienda a las masas. El gobierno obrero se conquista por la movilización revolucionaria de la clase trabajadora, por la guerra de clase, que tiene sus batallas y sus etapas, pero a la cual no se puede renunciar si no se quiere que el proletariado baje para siempre la cabeza bajo el yugo que quiere imponerle la violencia bestial del esclavismo, fiel pretoriano del Capital”.
Mientras que los confederales lanzaban una campaña de difamación, de calumnias y de falsos rumores – por ejemplo, que los comunistas (¡justamente ellos!) querían escindir el sindicato y crear uno nuevo – y expulsaban de las filas de la C.G.T. a los proletarios y organizadores más combativos para poner en primer plano a aquéllos que se habían mostrado como los más dispuestos a seguirles en la vía de la traición, el P.C. de Italia organizaba el 6 de septiembre un congreso de las “izquierdas sindicales” (“Terzinternacionalisti”, maximalistas, sindicalistas, anarquistas, etc) para un entendimiento sobre los puntos siguientes, que debían ser proclamados y defendidos en todas las reuniones y congresos:
“Las organizaciones sindicales deben ser independientes de toda influencia del Estado burgués y de los partidos de la clase patronal, y su bandera debe ser la de la liberación de los trabajadores de la explotación patronal.
El frente único proletario para la defensa contra la ofensiva patronal debe ser mantenido y renovado en la Alianza del Trabajo, restringida a las organizaciones que la han fundado y constituida de modo que refleje las fuerzas y la voluntad de las masas.”
Estos puntos fueron aceptados por todos los participantes el 8 de octubre siguiente, con la añadidura de una cláusula que estipulaba que la Alianza del Trabajo debía
“deliberar por mayoría” y “asegurar a cada sindicato y a las fracciones militantes en su seno una consulta fiel y una representación proporcional”.
La iniciativa también fue aprobada en tanto que
“preparación necesaria a la fusión deseada y definitiva de todas las organizaciones de clase de los trabajadores italianos en una sola”.
Es inútil decir que la respuesta de la C.G.T. y de todos los bonzos fue negativa: ciertamente prometieron convocar un congreso, pero el fascismo llamaba ya a las puertas del Quirin y el congreso jamás tuvo lugar. La iniciativa tuvo, sin embargo, por efecto mantener unidas las filas de los proletarios desbandados y desmoralizados por los acontecimientos de agosto y permitir una intensa propaganda de los principios y de los métodos comunistas acercando las organizaciones sindicales hasta los inorganizados y parados. Si después de la “Marcha sobre Roma” las organizaciones económicas han seguido siendo durante largo tiempo todavía un hueso difícil de roer para los teóricos y los prácticos del aceite de ricino y de la cachiporra, es a esta iniciativa a la que se lo de??? en gran parte. Quedaba el problema de la acción militar. En este dominio, la línea del partido estaba trazada desde hacía más de un año y no había ninguna razón para modificarla. Después de agosto, comenzaron a levantar la cabeza grupos llamados de “defensa antifascista” y hasta de “defensa proletaria” que servían de tapadera a maniobras parlamentarias con vista a un enésimo gobierno de coalición que habría “restablecido la legalidad y el orden”, pero ya no tenían ni siquiera el vago perfume popular de los Arditi del Popolo, de por sí ya b??? equívocos desde el principio. Para ser coherente consigo mismo, el P.C. de Italia debía, pues, continuar sólo su ruta, o como él mismo dirá claramente:
“Sin pretender, no obstante, derrocar el poder burgués o abatir militarmente el fascismo, ni dejarse arrastrar a acciones que comprometerían su propia organización, (el Partido debe) cuidar de la preparación y el armamento necesario para aportar el apoyo técnico adecuado a la lucha proletaria de hostigamiento contra un adversario que tiene la ventaja del número y de la posición estratégica”.
Y mientras se esforzaba en reaccionar contra la desmoralización engendrada por la leyenda de invencibilidad propagada por los fascistas y por los llamamientos de los reformistas en favor del desarme moral y práctico,
“oponer la fuerza a la fuerza, la organización a la organización, el armamento al el armamento, no como una vaga consigna a aplicar en un futuro lejano, sino como una actividad práctica no sólo posible, sino como la única susceptible de preparar el proletariado a una respuesta armada”.
Para alcanzar este fin, era esencial constituir un encuadramiento centralizado que obedeciese a una disciplina única con el fin de evitar acciones no previstas por el Partido, pero esto habría sido imposible si éste hubiese aceptado comités de acción militar mixtos inspirados por fines políticos divergentes. Actuando “hacia la burguesía como lo hace el movimiento fascista hacia el proletariado”, dando “el relieve más grande a los actos de violencia cometidos ya sea por fuerzas proletarias organizadas espontáneamente, ya sea por sus propios militantes en respuesta a los golpes enemigos” y sin ocultar jamás que “el problema mayor es la organización de la lucha armada del proletariado”, el Partido Comunista de Italia habría podido convertirse en el polo natural de las masas “que tienden a la lucha antifascista y que, habiendo asimilado la experiencia de la solidaridad entre el Estado y el fascismo” han sacado de esta experiencia la convicción de que únicamente la dictadura del proletariado, dirigida por el Partido de clase y surgida de los desarrollos de la lucha abierta y violenta, habría roto definitivamente el yugo del Capital (1).
Se debe observar que, desde el mes de agosto, el Partido consideraba como “alejada”, en adelante, la perspectiva de un “gobierno de izquierda nacido de la colaboración de los socialistas de derecha y de ciertos miembros del burgués partido popular (demócratas-cristianos por adelantado)”, “no creyendo ya hoy la burguesía tener que hacer concesiones importantes para frenar el movimiento revolucionario”.
Si es falso, pues, decir que el Partido Comunista no preveía un desenlace del tipo “Marcha sobre Roma”, es cierto, por el contrario, que una tal perspectiva no hacía sino más válidas a sus ojos la táctica y la estrategia de una acción independiente por su parte desde el momento en que toda la situación evolucionaba hacia una “solución” de fuerza. Es cierto que entretanto, en su Congreso de Roma del 1 al 5 de octubre, el P.S.I., bajo la presión del ala derecha decidida a arrojar hasta la última máscara y a presentarse como lo que realmente era, había expulsado a los turatianos y en general a los reformistas (constituidos en Partido Socialista Unitario), y había decidido por enésima vez adherirse a la IIIa Internacional: pero la poca seriedad de una tal decisión, y la ingenuidad de Moscú, que en lugar de denunciarla como un nuevo engaño: tomó por dinero contante, están demostradas por el hecho de que, una vez que la delegación de Serrati había partido para el IVº Congreso de la I.C., la nueva dirección hizo todo lo posible para impedir la “liquidación del P.S.I.” y reivindicar al mínimo el derecho a decidir por sí misma, con plena independencia, su propio destino (en el congreso siguiente, del 15 al 17 de abril de 1923, las “condiciones” fijadas por Moscú fueron rechazadas por mayoría como “inaceptables”). Era la maniobra clásica de recuperación del maximalismo, maniobra tan vieja como la socialdemocracia de guerra y de postguerra, que habría habido que prever antes de que engendrase nuevas confusiones en la clase obrera, en lugar de favorecerla, como lo hizo Moscú a pesar de todo, con la ilusión de sacar de ella un apoyo útil en la batalla internacional cada vez más difícil y sangrienta del proletariado: mientras que la derecha socialdemócrata se ofrecía como eventual partido gubernamental, el “centrismo” serratino defendía la zaga.
Durante este tiempo, el fascismo tenía el juego fácil. Se ha reído y se reirá aún largo tiempo de que hayamos calificado de “comedia” la marcha sobre Roma, que había pretendido ser nada menos que una revolución. Pero ¿cómo caracterizar de otro modo que como comedia las intrigas del gobierno Facta con los fascistas y su tardía proclamación del estado sitio después del fracaso de sus conversaciones? ¿El voto de todos los partidos “antifascistas” por Mussolini cuando el rey le hubo confiado el gobierno, y la oferta que le hicieron de sus “mejores hombres”? ¿El padrinazgo del ministerio…revolucionario de los camisas negras por Giolitti y Salandra? Y finalmente ¿el desfile de estos mismos camisas negras en todas las ciudades de la península mientras que su “duce” recibía en Roma, al descender de su Coche-cama, todos los honores debidos a un ministro de su Majestad, él que había pretendido instaurar una república “social”?
Durante todo el año 1921 nos habíamos esforzado en hacer comprender a los proletarios que no sólo no había oposición real entre democracia y fascismo, sino incluso que estos dos métodos para salvar la dominación burguesa no podían dejar de converger, dándose la mano para reprimir y oprimir a los obreros y rivalizando para mantenerlos sometidos. Por sí solos, estos dos años habrían bastado para probar la connivencia entre Estado democrático y fuerzas “ilegales”. Después de agosto de 1922, cae el último velo: habiendo sido desorientada y batida la resistencia proletaria gracias a la traición socialdemócrata, ya no hay por el momento, salvo casos aislados, enemigo a abatir. Durante los pocos meses que preceden la farsa de la marcha sobre Roma, todos los partidos burgueses y los principales representantes del liberalismo y del parlamentarismo se esfuerzan desesperadamente en acercarse al fascismo, que ni siquiera es un partido puesto que no tiene ningún programa (o más bien, se fabrica uno poco a poco), sino un simple aparato al servicio del orden constituido y del Capital. A este propósito, los historiadores demócratas de hoy deploran “la ceguera” de los Giolitti, Facta o Reda, pero entonces todos contribuyeron por inercia de clase a la “transmisión de los poderes” y fue precisamente su complicidad voluntaria la que hizo superfluo el “golpe de Estado”. La marcha de los camisas negras sobre la capital responde, pues, a la puesta en escena teatral de que tenían necesidad y, en la realidad, el poder cambió de manos sin conmociones, no siendo la proclamación del estado de sitio por Facta (proclamación que el rey hizo anular enseguida) más que una comedia suplementaria).
Por lo demás, muy lejos de dispersar el Parlamento, Mussolini le pidió que ratificase la “revolución” desde el momento en que estuvo en el poder, lo que el Parlamento se apresuró a hacer, a excepción de los socialistas y de los comunistas. Habiendo caído las plazas fuertes industriales, ya no quedaba más que ahogar pequeñas hogueras y no hubo choque general con las fuerzas proletarias. Estas no tuvieron siquiera tiempo de reaccionar y su oposición, aunque cierta, no pudo ni impedir el cambio de gobierno (que en lo inmediato no afectaba en nada la estructura del Estado) ni influir más tarde sobre el nuevo régimen totalitario que se constituirá cuando, en su esfuerzo de unificación, la burguesía se verá obligada a liquidar el antiguo personal político.
Es solamente entonces cuando una fracción de la burguesía se descubrirá un antifascismo propio, y esta vez, es el P.C. de Italia mismo el que, al no estar ya dirigido por la izquierda, le echará en los brazos un proletariado que estaba, no obstante, muy lejos de estar batido. Esto será al final, no sólo porque la fascista victoria será entonces total, sino porque – cosa mucho más grave por sus efectos históricos – la capitulación de las únicas fuerzas subversivas, las que habían encontrado su expresión en la IIIa Internacional, lo habrá sido también.
Si, incluso en Moscú, nuestra caracterización de la marcha sobre Roma causó escándalo, es porque con su estúpida teoría de la “función revolucionaria” de la pequeña burguesía y del “nacional-bolchevismo” Moscú preparaba ya la derrota alemana de 1923; la izquierda no podía tratar una posición tan quimérica más que de modo…”dogmático y sectario”. La tesis, todavía peor, según la cual la democracia era un bien que había que salvaguardar con relación a la reacción “feudal”, apenas comenzaba a aparecer, puesto que debía constituir la segunda etapa de la degeneración, pero frente a esta enormidad la reacción de la izquierda no podía ser más que doblemente “infantil”.
Por el contrario, nosotros habríamos debido, según Moscú, dejarnos investir primeramente por los aduladores de la pequeña burguesía decepcionada y después por los heraldos y los abanderados de las libertades pisoteadas: en suma, deberían haber hecho por anticipado no sólo el frente popular sino también el gobierno de coalición. Ciertamente, todo esto no estaba definido, pero la línea de desarrollo era inexorablemente ésa. De ahí se deriva la caza febril al fantasma de “la alianza socialista”, finalmente “atrapada” en junio de 1924 (¡) cuando se adhirieron al Partido tres mil “terzini” altamente representativos de una capa social de empleados de oficina, ambigua e inconsistente, y en ningún caso, de capas proletarias; de ahí también la acusación que se nos ha hecho de haber querido aislarnos, como si no fuese la historia la que nos había “aislado”, lanzándonos por eso mismo un desafío fecundo puesto que nosotros no nos hemos dejado intimidar o desorientar e incluso hemos encontrado en ello una razón para ser fuertes; de ahí, finalmente, el reproche de haber subestimado el peligro de una “destrucción de la democracia”, como si la eliminación del disfraz democrático de la dictadura del capital no estuviese inscrita en las leyes del imperialismo. Cuanto más poco optimistas éramos en lo concerniente al futuro inmediato (2), tanto más confiábamos en las posibilidades de reanudación proletaria a condición de que la Internacional no perdiese la vía de clase para arrojarse en el interclasismo. Nuestra actitud no podía dejar de parecer derrotista a todos aquellos que creían en una solución democrática de la crisis estatal en Italia, y más tarde en Alemania y en otras partes. Pero ¡qué decir de su propio derrotismo respecto de la Revolución cuando se esparcieron en lamentaciones ante la comedia del 28 de octubre y se pusieron a soñar en remontar la pendiente por otro camino distinto de la acción revolucionaria independiente! Habiendo rehusado tomar ese camino, nosotros no podíamos más que ser eliminados de la dirección del P.C. de Italia.
Poco después del regreso de nuestra delegación del IVº Congreso de la Internacional, tratamos todos esos puntos en el artículo “Roma y Moscú” y concluimos reconociendo que el esfuerzo del fascismo para superar las contradicciones internas de la sociedad burguesa chocaría con obstáculos insuperables. Es en esta perspectiva, y no en soluciones gubernamentales de recambio, donde buscábamos y donde había que buscar los factores de una reanudación victoriosa. El informe de A. Bordiga en el IVº Congreso y su artículo sobre “Las fuerzas sociales y políticas de Italia” completan el cuadro del fascismo, fenómeno contra el que habíamos intentado movilizar todas las energías proletarias, no porque el marcase el fin de la democracia, sino porque al desafío que la historia lanzaba así al proletariado no había otra réplica posible, siendo la alternativa ¡o dictadura abierta de la burguesía o la nuestra!
(El fin en el próximo número)
Notas
(1) Todas las citas están sacadas del “Proyecto de programa de acción del P.C. de Italia presentado a la vista del IVº Congreso de la Internacional Comunista” y redactado en los primeros días de octubre de 1922
(2) Lo éramos tanto menos cuanto que, contrariamente a la Internacional gangrenada por el democratismo, nosotros pensábamos que las estructuras del Estado se habían, no debilitado, sino por el contrario reforzado gracias a la complicidad natural de todos los partidos, desde el fascismo a la socialdemocracia.
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