SINIESTRA CRÓNICA NEGRA DE LA MODERNA DECADENCIA SOCIAL
*
TÉCNICA SUMISA Y NEGLIGENTE GESTION, PARASITARIA Y USURERA
(Publicado originalmente en: “Il programa comunista” (24 agosto – 7 septiembre de 1956) número 17. Los hechos aquí mencionados se refieren al naufragio del trasatlántico Andrea Doria como consecuencia de una colisión en la niebla cerca de la isla de Nantucket (New York), el 26 de julio de 1956; la catástrofe minera de Marcinelle, en Bélgica, el 8 de agosto del mismo año, con sus 263 muertos; la nacionalización del Canal de Suez, anunciada por Nasser el 26 de julio de 1956).
Andrea Doria
Con la primera aplicación del motor mecánico a los barcos, parecía que la seguridad de los viajes marinos era, con mucha razón, una conquista histórica y científicamente garantizada para el futuro, sobre todo con la construcción metálica de los cascos de las naves. Después de siglo y medio de “perfeccionamientos" técnicos, la seguridad del navegante es relativamente menor que con los antiguos veleros de madera, que eran juguetes a merced del viento y del mar. Naturalmente, la “conquista” - la más idiota - es la velocidad; si bien hacia 1850, algunos veleros especiales vencieron a los vapores de la “serie azul”, nada despreciables en lo que ya entonces era sólo un juego, el de transportar sacos de algodón entre Boston y Liverpool. Un ladrón más rápido es un mejor ladrón, pero un tonto más veloz no se convierte en menos tonto.
Sin embargo, la época de los "galgos del mar" ha quedado a nuestras espaldas, pues ésta corresponde a la fase inmediatamente posterior a la primera guerra mundial. Ya antes de esa época se había alcanzado tonelajes enormes: el Titanic, que se fue a pique en 1912, había superado las 500.000 toneladas. Si bien es verdad que su velocidad en el viaje inaugural, en el que chocó con el iceberg, no pasaba de los 18 nudos. Después de medio siglo, únicamente hay dos excepciones de barcos, entre los franceses, ingleses, alemanes o italianos, que sobrepasen las 50.000 toneladas: en realidad tras la última guerra la máxima botadura fue la del United States de 53.00 toneladas. Las dos excepciones europeas fueron los ingleses Queen Mary, de 81.000 toneladas, y Queen Elizabeth de 84.000 toneladas, puestos en el mar antes de la guerra y todavía en navegación. La novísima nave americana United States le ha arrebatado al Queen Mary la primacía, que a su vez le había quitado al francés Normandie, destruido durante la guerra. Las velocidades en este moderno periodo han superado las 30 millas por hora, o nudos: el Andrea Doria, la mayor nave italiana de la postguerra junto a su gemela Colombo (el Rex prebélico era de 51.000 toneladas), era de sólo 29.000 toneladas, aunque bastante rápida.
Se ha parado pues la carrera por el gran tonelaje, que precedió a la gran catástrofe, pero se ha detenido también la carrera por la alta velocidad, que deslumbró durante veinte años a la Italia fascista. La causa es que hoy quien tiene mucha prisa dispone del avión, que llevando pocos viajeros, no puede hacer perder la vida a más de cincuenta personas a la vez; mientras la gran travesía por mar (con sol y el tiempo casi siempre bueno en la ruta meridional que se eligió tras la catástrofe del Titanic), es más que nada una diversión y un pasatiempo: los poderosísimos motores que permiten a los colosales monstruos deslizarse como torpedos, con el enorme costo que conllevan (se consigue aumentar la velocidad en un nudo y pocas horas de travesía chupando decenas de miles de caballos de más, aumentando proporcionalmente el consumo de combustible), ni los pide el viajero ni interesan a la compañía. Por lo tanto hoy la lógica aconseja naves de tonelaje medio y velocidad media, para pasajeros medios (que no son de primerísimo rango en asuntos económicos y políticos) que no están obligados a tomar el avión. Las crónicas han contado cómo los pobres que se salvaron del Andrea Doria no querían volver en avión, estaban ya demasiados escarmentados por la civilización de la técnica...
Por otra parte, sin entrar a discutir sobre el radar, es una buena norma, desde que el mundo es mundo, la de ir despacio cuando es poco lo que se alcanza a ver.
Pero no es esta la cuestión principal, sino la extrema fragilidad del casco del Andrea Doria en el choque con el ni muy pesado ni muy veloz Stockholm, aunque éste tuviera un ariete rompehielos que, mecánicamente hablando, podría haber hecho una brecha más profunda, pero nunca tan desgarrada y tan espantosamente amplia.
Evidentemente, es la nave Doria la que se ha roto, probablemente porque era demasiado frágil en toda su osamenta, en los costales y en los dorsales. Sólo suponiendo que un gran trozo longitudinal del casco se haya desprendido, explicaría que hubieran cedido numerosos compartimentos estancos (que por la niebla ya estaban cerrados) y muchas partes vitales: máquinas, contenedores de nafta, etcétera.
La construcción naval no ha sido el único sector que ha sufrido la manía de la técnica moderna de ahorrar en las estructuras, usando modelos ligeros, bajo el pretexto de materiales siempre más modernos y de una resistencia milagrosa, garantizados más por una publicidad insolente y por lenguas hábiles, que por las pruebas de unos laboratorios burocratizados y unos institutos oficiales de control. Como sucede con las construcciones y las máquinas terrestres, las naves que nos da la técnica reciente y evolucionada es menos sólida que la de hace medio siglo. Esta soberbia nave ha escorado y se ha hundido, contrariando todas las normas y expectativas de los expertos. Podría haber sido una catástrofe en un mar agitado y si la frecuencia de naves cercanas hubiera sido algo menor.
Pero hay otra razón, además de la del falso ahorro por parte de la empresa constructora. Es evidente, tanto por razones nacionalistas como demagógicas, que el Estado italiano (nadie sabe cómo, pero después de la Santa Rusia, la mayor dosis de industria “socialista” se encuentra en la vaticanesca Italia, aun cuando el propio Palmiro [Togliatti] no esté todavía satisfecho) era tanto el destinatario, como la empresa constructora de la nave (de hecho tanto la compañía de navegación Italia como los astilleros Ansaldo pertenecen a la Irimare). Es sabido que en Italia el acero cuesta más que en otros sitios, así como la mano de obra (el trabajador come menos, pero la asistencia social y de Estado se atiborra a mansalva). Encargando la nave a unos astilleros holandeses o alemanes, habría costado una cuarta parte menos, pero Palmiro habría tenido menos votos. Los ingenieros italianos tenían interés y órdenes de escatimar el acero.
No se tacañeó sin embargo con la arquitectura decorativa y de lujo. Uno de los síntomas de la decadencia mundial de la técnica es el de que la arquitectura mata a la ingeniería. Todas las civilizaciones han pasado por semejante estadio, desde Nínive a Versalles.
Viejos marineros indignados lo han contado a los periodistas en los muelles de Génova. Demasiados salones, piscinas, campos para varios juegos, demasiados puentes sobre el agua – ¡olé! ahí está la inimitable línea, la delgada silueta de los navíos italianos - , demasiado volumen y peso, demasiados gastos en obra muerta, o sea en la mitad del “rascacielos” que está por encima de la línea de flotación, repleto de ventanas y resplandeciente de luces, donde se pavonea la clase lujosa. Todo esto en detrimento de la obra viva, que es el casco en contacto con el agua, de cuyo grosor y solidez depende la estabilidad, la facultad de flotar, de enderezarse después de escorar, de resistir los golpes del mar, los choques con las montañas de hielo, y los eventuales choques con naves de países donde el acero no sólo cuesta menos, sino donde además la técnica está quizás menos vendida a la política especuladora... por el momento.
Todo esto, refunfuñan los veteranos del mar, a costa de la seguridad. Lujo más o menos de pacotilla, o seguridad de las vidas humanas transportadas, ésa es la antítesis. ¿Pero puede semejante antítesis obstaculizar la Civilización y el Progreso?
Como no está segura la tercera clase, ni el equipaje, y ni siquiera está segura la clase superior, que ha pagado un fabuloso precio por el pasaje; esta seguridad es sustituida por la retórica sobre los descubrimientos modernos, la alta técnica, la alabada insumergibilidad a prueba de icebergs, a prueba de arrecifes, ¡a prueba de Stockholms!
La misma historia ocurre con el resaneamiento de las grandes metrópolis, en el que, como establecieron Marx y Engels en tiempos del destripador de París, Haussmann, las clases pobres han tenido y tendrán todo que perder y nada que ganar. Fueron hábiles técnicos y especuladores los que hicieron notar a la alta burguesía cómo las epidemias no se frenan ante las diferencias de clase, y también en las casas de los ricos se puede morir de cólera. ¡Adelante entonces con la piqueta! Porque cuando la nave se hunde, se hunden también los pasajeros de lujo, algunos semidesnudos como pobres cristos, aunque otros se ahogan con el traje de gala puesto. La seguridad es por lo tanto indispensable para todos: en un barco no pueden burlarse de ella como se hace en la minería, donde sólo descienden los cireneos de la producción, con algún ingeniero, pero sin los rufianes de la decoración, aunque estos también trabajen en la oscuridad.
La clase dominante, impotente a su vez para luchar por su propia piel contra el Demonio de la especulación y de la superproducción y superconstrucción, demuestra así el fin de su control sobre la sociedad, y es de locos esperar que, en nombre del Progreso, que jalona su vida con golpes de sangre, pueda hacer naves más seguras que las de antaño.
Y cuando todavía no se habían disuelto los remolinos sobre la deshonrosa carcasa del Andrea Doria, la economía estatal, vivero ideal de la moderna especulación y el parasitismo privado, anunciaba que había reconstruido otra igual, simplemente por arte de magia, cambiando... ¡el nombre! Se vanagloria también de que, dado que el coste saldrá por un tercio menos que la nave vieja, ¡se ahorrarán los gastos de proyección, cálculo y experimentación! Los decoradores harán, eso sí que es seguro, el mismo negocio, y la máquina para desencadenar las vilezas de Pantalone (1), ya ha arrancado. Como en su momento se desencadenó después de la guerra mundial, durante la Reconstrucción, forjada por todas las fuerzas de la llamada gran Técnica moderna de nuestro tiempo, “el mayor negocio del siglo”, así se ha resuelto la “crisis” de los astilleros y de la navegación (para la cual se estaba votando una ley adecuada) con el pedido de la nueva nave. Después del aguijonazo del Stockholm, y quizá por alguna copa de más que habían ingerido sus oficiales, se ha hecho inútil el sagaz y sacro voto de nuestro democrático Parlamento.
Nadie pensará, nadie legislará, nadie votará para que se rompan las tablas de los viejos cálculos y se diseñe de nuevo el casco y su esqueleto, lo único vivo en un cuerpo flotante, gastando cinco millones más en acero y un tanto menos en rufianescos lenocinios. Lo cual no podrá hacerse mientras la mal llamada producción “socialista” sea sólo una producción empresarial, y también estatal, pero sierva siempre de consideraciones mercantiles de competencia entre “banderas”, es decir, entre bandas de criminales del negocio, que es decir lo mismo.
Y quien lo hiciera "despreciaría" al aún no hundido Colombo.
Marcinelle
En el momento en que publicamos, en estas columnas, la serie sobre la cuestión agraria y la teoría de la renta según Marx, se produjo en Italia la desgracia de Ribolla, que causó 42 víctimas, contra las casi seguras 250 o más de Charleroi. La misma doctrina económica de la renta absoluta y de la renta diferencial se aplica, como en el terreno agrario, a las extracciones de materias útiles del subsuelo, a las fuerzas hidráulicas y asuntos similares. De hecho, normalmente se usa el término “cultivar” una mina. Así hemos titulado uno de los textos: Ribolla o la muerte diferencial.
En la economía del mundo capitalista, todos los consumidores de bienes ofrecidos por la naturaleza, los pagan en condiciones más rigurosas que los bienes producidos por el trabajo humano. Por estos últimos pagan el trabajo, y un margen de plusvalor que la competencia, mientras está en vigor, tiende a reducir. Y la sociedad burguesa los ofrece a sus miembros más barato que las sociedades precedentes, poco manufactureras.
Los productos de la tierra en sentido amplio son pagados por el consumidor según el trabajo y el plustrabajo, adecuados al “peor terreno”. También en este caso se añade un tercer fin: la renta, es decir, el premio al monopolista de la tierra, al propietario inmobiliario, tercera fuerza de la sociedad burguesa “modelo”. El terreno más estéril dicta para todos los consumidores de alimentos el precio de mercado. En consecuencia los propietarios de los terrenos más ricos añaden a la renta absoluta, o mínima, la renta diferencial debida al menor costo de sus productos, que el mercado paga al mismo precio.
Con el crecimiento de la población y el consumo, la sociedad debe roturar las tierras vírgenes y utilizar todas las tierras libres, fértiles o estériles. El límite de la extensión física determina el monopolio, y las dos formas de la renta.
Por ardua que parezca la teoría para muchos, es fundamental en el marxismo, y sólo quien no lo ha digerido nunca cree que la doctrina del imperialismo ha surgido como una especie de apéndice del marxismo, pretendido estudio únicamente del capitalismo concurrencial. La teoría de la renta contiene todas las teorías del moderno imperialismo, del capitalismo monopolista, creador de “rentas” en campos que también son prevalentemente manufactureros, y que por tanto se puede llamar capitalismo de beneficio más renta, y con Lenin: parasitario.
Una vez entendida la doctrina, queda claro que nada cambia si esta renta enraíza en réditos tradicionales o novísimos, o bien pasa al Estado, es decir, a la propia sociedad capitalista organizada en máquina de poder: esto sucede con el fin de mantener en pie su fundamento mercantil monetario y empresarial. Antes de Marx, Ricardo lo había propuesto, y Marx desarrolló la crítica, hasta su formación completa e íntegra.
Los yacimientos de lignita de Ribolla se encuentran entre los menos fértiles, al contrario de los muy productivos yacimientos belgas de antracita, pero nunca convendrá al capitalismo gastar en instalaciones más costosas con el fin de aumentar el rendimiento y garantizar la vida del minero, allí donde no hay premio de renta diferencial, como en las mejores minas francesas, holandesas, inglesas, alemanas y americanas
Por otra parte no le está permitido a la actual economía cerrar esas minas, que irán quedando en la situación descrita por Zola en Germinal, con el caballo blanco que no verá nunca la luz del sol, y que en las tinieblas se comunica, mediante un extraño lenguaje, con dos mineros condenados con él por la “sociedad civil”. ¿Puede el progreso detenerse por carencia de carbón?
Ahora que existe una Comunidad superestatal del Carbón, así como del Acero, entre estados que han nacionalizado las riquezas subterráneas, como hizo Italia y su escuela fascista, encontramos los extremos del ultramonopolio absoluto, que remata la escala de las rentas diferenciales, como las de Ribolla o Marcinelle, con una renta base absoluta. Pero seguro que esto no bastará para pagar nuevas instalaciones (más seguras); quizá apenas dé para engrasar la estructura burocrático-especuladora que trabaja, ¡eso sí! “a la luz del sol”.
Cuando las desgastadas conducciones eléctricas de los pozos provocan el incendio, no sólo arden los aparejos y la vestimenta de los hombres, sino también el precioso carbón, por poco fértil que sea el yacimiento geológico. Arde porque las galerías excavadas por los hombres les llevan el aire del exterior, y he ahí el por qué de los muros de cemento que había, para tapar viejas galerías. Por lo tanto la alternativa técnica es: ¿mandar oxígeno abajo para moribundos y para sus temerarios salvadores, o bloquearlo para que cada tonelada de oxígeno no destruya casi media de carbón? Los mineros, a la llegada de los preparadísimos técnicos venidos desde Alemania, gritaron: ¡los habéis hecho venir no para salvar a nuestros compañeros, sino vuestra mina! El método, si los feroces aullidos de los supervivientes no se hubieran alzado demasiado amenazantes, habría sido muy simple: ¡bloquear todos los accesos!
Sin oxígeno todo se calma; la oxidación del carbono, y aquella análoga que se produce dentro del animal hombre, y que llamamos vida.
Hay otra cuestión, ¡y no son los periódicos revolucionarios los que se refieren a ello! Por una antiquísima tradición, que ciertamente es más vieja que el sistema social capitalista, hasta que el minero no es rescatado, vivo o muerto, por la siniestra boca de la mina, ésta continúa pagándole el salario íntegro, o incluso hasta el triple. El minero de hecho tiene que permanecer sólo ocho horas ahí abajo, y si no sale se supone que está erogando otro turno. Cuando el cadáver ha sido extraído y reconocido, se cierran los turnos, y la familia sólo tendrá una pensión, inferior pues al importe de un único turno. Por eso a la compañía le interesa, ya sea privada, estatal o comunitaria, que los restos mortales salgan a toda costa; parece que es por eso por lo que las mujeres gritaban que los ataúdes cerrados, sobre los que reposaban algunos objetos reconocibles a la hora de identificar los cuerpos, no se sabía si contenían restos de los hombres, o del yacimiento.
¡Haced salir a todos los vivos, y cerrad para siempre esos pozos! Esto nunca podrá decirlo la sociedad mercantil, y por eso quedará empantanada en investigaciones, misas funerarias, cadenas de fraternidad, en cuanto que sólo entiende la fraternidad de las cadenas, lágrimas de cocodrilo y promesas legislativas y administrativas capaces de seducir a otros parias “sin reservas” para que pidan ocupar un lugar en las lúgubres jaulas de los ascensores: ¡de cabeza a la técnica! No es fácil cambiar un sistema de trabajo que se ha seguido durante larguísimos periodos. Y la teoría de la Renta prohibe que se quede parada la última mina, la más asesina: es ella la que dicta a una sociedad negrera y usurera el máximo ritmo del loco baile mundial del negocio carbonífero, de la masacre del productor, del robo al consumidor.
El siniestro suceso de Marcinelle hace vibrar los nervios del mundo. ¿Por cuantos turnos más, de ocho horas cada uno, los “inmersos” en el vientre de la tierra, como ayer los que lo estaban en la profundidad del Adriático, consumirán riquezas de esta economía civil burguesa, que desde todas las poltronas alaba su glorioso avance hacia un mayor bienestar? ¿Cuándo podremos borrarlos de los registros de las pagas, y, tras dedicarles una última plegaria a Dios, olvidarlos para siempre?
El Canal de Suez
La sangre no ha corrido, y estaba claro que no lo haría, en el tercer acto de la trilogía burguesa de este pleno agosto, que ha dotado de un cierto aroma de drama a la más profundamente insulsa de las manifestaciones burguesas, las vacaciones, el vacío en el vacío de este mundo de constructores de opereta, de especialistas en jugársela a los demás.
¿Podemos creer que haya un sólo marxista que, por un momento, haya visto en Nasser un nuevo protagonista de la historia, y que el mundo haya sido puesto boca abajo por un simple gesto, por una ingeniosa idea del último cesarillo, o faraoncillo de turno? ¡Qué hombre! Ha puesto en un brete a Francia, Inglaterra y América con un golpe de ingenio: ¡la nacionalización del canal! Todo mediante un cambio de guardia: del rey Faruk que sólo malgastaba en odaliscas de un millón de dólares, al simple coronel que ha sabido levantar las faldas a Marianne y Albión (2).
También el problema de Suez puede comprenderse permitiendo que Nasser siga siendo el tonto que es, sin más explicaciones seudosexuales, aplicando la teoría de la Renta.
Suez fue aún una operación honorable, y si se quiere gloriosa, de la joven burguesía, semejante a aquella que el “Manifiesto Comunista” elevó a luces de epopeya. Quizás una de las últimas: cuando se intentó repetir lo mismo en Panamá, se cayó rápidamente en la corrupción y en el superescándalo, y la vieja Europa depuso las armas del gran Lesseps y de sus técnicos de primer rango.
Lesseps había sido un saint-simoniano, y la idea de Suez pasaba en el mundo de hace un siglo como una idea socialista. Entusiasmó a los utópicos, pero es indudable también que en la concepción marxista las empresas del capitalismo dirigidas a unir orillas lejanas del mundo fueron consideradas como premisas de su propia transformación socialista. Se ha dicho que la idea partió de Napoleón I, que hizo realizar estudios técnicos, realizados según se dice por el filósofo y gran matemático Leibniz. No es por casualidad que Bonaparte había intentado comenzar por Egipto su intento de destrucción de la supremacía marítima e imperial inglesa. Pero civilizaciones todavía más antiguas habían concebido la obra: el faraón Sesostris la habría comenzado sin más, y según Herodoto 120.000 trabajadores habrían perecido en el intento de otro faraón. Los califas árabes renunciaron por el temor de abrir una vía a la flota de Bizancio. Tras el descubrimiento de la ruta de la India, en el siglo XV, lo reintentaron los venecianos, precursores del capitalismo moderno, pero los turcos se opusieron.
Los trabajos duraron de 1859 a 1868 con capital francés, en su mayoría, y otomano, con la hostilidad inglesa. Memorables fueron las matanzas de trabajadores blancos y árabes: los ingleses denunciaron como esclavitud el enrolamiento por millares de los miserables fellahs, una controversia que finalmente fue arbitrada por Napoleón III. Los ingenieros franceses de la época eran luchadores y no sólo especuladores: liberados de los ejércitos de trabajadores manuales (3), emplearon máquinas gigantescas con las que alcanzaron su objetivo. La concesión otorgada por el gobierno egipcio debía durar 99 años desde la inauguración del canal: durante dicho periodo Egipto debía recibir el 15 por ciento de los beneficios de la Compañía. No es cuestión de repetir la historia de la gesta de la especulación y el agiotismo internacional con la que el virrey de Egipto, sometido al Sultán de Constantinopla, fue engañado y despojado de su derecho a su cuota de acciones, que pasó, tras diversas peripeciass, al capital y al gobierno británicos, más que la propia corona.
Quedó muy claro que se trataba de una concesión, y que la propiedad total de la obra, varias veces ampliada y perfeccionada, debía pasar en 1968, sin rescate alguno, al gobierno de El Cairo. Evitaremos a toda costa tratar la cuestión del “derecho” de cada parte en esta lucha entre filibusteros y tiburones de gran tonelaje.
Nos interesan sobre todo los conceptos económicos. El capital inicial fue de 200 millones de francos oro, que representan unos 60 millones de francos actuales [de 1956] y cerca de 100 millones de liras italianas. El valor actual de las acciones, a parte de la baja del 30 por ciento después del decreto de Nasser, que todavía tienen aseguradas la cotización alcanzada en bolsa el día del decreto, el capital de la Compañía Universal del Canal Marítimo de Suez, se estima, en cifras inglesas, en 70 millones de libras esterlinas, unos 90 millones de francos. Estas estimaciones no se hacen según el cambio: en dólares son, la primera 200 millones, la segunda 250; y en liras italianas 120 y 150 millones respectivamente, más o menos.
En el último año los ingresos de la compañía han sido de 35 millones de francos, con un beneficio neto de 16 millones, ¡el 45 por ciento! En liras 53 y 25 respectivamente. ¡Pero Nasser lo evalúa en 100 millones de dólares! 60 millones netos de dólares.
Un beneficio tan elevado alto no puede ser fruto exclusivo del capital industrial, ya descontada incluso una amortización, que parece hecha de unas enormes reservas financieras acumuladas por los jefes de la compañía. No se trata de una empresa de producción, y aunque las naves que pasan dejan un peaje de 300 a 600 liras por tonelada, no aportan valor alguno en el mercado, sólo pagan por un servicio, no por una mercancía. Evidentemente los gastos de manutención, custodia, operaciones y administración del canal, representan sólo una mínima parte de los ingresos percibidos. La diferencia es una renta. Es una renta absoluta en cuanto viene de un monopolio: el de quien puede cerrar las puertas de Suez o Port Said. Es por el contrario diferencial en cuanto cubre el coste de la navegación por la peor vía, la vuelta interminable por el Cabo de Buena Esperanza.
¿A quién corresponde esta renta? ¿Al “propietario terrateniente” del terreno sobre el que fue trazado el canal, sin cuyo permiso no hubiera sido posible iniciar la primera excavación en 1859? Esta cuestión de propiedad se convierte para Nasser en una cuestión de soberanía. A nosotros esta terminología no nos dice nada. Para nosotros, que somos marxistas, la renta pertenece a quien puede hacer valer el monopolio. Esto no es ni siquiera antijurídico: en la teoría clásica del derecho romano “la fuente de la propiedad es la ocupación”. La misma, desde que el mundo es mundo, es la fuente de la soberanía política.
En este asunto los ingleses son casi tan tontos como Nasser. Los primeros, hasta hace unos años, mantenían tropas de custodia en el canal para su defensa. De hecho en las dos guerras mundiales naves alemanas, o de sus aliados, no pudieron pasar. En la guerra entre Italia y Etiopía Londres se planteó cerrar la puerta. Mussolini tuvo entonces su momento de gloria, amenazando a los ingleses que estaba dispuesto a atacar la flota del Mediterráneo. Pero no vaya a creerse que la historia la hacen sólo los que hacen locuras, pues el candidato al manicomio Nasser no se halla entre los más locos. ¿Podían los ingleses soñar con retirar a los gendarmes y conservar la renta? ¿Podían soñar lo mismo los franceses? Mayor locura es la de los egipcios que escriben sobre el mapa soberanía, entendida de manera metafísica, como si la soberanía de un país minúsculo estuviera en la balanza en igualdad de condiciones con los grandes países.
Nasser había calculado recibir apoyo de Rusia, una de las dos superpotencias. Y por esto lo consideramos estúpido. Los periódicos habían publicado la víspera de la conferencia de Londres, y antes que Schepilov (4), grandioso evento, se exhibiese trajeado, que los rusos, en el XX congreso, habían abandonado otra de las teorías erróneas de Stalin, es decir, el predominio político internacional de los grandes Estados sobre los pequeños, y la liberación de éstos de su sumisión como satélites y vasallos. ¡Oh pobres pequeños Estados! No es ésta una teoría creada por Stalin, que éste pueda abandonar a su capricho, ¡o qué puedan retirar de la circulación sus albaceas! Y no es el coronelucho de El Cairo quien puede cambiarla por una nueva teoría: la santa soberanía de los Estaditos, aunque sean de bolsillo. O la (aún más cómica) confianza en que semejante teoría vaya a ser respetada por los Estados Unidos, que la habría predicado, o por Rusia, campeona del principio contrario: el pez gordo se come al chico.
El hecho y la ley histórica de que los grandes Estados modelan el mundo a su antojo, ya sea con la guerra general o con la (dios nos libre) coexistencia pacífica entre ellos (peces gordos), y los Estados menores son, en sus manos, dócil plastilina en el mapa terrestre mundial, domina la historia desde hace milenios, y sobre todo la de los dos últimos siglos de historia europea, sobre todo y de manera clamorosa en las dos últimas guerras mundiales, que sólo quitan de la butaca a alguno de los grandes, como Japón y Alemania, o ponen a alguno nuevo, como China.
Nasser no fue a la conferencia de Londres. Sea. Londres debe darle miedo, precisamente porque allí se sentaba Rusia. Rusia defiende el mismo principio que los demás: no le importa un bledo quien detenta la soberanía sobre las dos orillas de este pasadizo mundial, nudo fundamental del tráfico internacional. Desde que ya no hay un solo amo imperial, como en los tiempos en que Albión construyó el canal (para nosotros es la vida, además de la vía, dijo un Benito [Mussolini] inspirado) a lo largo del Mediterráneo, y de todos los mediterráneos, los amos son los tres o cuatro grandes de turno, para los cuales Nasser pinta menos que un capataz. Suez lo regularán ellos, o quien de entre ellos salga vencedor de la (dentro de veinte años) tercera guerra mundial, sin que cuente para nada si el egipcio ha luchado con los vencedores o con los vencidos.
Hitler, que era expresión de fuerzas bastantes más serias, al dictado de éstas fue arrastrado a realizar un tremendo envite en Creta. La apuesta tenía a Suez por objetivo. Hitler (o alguien por él) comprendía que el objetivo de Suez era más importante que el de Dunquerque, que abandonó. Pez grande no come pez grande. Paciencia Nasserucho, siempre estarás entre los pececillos que van a ser comidos.
¡A ti, viejo topo!
Pasarán esos veinte años que faltan para el estallido de la tercera guerra mundial, y nosotros, el animalito-hombre; nosotros, consumidores burlados e intoxicados; nosotros, productores de esfuerzos cada vez más desagradables e inútiles, ¿los dejaremos pasar, pendientes de la radio y de las pantallas, escuchando cuentos chinos y palabrerías hueras de técnicos, de expertos, de especialistas, de managers, de diplomáticos, de políticos, de filibusteros y de aventureros, sin nada que aprender, y olvidando siempre cuanto lo que la clase obrera sabía ya muy bien desde los tiempos en que habían comenzado a transcurrir los cien años de Suez?
Bien, está pero que muy bien que los istmos sean perforados por incisos de cortes formidables (Suez no es sólo el más largo, sino también el más complejo: 160 kilómetros, el doble de el de Panamá) y que la red de enlaces internacionales ciñan y reciñan el mundo mercantil del coexistente capitalismo, como aquella imagen en que el reciario inmovilizaba al bárbaro gladiador a merced del golpe de gracia. Un proletariado ausente del escenario histórico destruye hoy sus Internacionales, pero el capital está condenado a reconstruirlas por todos los mares y continentes. Bien está, pero que muy bien, que los grandes centros de poder sean pocos y sometan a la impotencia a los más pequeños y numerosos, envolviéndolos en esa red inextricable y desesperanzada de falsedad, de mentira, de fraude, de oscurantismo filisteo y santurrón, bajo los oropeles, ya intolerables por su hedor, de la técnica, de la ciencia, de la filantropía y del acceso al bienestar. Bien está que los centros de esta escuela de superstición y de corrupción sean cada vez menos, y cada vez más evidente su falsedad en todos los países de la tierra.
Mientras ellos nos dan a beber las falsas creencias de todas sus patrias y de todas sus religiones, y nos releen con falso puritanismo y blasfema obscenidad las Biblias de Cristo, de Mammon [de las riquezas] y de Demos [de la democracia] (5), también nosotros podemos repetir nuestros versículos clásicos, y demostrar que ya sabíamos, antes que se tallase el Canal, que llegarían las vertiginosas concentraciones de riqueza y de poder, el totalitarismo imperial, la opresión monopolista, el Estado de partido, la Santa Alianza de los Grandes Monstruos Capitalistas, consolidada con cada nueva guerra. Que bien sabíamos ya de la dictadura del Capital, del Militarismo, del Beneficio, del Fascismo, bendecido por los sacerdotes de todos los ritos.
¡Abramos pues ahora nuestra Biblia!
“La revolución va al fondo de las cosas. Todavía está atravesando el purgatorio. Trabaja con método. (...) No había terminado más que la mitad de su labor preparatoria; ahora está finalizando la otra mitad. Primero ha llevado a su perfección el poder parlamentario, para poder derrocarlo. Ahora, conseguido ya esto, lleva a la perfección el poder ejecutivo, lo reduce a su más pura expresión, lo aísla, se enfrenta con él, como único obstáculo contra el que debe concentrar todas sus fuerzas de destrucción. Y cuando la revolución haya llevado a cabo esta segunda parte de su labor preliminar, Europa se levantará y gritará jubilosa: ¡Bien has cavado, viejo topo!” (6)
Con el radar histórico de la doctrina de Marx, en cuyas pantallas no se leen mentiras, los observadores que no hemos tragado el alcohol de la intoxicante ideología burguesa, en la niebla de los fondos marinos de Nantucket, en la oscuridad de las tumbas de Marcinelle, en el limo amargo de los lodazales del desierto arábigo, mientras las fuerzas de la Revolución parecen ocultas, y el gran Capital holgazanea a la luz de un fuerte sol, hemos reencontrado, atento a su labor incansable, al Viejo Topo, que excava su maldición bajo las infames formas sociales, preparando la aún no cercana, pero segurísima, destructiva explosión.
Amadeo Bordiga
Notas:
(1) Pantalone es un personaje veneciano de la Comedia del Arte italiana, con una máscara provista de una larguísima nariz. Es un viejo encorvado y lujurioso, avaro, vigilante siempre burlado de alguna pareja de amantes. Shakespeare lo describió en "As you like it".
(2) Marianne y Albión son representaciones femeninas que encarnan simbólicamente a las naciones de Francia y Gran Bretaña respectivamente.
(3) El arbitrio de Napoleón III en 1864 privaba de hecho a la Compañía del Canal del derecho de reclutar mano de obra local, contemplado por la concesión inicial del virrey de Egipto.
(4) Schepilov fue ministro de exteriores ruso desde junio de 1956 - después de la caída en desgracia de Molotov - hasta febrero de 1957.
(5) Mammon: voz aramea usada en la Biblia (Mateo 6, 24 y Lucas 18, 13) que encarna la avaricia y la corrupción. Alude a las riquezas en las que el hombre pone su confianza por encima y en oposición al amor de Dios.
Demos: voz griega que significa pueblo. En Atenas los ciudadanos estaban divididos en demos, con diferentes características sociales, políticas y religiosas. Los demos elegían a los representantes, hacían el reclutamiento militar y recaudaban impuestos. Demos está en la raíz de la palabra democracia, que Bordiga siempre ha denostado como instrumento del capital y que a nivel internacional se convierte en la democracia del pez grande que se come al chico.
Bordiga al unir y superponer las tres Biblias: de Cristo, de Mammon (la avaricia del capital) y de Demos (la división política, económica y militar del capitalismo internacional entre distintos Estados: grandes y chicos) está ironizando sobre la sumisión de la religión y la ética, de la democracia, la coexistencia y la guerra, del nacionalismo y los ejércitos a un dios único: el Capital. Bordiga lleva esa ironía hasta el sarcasmo cuando opone a esa Biblia del Capital la propia Biblia marxista.
(6) Cfr. K. Marx. “18 Brumario de Luis Bonaparte”.
Amadeo bordiga
“Il Programma Comunista” ( 24 agosto – 7 septiembre 1956) número 17.
No hay comentarios:
Publicar un comentario